“Los matemáticos no comprenden la realidad hasta que la encierran en una ecuación, pero los burócratas son incapaces de medir el tamaño de una catástrofe hasta que la transforman en un expediente.”
JUAN JOSE MILLAS
(Escritor y periodista valenciano)
La DANA de consecuencias trágicas que se ha producido en Valencia, pone de manifiesto el nivel de resignación y de solidaridad de la población española ante la adversidad, mientras nuestros políticos han entrado en una especie de “Juego de tronos”, para tratar de demostrar a la opinión pública que es el oponente quien ha errado más o quien ha demorado su actuación en esta riada. Mientras tanto los ciudadanos afectados por este extraordinario fenómeno, padecen esta inacción pública entre la desesperanza y la indignación.
No se entiende la exquisita sensibilidad española a la hora de proporcionar ayudas inmediatas en las catástrofes que se producen en otros países, mientras nuestros políticos se ponen de perfil cuando esta situación se produce en nuestro país. Y lo hacen por pura táctica electoral o estrategia política. Menos se entiende que el gobierno central haya rechazado la ayuda del gobierno francés, cuando le ofrecieron 250 bomberos para intervenir en Valencia.
Nuestra legislación vigente permite tomar medidas inmediatas en casos como el de estas inundaciones. Ella nos proporciona los instrumentos jurídicos necesarios para acometer ágilmente una situación como la producida en la catástrofe levantina. Esta normativa posibilita escalar distintas opciones en niveles para afrontar una situación concreta y que se puedan ir acometiendo según la gravedad. Y ello a pesar de la manifiestamente mejorable coordinación entre las distintas administraciones públicas, que el Estado de las Autonomías exige.
La legislación española vigente y aplicable para abordar esta situación es la Ley del Sistema Nacional de Protección Civil y el Plan Estatal de Protección Civil Ante el Riesgo de Inundaciones que tiene su origen en la Directriz Básica de Planificación ante el Riesgo de Inundaciones. Esta legislación habilita al Ministro del Interior, para que decida la declaración del estado de alarma por iniciativa propia o a instancia de las Comunidades Autónomas afectadas, así como por la petición de los delegados del Gobierno en estas autonomías.
Que no se haya aplicado el estado de alarma en los primeros momentos, pese a que se daban las condiciones establecidas en la normativa vigente, fue un grave error de los responsables públicos. La del Ministro del Interior, porque la pudo declarar por iniciativa propia; y la del Presidente de la Comunidad Autónoma valenciana porque pudo pedirla o haber declarado el nivel 3 de emergencia. Esta falta de decisión en los primeros momentos de la inundación, puede haber sido la clave de la demora y del agravamiento del problema.
Es evidente que en este caso se llegó tarde y mal, lo que contribuyó a una tragedia anunciada que debió de ser tratada con celeridad y contundencia. Después, la carencia, no solo de los recursos materiales necesarios, sino de una organización mínima que hiciera eficaz el operativo dispuesto, posibilitó la prolongación de la situación más allá de lo deseable. Lo que facilitó el pillaje y los robos en locales de negocio y en viviendas de particulares, sin que hubiera ningún dispositivo suficiente para prevenir o contener estos actos vandálicos.
Las responsabilidades de nuestros cargos públicos en la gestión de esta catástrofe deben ser asumidas por ellos mismos, —dimitiendo, sería lo más adecuado—, o exigidas por los ciudadanos. Pero en este caso no solo se deben exigir desde el punto de vista político, sino también del penal, del civil, o del que corresponda. Esta frivolidad no puede quedar impune cuando las consecuencias de la nefasta actuación pública afecta a la vida, al patrimonio y, sobre todo, a la dignidad de los ciudadanos más vulnerables de esta excepcional riada.
Pero nuestros políticos, en momentos de crisis, suelen hacer promesas para que la población se olvide del problema. El señor Mazón ha cuantificado los daños en una cifra disparatada, para forzar las ayudas que le permitan acometer holgadamente la situación. Y el señor Sánchez, —que tiene difícil aprobar sus presupuestos—, parece querer que la oposición los apoye, mientras que sus socios de investidura se niegan a hacerlo. Estas promesas se suelen incumplir, como ocurrió con los damnificados del volcán de La Palma.
Actuar ante este tipo de situaciones como si se las tomaran a broma, —jugandillo, como dirían algunos—, resulta inaceptable, aunque así parece que lo están haciendo nuestros gestores públicos en esta crisis. Dadas las carencias que se observan en muchos políticos, por falta de una mínima preparación para abordar estas cuestiones, deberían de asesorarse por quienes poseen la ciencia y la experiencia para acometerlas eficazmente.
No debemos olvidar que esta zona —debido a la pluviometría extrema que se produce puntualmente y a su abrupta orografía—, es susceptible de graves inundaciones, por lo que la construcción de viviendas en zonas anegables, debería de restringirse al máximo, además de acometer las obras hidráulicas que reduzcan o eviten los efectos indeseados de estos fenómenos.
A esto es a lo que deberían dedicarse nuestros políticos.