“Nunca hay que desanimar a nadie que continuamente hace progresos, no importa lo lento que vaya”
PLATÓN
(Filósofo griego)
En estos días he vuelto a la que fue, durante seis meses, mi residencia habitual e involuntaria. Al hospital en el que estuve ingresado en el año 2020. Antes de darme el alta, solo salí de allí un día en todo ese tiempo. Fui a un centro próximo, en ambulancia y para hacerme una prueba que no me podían realizar en aquel centro sanitario.
Pero yo tenía algunas curiosidades pendientes de aclarar. Por un lado, la de conocer por mí mismo, como era el entorno en el que estaba ubicado aquel centro hospitalario, que yo desconocía. Y por otro, para ver cómo estaba ahora ese centro, y cómo me sentía yo en el que fue mi espacio vital durante todo ese tiempo.
Las pocas semanas que recibí visitas yo preguntaba cómo era la localidad en la que me encontraba y mis acompañantes me decían algunas cosas que activaban mi fantasía y acabé esbozando una imagen de aquella pequeña ciudad. Pero ya sin acompañamiento, solo me quedaba el ingenio. Cómo no sabía cómo era realmente, pues eso, me la inventé.

Aunque Brunete quedó destruido durante la Guerra Civil, pocos años después fue reconstruido. Yo me hice una idea de cómo era, asociando a esa nueva ciudad la tipología de construcción de los pueblos de colonización que se realizaron en la España de postguerra.
Por eso, me intrigaba conocer aquel pueblo que las autoridades de los años cincuenta decidieron reconstruir. Pero a la vez habían decidido dejar Belchite, tal como quedó al finalizar aquella guerra, como testigo mudo de la barbarie que supuso aquella fratricida contienda.
Después de pasear por la ciudad durante varias horas, había recorrido casi todas las calles principales y me había hecho una idea aproximada de cómo era. El pueblo reconstruido debió tener una estructura urbanística ordenada. Y llamó mi atención la presencia de granito en muchas construcciones, el material más usado en las localidades de la sierra madrileña.

Me sorprendió la armónica y cuadrada plaza mayor, —especialmente abierta—; los sobrios edificios públicos que la rodeaban; y, a la espalda de estos, la iglesia de estilo clásico y no moderno, como hubiera correspondido a una construcción tan reciente.
Pero como en muchos pueblos del extrarradio madrileño, la elevada demanda de vivienda asequible, había propiciado un boom inmobiliario y con él, el consecuente caos urbanístico, muy similar al de otras ciudades. El aumento de construcciones y de población, desdibujó lo que debió ser un planeamiento urbanístico más racional.
Lo que se veía en aquel centro sanitario me recordaba el conocido mito de la caverna de Platón. Eran las sombras y no la realidad que había en el exterior lo que yo percibía desde dentro de aquel hospital brunetense. Por eso era obligada esta visita. Había que desmitificarla.
En aquel centro han ampliado las instalaciones de atención a los enfermos que requieren rehabilitación neurológica. Se ha terminado, —y ya está en pleno funcionamiento—, un edificio nuevo en la que era una zona de aparcamientos. El resto de instalaciones habían cambiado poco desde 2020.
Sin embargo, el personal era diferente. Solo saludé a una fisioterapeuta, Elena, que me atendió entonces. Contacté con Paco, otro fisioterapeuta de aquel año, y vi a algún profesional de los que tuve en ese tiempo. Pero la mayoría de ellos eran nuevos y desconocidos para mí.

Mis sensaciones en el centro, eran encontradas. Recordaba los momentos que fueron más o menos soportables, pero a la vez me negaba a revivir, interiormente, aquellas situaciones que no fueron fáciles para mí.
De los pacientes que tuve de compañeros en esos meses, mantengo algunos contactos, aunque de la mayoría de ellos no tengo información reciente. Pero tampoco quise preguntar por ellos. Me parecía casi obsceno hacerlo, dada la precaria situación en la que se encontraban algunos de ellos cuando me dieron el alta.
Pregunté por la directora. Me dijeron que ella ahora dirigía la Unidad Avanzada de Neurorrehabilitación. Que tenía que pedir cita para hablar con ella. La recepcionista que me atendió me dijo que lo que podía hacer era hacerme el encontrado para no tener que cumplir con aquellos trámites que impedían, más que dificultar, el contacto con estos gestores. No insistí, pero tomé nota de la recomendación de aquella agradable joven.
Cuando estuve ingresado el tiempo casi carecía de valor, pero nos esforzábamos por tener el mayor número de horas ocupadas, solo para disimular la soledad en la que vivíamos. En cuanto a la evolución de las terapias que se aplicaban, los avances a veces eran lentos, pero en algunos casos, lo que se producía, —debido a la evolución de las patologías—, eran retrocesos en el estado de los pacientes.
Hoy, pasados cinco años de todo aquello, los buenos recuerdos de mi estancia en el Hospital Los Madroños, siguen presentes recurrente e inevitablemente.