¡No te preocupes por mí, cuida de mis hijos!

Era difícil prever que un tsunami llegara a espaldas del mar, que una ola de proporciones monstruosas quisiera bañar el interior de España con tanta violencia. Pero la realidad tiene la terrible costumbre de demostrarnos que puede ser más dañina que la imaginación.

Todavía cuesta comenzar a llorar; las lágrimas se niegan a inundar nuestros corazones porque buscamos un culpable al que señalar. ¡Y esta vez no lo habrá! Es imposible culpar a quien no tiene forma visible. Las imágenes son tan desoladoras y terroríficas que algo nos tiene atrapados en esos coches anegados de agua y barro, aturdidos ante la avalancha que desplaza enseres y animales, mientras el cielo se ilumina una y otra vez con destellos, truenos y relámpagos que marcan el lugar donde la tormenta ha elegido que el momento de partir ha llegado.

No hay paz posible cuando nos sentimos impotentes, sin capacidad de detener el torrente de destrucción que ciega la vida de nuestros seres queridos. No hay sosiego cuando vemos que, en un instante, el futuro ha decidido que no se presentará mañana, que aquí se acaba el camino. No hay consuelo cuando nuestras manos no pueden extenderse para salvar a nadie; no existe la calma cuando la distancia nos hace tan diminutos ante la inmensidad de la Naturaleza.

Si pudiéramos, gritaríamos para liberar la rabia que se acumula entre el pecho y la garganta. Nuestra piel se humedece al paso de esos ríos que vienen desde el infinito. Se encaprichan con las calles y hogares, mientras los rostros de sus habitantes tornan a desesperación y pánico. La maravillosa lluvia, que venía a calmar la sed de arroyos y cosechas, ha elegido mal la dosis, destrozando a su paso pueblos, puentes y las ilusiones de miles de personas. Ha robado con su fuerza las sonrisas de aquellos que tanto amaban sentir sus caricias frías sobre la ropa.

Los ventanales auguraban una tarde de frío, acurrucados en el sofá y viendo cómo las gotitas de lluvia limpiaban el polvo acumulado durante el verano. Pero esa imagen de sosiego y descanso pasó de largo y trajo una pesadilla vestida de torrente, llevándose flotando aquello que más nos identifica: la vida. La oscuridad no fue silenciosa; cada trueno anunciaba lo inevitable. El burbujeo constante sobre los tejados era la prueba de lo que iba a llegar: un cóctel de granizo, viento y cientos de litros de agua, dispuesto a cambiar el paisaje.

Lo peor no ha sido ver que las carreteras perdieran el rumbo, ni que los cauces tuvieran dificultad para hallar su curso, ni siquiera que haya lugares a los que no pudiéramos acceder, cubiertos de piedras e impotencia. Tampoco que desde el cielo una inmensa balsa confundiera el mar con tierra firme, ni que una marea llegada de las montañas decidiera recomponer el puzle del pueblo, entrando en casas y locales para redecorar las habitaciones. Lo realmente doloroso es haber dejado de oír los gritos de auxilio, no poder escuchar las plegarias de aquellos que no lograron huir y desconocer por qué la muerte decidió que el precioso regalo de vivir tenía fecha de retorno.

Sabemos que hay muchas cosas que no tienen explicación, que nuestra senda no tiene fronteras delimitadas y que, en cualquier momento, todo puede girar de forma inesperada. Pero el dolor que sentimos por lo que sucede tiene siempre las mismas consecuencias: la tristeza. Y en eso no tenemos ninguna duda. Creo que todos, al ver esta tragedia, hemos sentido la necesidad de ser útiles, de poder ayudar a toda esa gente que intentaba sobrevivir, de tender nuestra mano para sacarlos de ese laberinto de agua y escombros, de lanzar cuerdas, de encontrar una salida para que siguieran vivos… Y, sin embargo, no hemos podido…

Dentro de unos días, esos campos desolados de nuestro país mostrarán la crueldad que hay tras las catástrofes de este planeta. Solo podemos honrar a quienes perdieron la sonrisa esa noche y mostrar nuestro apoyo emocional a aquellos que tienen que reconstruir un nuevo horizonte.

¡Estamos con todos vosotros! Un abrazo enorme a todos los afectados por esta tragedia y un sincero “descansen en paz” para las personas que han perdido la vida.

También sabemos que el ser humano posee la fortaleza para renacer de cada varapalo, dispuesto a demostrarse a sí mismo que no hay nada que no se pueda superar. ¡Manos a la obra!

Julián García Gallego —Sin palabras mudas—

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