Eugenio Blanco desde Londres
Hay lugares humeantes en Londres que se han convertido en una especie de visita turística, en un lugar de proclamación o de lamento. Así, las ruinas de una joyería en High Street, al norte de Tottenham, o el Foot Locker al lado de la estación de metro de Brixton son ruinas que representan la violencia vivida e inspiran en la ciudadanía invariablemente una suerte de perplejidad, que suele derivar en temor o en rabia.
Se habla mucho del origen de los disturbios: la búsqueda del ‘por qué’ se ha convertido más en una letanía en los medios de comunicación y en la sociedad que en una actitud. La respuesta del descontento social siempre aparece, pero rápidamente se contrapone con el retrato de una juventud que comenzó jugando a la protesta y acabó haciendo del pillaje su enseña.
Un buen síntoma de esta búsqueda la puede representar el canal continuo de noticias de la BBC que no deja de preguntar a todo el que pasa por el estudio si esto era predecible, si las políticas de integración están funcionando o si la policía no tendría que haber actuado con más diligencia durante las largas noches. Hay que decir que cuando esta misma cadena –u otras- congelan las imágenes de los pillajes, salen a relucir rostros muy jóvenes, que parecen que están jugando, pero a los que el Primer Ministro ya les ha dicho que quien es mayor para poner en jaque una de las grandes metrópolis del mundo, también lo es para enfrentarse a todo el rigor de la justicia, y las sentencias han comenzado a sucederse.
Se empiezan a levantar los cordones policiales, que hacían rara la vida en los barrios. Como, por ejemplo, en Tottenham –donde comenzó el guirigay- que ha estado sitiado. Sus principales vías estaban acordonadas y en las calles secundarias circundaba el silencio y una actitud escrutadora en la población. Cuando los ciudadanos tenían que preguntar a los policías cómo llegar a sus casas o negocios que habían caído del lado acordonado volvía a devenir la rabia.
También aparecen algunos símbolos de nuestro tiempo, que cuando menos resultan interesantes. John Arfa, un repartidor de Croydon, ha grabado durante dos noches la sinfonía de sirenas que se han escuchado por el barrio y ha elegido una de ellas para que se conviertan en su tono de llamada. Así, cuando le llaman por teléfono, parece que está llegando la policía a toda pastilla y todo el mundo se pone en guardia, mientras él esboza una sonrisa y responde al móvil.
Pero no todos los ciudadanos, ni mucho menos, se toman los disturbios con el mismo humor. El camino que une Stockwell con Brixton es un rosario de rostros serios y desconfiados. Casi todas las tiendas están cerradas, menos algunas regentados por tipos como Jerry, que lleva una librería antigua, y que dice que él ha abierto porque en su establecimiento tienen muy poco que robar.
La tarde del martes en la zona de Brixton era habitual ver a propietarios de las tiendas apuntalando las puertas de sus establecimientos con contrachapados, sellando las puertas y las ventanas para evitar nuevos saqueos. Aunque el mercado sigue funcionando, con sus habituales esencias mezcladas, Brixton ha vuelto a ser una pieza básica dentro de los disturbios de Londres, el barrio del descontento y el inicio de la mecha social. Se van relajando las medidas de seguridad, pero con enorme cautela.
A base de policías Londres se ha calmado, pero los conflictos han saltado de escenario a otras ciudades como Birminghan o Liverpool. Cameron, en sus comparecencias, ha ido adoptado cada vez un tono mucho más solemne, haciendo un ejercicio de representación donde venía a simbolizar la columna vertebral del estado. Nada de oídos sordos, nada de reinventar la estrategia de James Callaghan que en los albores del Invierno del Descontento hizo célebre la frase ‘Crisis, What crisis?’ para hacerse el despistado ante las reclamaciones, y con esas ha pasado a la Historia, como un sordomudo en medio de la contienda.
Aunque humean algunos edificios parece que la presión social de la propia comunidad ha sido determinante para que cesen los pillajes, aunque aún siguen millares de policías en las calles londinenses. Cuando les preguntas a los habitantes de Croydon o de Hackney suelen dispararse con una historia personal de las noches del conflicto: cada uno tiene su particular historia y su particular manera de vivirlo, pero el olor de algo quemándose –sus múltiples descripciones- y el aullido de las sirenas de los coches de policía y los camiones de bomberos se llevan la palma. “Es de estúpidos destrozar tu propia comunidad”, sentencia una madre con un niño en brazos, haciendo hincapié en el término comunidad, que así dicho, enfáticamente, ha sido uno de los revulsivos para voltear la situación: la imagen de los vecinos con escobas es tan efectiva, seguramente, como el despliegue policial.
La semana que nos enterábamos que London Calling, la emblemática canción de The Clash, será el himno oficial de los JJOO de Londres el año que viene, la calle bullió. Es una ironía. Es verdad que no se han visto pancartas en las calles, cuestión que se valora (a veces interesadamente) como una revuelta sin fundamente político. Sin embargo, nadie puede soslayar que la crisis y los recortes están acuartelando más a las clases populares y a los guetos londinenses, es decir, está provocando un caldo de cultivo apto para generar señas de identidad entorno a una rebeldía, mal cuajada, violenta y peligrosa, pero que no deja de ser una respuesta que muchos agentes sociales advierten que no conviene ser desoída.
Londres se va calmando, aunque muchos comerciantes todavía hagan guardia hasta tarde cerca de sus comercios y los vecinos sigan asomándose con preocupación a la calle desde sus ventana cuando oyen una sirena y ven que, como una flecha, pasa un coche de policía.