Gloria Merino: del rosa al amarillo

Tomo el nombre prestado de la película de Manuel Summers de 1963 –año de visibilidad pictórica de Gloria Merino, tras los premios de Paris de 1962 y del Molino de Oro de Valdepeñas del mismo 1963– para contraponerlo razonadamente, al muy enfático nombre de la exposición abierta en Ciudad Real el pasado día 17 de febrero, en el Museo de la Merced, con diversos apoyos institucionales que refuerzan a lectura oficial de la muestra como una voluntad declarada de crear relatos y argumentos meta pictóricos tales como los expuestos en la hoja de sala: “Una de las figuras más importantes del arte manchego y español del siglo XX, de reconocida trayectoria internacional”. Titulación de la exposición, por otra parte, que ha querido optar por el pleonasmo de Exaltación sublime de la Mancha, para dar acomodo a la selección de piezas hilvanada por la comisaria de la muestra, Ana María Fernández Rivero. Una selección la realizada que omite el ámbito formativo inicial de Merino– Carlos Sáenz de Tejada, Ramón Stolz Viciano y Juan Adsuara–, crucial para entender ciertas actitudes posteriores de la pintora, que se producen desde la concepción del Muralismo y desde ciertas premisas propias de la Ilustración. Relato meta pictórico que no contextualiza las debidas correspondencias con acontecimientos coetáneos, como son los de la pintura de Rafael Zabaleta (1907-1960) –jienense como Merino y del que ésta parece informarse y adoptar ademanes y gestos pictóricos– y la emergencia coetánea del grupo Estampa Popular –con Pepe Ortega a la cabeza, cuyos segadores son hermanables, por demás, con los de Merino en sus trabajos litográficos–; y que, por demás pretende Fernández Rivero, establecer finalmente con la pintura meriniana un ‘canon pictórico manchego’, por enésima vez.

De igual forma que en el desarrollo de la exposición se eluden las vicisitudes rastreables en los años finales, años difíciles y años ya visiblemente amarillos por contraposición a los años rosa de los 50/60. Aquellos que transcurren desde 1975 al año 2000 y que cuentan con las aportaciones críticas –como un final de ciclio– de Emilio Arjona en 1982 y en 1989, y de Gianna Prodan (Diccionario de Arte del siglo XX en la provincia de Ciudad Real, 1997) en donde deja ver el anclaje de Merino en la vida rural. En el primero de los citados, los textos como –La vida rural en la pintura de G.M.– y la impasibilidad con el paso del tiempo, en la segunda pieza –La G.M. de siempre–; mientras que en Prodan se puede leer: “la agradable temática rural y campesina en la que algunas veces se vislumbra cierta postura de denuncia social”. Razonamiento sobre la ruralidad que ampliaba Prodan en su posterior Historia del arte de Castilla-La Mancha en el siglo XX (2003), al fijar: “Desfilaron por sus obras los curtidos campesinos manchegos, las abuelas quemadas por el sol, niños rollizos y sonrosados, los patios, etc., en constante identificación con la cultura rural de nuestra provincia”. Y esta es, justamente la diferencia de los curtidos campesinos de Merino –denuncia leve y matizada por el bucolismo apacible, de un momento de acelerada transformación del medio rural– con los desplegados por Pepe Ortega, Zamorano, Cortijo, José Duarte o Cristóbal Aguilar: denuncia crítica y aún militante de las condiciones de vida del campesinado y de los trabajadores, en vísperas de los Planes de Desarrollo –como relata, por otra parte, Valeriano Bozal en su trabajo, El realismo entre el desarrollo y el desarrollo (1966)–  que se despliegan en España desde el mismo año de 1963. Año, por demás, de la película de Summers Del rosa al amarillo y de cierta plenitud acabada de Merino con sus premios parisinos.

Un anclaje en la ruralidad, el de Merino del cual ya fijaba algo en mi texto, El sentido de la mirada (1998), en el episodio que denominaba como Las visiones rurales de Gloria Merino, frente al dedicado a Pepe Ortega, como Silencio riguroso. Canto y loa del campesinado ofrecido de Merino, frente a las cicatrices silenciadas de unas vidas que difícilmente llegaban a la pintura. Propuesta que prolongaba aún más en el trabajo inédito de 2021, Lo rural en la cultura, hacia 1960, destinado al proyecto fallido de Museo de Malagón. Todo ello, el anclaje y aún arraigo en la ruralidad en momentos de extinción y desaparición de ese universo, como acontecería años más tarde con la captura de Sergio del Molino en 2016 y La España vacía. Y que fija la pregunta final ¿cómo pintar un mundo que se desvanece? Marcando el hallazgo de lo rural en Merino, el reverso de las piezas urbanas anteriores de Roma (Arco de Trajano, 1957) o las de París de los mismo años que llegaban a plantear otras cuestiones relevantes de las que serían sometidas al ojo pictórico de Merino.

Además de ese abandono urbano no advertido, se suscita el retorno al terruño y la propuesta de identificación de esos ensayos de los 60 y 70, como el canon pictórico meriniano. De aquí la duplicación de la Exaltación sublime, que no deja de producir un pleonasmo evidente. En la medida en que tanto la exaltación como lo sublime, enuncian cualidades de altura y de elevación. Ya que lo sublime alude tanto a lo alto, como a ‘todo lo que siendo de gran belleza, provoca emoción noble’. De la misma forma que  la exaltación, no deja de ser un ejercicio de elevación. De aquí la idea repetitiva del nombre de la muestra. Y la pretensión de construir el relato de la pintura manchega tan debatido desde 1957 con la exposición de Madrid y con el texto de Joaquín de la Puente. Relato que ya he analizado en el capítulo III del citado trabajo, El sentido de la mirada, que planteaba como El sentido del paisaje, el sentido del País y que desembocaba formalmente, en el epígrafe de La escuela paisajística manchega, y a ellos me remito para sentar las bases del debate sobre tal categoría. Debate que fuera, posteriormente, revisado en otros trabajos como Camouflage o el Canon manchego (La Tribuna, 16 agosto 2001); Antología versus Canon o la pintura como árbol (Añil, nº22, primavera 2001) y El ojo manchego (Miciudadreal, 27 febrero de 2014). En donde anotaba las claves de una posible revisión de esa mirada circunstancial de llamado Ojo manchego, como sujeto responsable del Paisajismo manchego. “Esa constante visual que marca y define el escritor vallisoletano [Francisco Umbral] como “cuando el aire se hace voladizo y el tiempo cuaja en acuarelas”. Un tiempo acuarelado y un  aire voladizo, o tal vez volandero, compone el cuajo de una mirada abstracta y de un gesto ya universal. Pero ¿por qué abstracta?, ¿es abstracta la mirada de Almodóvar o es figurativa [la mirada de Merino]? Y ¿qué decir de otras miradas prototípicas, que lo hacen y lo hicieron bajo el patrón de un figurativismo sorprendente? Como ocurre con otro Ojo manchego, como el de Antonio López García,[en el momento en que se escribe doctor honoris causa por la Universidad Complutense de Madrid y Premio Velázquez de Pintura]. ¿Miradas coincidentes o miradas desviadas? …Hasta ahora los esforzados en la codificación de El Ojo manchego proponían tal clasificación visual, no tanto desde el casticismo de un paisaje asolado, cuanto desde la peculiaridad de una bonanza de soles que tatúa el alma y marca los cuerpos. Miradas de Pepe Ortega y de García Maroto; poemas de Ángel Crespo y de Pepe Corredor; dibujos de Gregorio y Miguel Prieto; sueños grabados de Antonio Fernández Molina; visiones pintadas de López Torres, Carretero o de Canogar; sueños escudados de Alcaide, de Nieva, de García Pavón y de Eladio Cabañero; figuras de Miguel Fisac, García Donaire, García Coronado y de Alberto Sánchez o placas congeladas de García Rodero, de Alfonso, de Ziganovic, de Eduardo Matos o de Nicolás Müller, son algunos de los rastros posibles de ese ojo inventariado, pero que no se agota aún ni se agota ahora”. Más aún, como citaba en el texto Antología versus Canon, “aquí no se puede hablar desde luego de influencias ni de similitud de estilos, ni de inspiración que naz­ca en las mismas fuentes, sino más bien de una sensibilidad pare­cida delante de la realidad y su expresión del fenómeno pictó­rico. Sensibilidad parecida ante la realidad, para englobar, fic­ticiamente, a militantes del PCE como Pepe Ortega con beca­rias de la Sección Femenina como Gloria Merino. Las líneas fundamentales de tal acuerdo temático y sensible prolongaban las trazadas ya en 1957 y se incorporaban algunos creadores ausentes en Madrid: ya Ortega, ya Díaz, ya Cañadas Mazoteras. Para dar a entender no tanto una mayor apertura estilística, cuan­to una idea de permanencia del concepto de patria pictórica o, si se quiere, de la aludida hermandad. Pero la pretensión de unir lo diverso produce dificultades de entendimiento del Canon; de igual forma que un tronco arbóreo unifica en apariencia lo que luego en las ramas será ya otra vez diverso y hasta divergente, retomando la memoria hundida de la raíz enterrada que ensaya y anticipa la apertura de la copa”.

Y ello, esa dualidad de miradas, del momento meriniano dulce y rosa frente al amarillo que propone el conflicto de 1979 con la crítica a la pintura de Merino, por parte del Grupo TEAV –pedrada plástica en el estanque provincial de las aguas quietas – en su sección semanal de crítica de arte en Lanza. Amarillo, cadmio, limón.  De aquí la primera evocación citada en el título de El rosa al amarillo. Rastreable la edad rosa– que no a la picassiana Etapa rosa–en su presencia en medios relevantes como fuera el número 1 de la revista Artes (8 mayo de1961), con la exposición en la galería Toisón, por parte de Aurora Mateos, que reseña al alimón a Anglada Camarasa con Gloria Merino, con otras piezas dedicadas a Palencia, Ortega Muñoz y Carmen Laffón. Años después, se producen las notas críticas de Joaquín de la Puente en Artes número 35 (8 de abril de1963) con el texto Reflexiones para Gloria Merino, número que se abre con un sorprendente trabajo sobre La desestalinización de la pintura en los países socialistas, y la terminación del llamado Realismo socialista. O, finalmente, las de la misma Isabel Cajide, directora de Artes, en el número 68 (23 abril de1965), donde, curiosamente, aparece un texto de Moreno Galván referido a Rafael Zabaleta, que ya había contado con un trabajo anterior en 1961 (Artes, numero 3, 8 de junio 1961) de Ramón Faraldo, Zabaleta y la gloriosa españolada.  Textos que se superponen a veces, con los de Lanza en 1957 con Benjamín Alarcón –Gloria Merino y la sinceridad; del 3 enero de 1961 –García Noblejas sobre la exposición de Toisón, en Madrid– y en 1962, Arjona con su estancia en Paris. Incluso la presencia de Merino en la obra de Gabriel Ureña (1982) Las vanguardias artísticas en la postguerra española (1940-1959), aunque fuera de forma lateral.

Por eso, el cierre de noviembre de 1979 con la crítica –no publicada, finalmente, donde se adivina la mano de Nino Velasco, sobre todo– sobre la exposición de Gloria Merino en la casa de Cultura–, del Grupo TEAV personifica la reflexión de clausura de cierto entendimiento pictórico que se había desplegado desde hacía veinte años, como cierta permanencia imposible de cuerpos rosas y de soles amarillos. “Cabe interrogarse sobre la vigencia de esta pintora, sobre sus intenciones investigativas o sobre su seriedad en lo que se refiere a una fiel expresión de la realidad que tarta de representar. En este sentido es posible preguntarse si los cuadros de Gloria Merino ni son sino ilustraciones de gran formato hechas con intenciones especialmente decorativas y nada más. Si esto fuese así, sería perfectamente correcto, pero entonces cabría preguntarse también hasta qué punto es admisible la ilustración basada en estereotipos formales y resolutivos, continuamente repetidos y en cierto énfasis trivial, producto e la deformación de manos, piernas, cuerpos…La visión del paisaje manchego y de sus gentes resulta así, mas bien edulcorada: es demasiado anecdótica para ser genérica y nunca alcanza a captar la suprema elegancia tonal y formal de nuestro campo ni la difuminada desconfianza huidiza de sus gentes”.

Relacionados

ESCRIBE UN COMENTARIO

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí


spot_img
spot_img
spot_img
spot_img