Un hacendado viejo se disponía a emprender un largo viaje. Presto, llamó ante sí a dos de sus siervos. El mayor de ellos, Ardón, era disoluto, avieso en el trato de gentes, procaz de lengua, diligente en resabios y de espíritu licencioso. Por el contrario, el joven Zacai era solícito y manso, afanoso en el deber y ligero en el solaz, afable, mirado y muy atento. Así les dijo:
«Ardón, tú regentarás el gobierno de aldeas y villas, la administración de molinos, lagares y fraguas y guardarás la plata y el oro que reservo por temor a la sequía. Zacai, a ti encomiendo los campos y mi cabaña. Observad estos mandamientos en mi ausencia».
Durante varias estaciones, Zacai se entregó con empeño a sus tareas: fertilizó los campos y multiplicó el ganado. Ardón, por el contrario, dilapidó la hacienda del amo en bacanales y dados; transformó su morada en lupanar y arrancó de sus casas a aquellos aldeanos que no contribuyeron con monedas o arrobas de grano a sus vicios. Los molinos se hundieron por falta de cuidado, la desidia secó los lagares y los fuelles de la fragua se quebraron.
Llegado el día, retornó el señor de su peregrinar y reclamó la presencia de los dos súbditos. “He contemplado con gran pesar a mi pueblo afligido, la alcancía rota y los edificios en ruina. ¿Qué terrible catástrofe golpeó mis tierras?”.
Ardón tomó primero la palabra por ser el mayor de los dos hombres. “en ausencia del señor, Zacai dispuso ser amo: se rodeo de lujos, meretrices, ajumados y eunucos, y trató con usureros que prendaron los bienes, sembrando deudas y abonando desgracias en sus tierras. Bien merece cien latigazos por su insensatez; y hasta doscientos”.
La ira enrojeció los ojos de Zacai; los envolvió en lágrimas y selló sus labios. Desairado, esperó sentencia con la mirada perdida en las grietas de sus manos. Con voz severa y autoridad, el viejo acató la pena estimada por Ardón. “Sean doscientos”.
El siervo fue llevado al cadalso, ensogado a un tajo y despojado del manto. Pesaroso como estaba, el dueño sintió lástima y quiso escucharle. “Amo, desde que mis manos tuvieron brío para sostener un almocafre os serví con fervor. Conocéis el alma corrupta Ardón, diestra en embustes; la siembra produce más que un bienio atrás; donde había diez chivos, ahora pacen veinte y, aun así, me azotáis como a un malhechor”.
“Mi buen Zacai”, dijo el viejo, “sabedor de la vileza de Ardón, permitiste que le confiara el gobierno de todo cuanto poseo sin decir palabra; toleraste sus desmanes, siendo testigo mudo y partícipe, al no tratar de refrenarlo; amén de consentir que faltara a la verdad, mancillando tu honra y haciendo de farsa, pleito. Tu indolencia ha traído la ruina a mi casa y a tu familia. Mereces diez veces doscientos latigazos”.
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