Ramón Castro Pérez.– En las últimas semanas, siete estafadores han aparecido muertos a los pies de varios cajeros automáticos, cercanos al centro de la ciudad. Todos asesinados mediante un corte profundo en el cuello, de izquierda a derecha, que secciona la yugular y provoca el fallecimiento en segundos.
El laboratorio ha determinado que el arma puede corresponderse con una navaja albaceteña de tamaño considerable y con un uso cotidiano, ya que en los tejidos de las víctimas se han encontrado trazas de panceta, ajo, pimentón, pan «sobao» e incluso gachas. También, fibras de tejido que encajarían con tela de «pana».
Con estos datos, Policía Judicial no tarda en configurar un dispositivo de vigilancia en cajeros con dos posibles objetivos. De un lado, aunque improbable, se busca a una persona mayor, de sesenta y cinco años en adelante, que responda en apariencia a lo que viene siendo un «hermano» de los que acostumbran a mirar obras, indicar por dónde se va a Alcázar o pasar la mañana en consulta, interesándose por la salud de sus vecinos. De otro, más probable, se estará atento a jóvenes, sin oficio ni beneficio, que pudieran tener abuelos como los descritos anteriormente y a los que podrían haber sustraído estaarma blanca.
No se les pasó, en Comandancia, pedir las grabaciones de las cámaras. Sin embargo, ninguna sirvió, pues se hallaban averiadas. Las entidades financieras no solían comprobar su funcionamiento y, al parecer, llevaban varios meses inutilizadas por las bandas de estafadores. Por tanto, aparte de siete cadáveres degollados, la policía no tenía nada, por lo que se confió el éxito de la investigación al dispositivo descrito anteriormente.
Dos días más tarde, se detuvo al primer sospechoso. En contra de lo esperado, se trataba de un hombre de sesenta y siete años de edad. Se le incautó una navaja de Albacete, la cual se envió al laboratorio, corroborando este último que se trataba del arma homicida, pues se encontró en ella ADN de cuatro de las víctimas, además de una larga lista de sustancias, todas relacionadas con la tierra que lo vio nacer.
Manuel, que así se llamaba, quiso declarar sin abogado, pues él aseguraba que diría la verdad, tal y como lo habían educado desde pequeño, por dolorosa que esta fuera. Confesó, entonces, la autoría de los siete crímenes, si bien el primero fue fruto del «coraje» que le sobrevino, al intentar zafarse de un intento de estafa, mientras intentaba sacar dinero del cajero.
Relató Manuel cómo un estafador trató de ofrecerle ayuda al verlo operar con la máquina. Este la aceptó y, para cuando quiso darse cuenta, le había robado el PIN y la tarjeta. El muy sinvergüenza quiso, además, mofarse de Manuel por lo que, en lugar de salir corriendo, se sentó en la terraza de la churrería que está al lado de la oficina bancaria. En ese momento, Manuel aprovechó que no había nadie en la calle para acercarse por detrás y rebanarle el cuello, sin compasión alguna. Sacó su pañuelo de hierbas, limpió la navaja y prosiguió su camino, destino al cartel que apunta a la salida hacia Villarrobledo.
—¡Soy el asesino de los estafadores! —gritaba Manuel a la salida de los juzgados de Ciudad Real, esposado, custodiado por Guardia Civil y rodeado de cámaras de televisión, de ámbito local, regional y nacional.
La sentencia condenatoria fue ejemplar o, al menos así lo pensó el tribunal popular que debía pronunciarse. Afirmamos al menos, porque, ya con los huesos de Manuel en el centro penitenciario de Herrera de La Mancha, los estafadores siguieron muriendo, desangrados a los pies de los cajeros automáticos. Todo un ejército de imitadores decidió usar el único instrumento que dominaba a la perfección, la navaja albaceteña. Sin actualizaciones, sin mantenimiento, sin baterías, sin claves ni códigos, este sencillo dispositivo, manejado con maestría, logró exterminar, de esta tierra, a los autores del «Shoulder Surfing». De su paso por La Mancha sólo quedan los rodales de sangre y una frase grabada, a punta de navaja, en la parte superior de los cajeros automáticos, ¡A mucha honra!