Aquel macabro quince de marzo

Finalizaba aquel invierno del año de nuestro Señor de mil cuatrocientos ochenta y cinco. No podría tener mayor colofón para los que residían en Ciudad Real que aquella estación se viese coronada por un espectáculo que concitó un gran seguimiento por habitantes de la ciudad y por muchos otros procedentes del entorno calatravo circundante e incluso de otras tierras. La cita no podría ser otra que la que la Inquisición había propiciado, un nuevo auto de fe. Este tipo de distracción que condujeron al cadalso de la plaza de la ciudad y que propiciaría que no hubiese ningún resquicio por el que poder encontrar un lugar preeminente donde contemplar lo que aquel día sucedería, mostraría cómo se daba sentencia a más de una cuarentena de reos difuntos, estando presentes como testigos, entre otros, el arcipreste de Calatrava, los regidores don Álvaro Gaytán, don Gonzalo de Salcedo, don Fernando de Hoces y don Fernando de Poblete, los licenciados Jufré de Loaysa y Juan del Campo, el bachiller don Gonzalo Muñoz, hermano del licenciado Jufré, todos ellos vecinos reconocidos de Ciudad Real, y otros muchos que fueron convocados y que no quisieron perderse tal acontecimiento.

En la relación de aquellos difuntos que superaban la cuarentena, aparecida en un proceso de los que se citan, el de Juan González Escogido, a los que sentenciaron aquel día se incluyeron nombres tan ilustres de la comunidad conversa de Ciudad Real como Juan Martínez de los Olivos, Alvar Díaz el lencero (cuya casa tienda ubicada en la Plaza Mayor sería más tarde sede del concejo municipal), García Barvás, Juan Caldes, el citado Escogido, la mujer del otrora regidor Juan González Pintado, María González, Marina Gentil o Rodrigo Barzano.

En aquellas jornadas el licenciado Pedro Díaz de la Costana, juez inquisidor, firmaría su sentencia declarando y pronunciando que los difuntos allí convocados eran considerados herejes y fueron acusados de judaizar y apostatar. Consecuencia de dicha decisión sería el desenterramiento de los difuntos para que sus restos fueran quemados, extirpando con ello cualquier atisbo de la herejía manifestada. Para ello se había basado en la fundamentación acusatoria había llevado a cabo el clérigo y capellán real Fernán Rodríguez del Barco, que actuó por entonces como promotor fiscal en dicha causa.

La aterradora lectura de las sentencias sobre los restos de aquellos conversos difuntos que aún serían recordadas por mucho tiempo, principalmente por sus familiares y amigos, suscitaría el inusitado interés del vulgo más allá de la propia ciudad, concurriendo a tan macabro espectáculo multitud de personas del resto del arzobispado de Toledo e incluso de tierras más lejanas.

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