Los cementerios como lugares de culto

Julián Plaza Sánchez. Etnólogo.- Antonio Gala, en una de sus obras, decía sobre los cementerios: “Amo, si, los cementerios, donde habitan, imposibles ya, aquellos de quienes la vida aparentemente retiró su mano”. Opino que en estos lugares en fácil encontrar la tranquilidad, la armonía, la reflexión, incluso el abandono. Relaja su silencio y en ese tiempo retenido, es normal recibir impulsos, incluso algunas vibraciones. Los cementerios tienen que ver tanto con la vida como con la muerte. Forman parte de la vida, aunque cuando estamos viviendo no lo percibimos.

Cuando perdemos a un ser querido, se hace necesario visitar el cementerio, así podemos hablar con las personas que seguimos queriendo y ya no están con nosotros. Porque mientras un eco de los sentimientos que un día compartimos quede, quedaremos nosotros. Podemos decir que la muerte es una manera distinta de estar vivo. No hay que temer a la muerte, es algo natural. Cuando llega, se inicia un periodo de vida interminable. Por eso en los cementerios se plantan cipreses, un árbol simbólico de perduración y vida infinita.

La inhumación ya se practicaba, según los restos arqueológicos, en el Paleolítico medio. Aparece asociada a poblaciones neandertales y ya en el Paleolítico superior, el Homo sapiens realizó inhumaciones individuales en sus propios lugares de asentamiento. Más conocidos son los enterramientos de las poblaciones campesinas del Neolítico, enterraron a sus difuntos en lugares próximos a los poblados. Inicialmente los enterraron de forma individual en fosas, cuevas o abrigos. Con el paso del tiempo, y especialmente desde el Calcolítico, sustituyeron la tumba individual por la colectiva, cuyo máximo exponente fueron las construcciones de grandes losas de piedra. Pero la inhumación, con el paso del tiempo, se fue convirtiendo en un ritual más complejo. Surgieron nuevas prácticas funerarias como la cremación, guardando las cenizas en urnas especiales. Esta práctica está asociada a la creencia de la transformación del cuerpo y el espíritu en energía pura. También se desarrolló otro tipo  de ritual funerario, como el de exponer los cuerpos en plataformas elevadas para que fueran devorados por aves carroñeras u otros animales. Esto lo hacían para liberar el espíritu del difunto. Naturalmente estos ritos no solo tenían un propósito práctico, sino que también reflejaban las creencias y valores de estas antiguas sociedades. Muchos de ellos estaban relacionados con la idea de la vida después de la muerte y la creencia en la existencia de un mundo espiritual.

Conocer los ritos funerarios de la prehistoria y su impacto en nuestras raíces culturales, nos permite apreciar la complejidad y la diversidad de las creencias humanas a lo largo del tiempo. También nos invita a reflexionar sobre nuestra propia existencia y a valorar la importancia de honrar y recordar a aquellos que nos precedieron, reconociendo su legado en nuestra propia cultura. En la actualidad podemos encontrar vestigios de estos ritos funerarios y sistemas de creencias en nuestra sociedad. Recientemente se ha incorporado la cremación, aunque predomina la inhumación individual y colectiva, pues una sola tumba sirve para varios miembros de una misma familia. Con la cremación aparecen los columbarios en los cementerios tradicionales, que es el lugar destinado al almacenamiento de urnas que contienen las cenizas de los fallecidos. La utilización de columbarios data de época romana, era una práctica común para proporcionar un espacio digno y ordenado para las cenizas de los fallecidos. La evolución de los columbarios refleja cambios en las prácticas funerarias, influenciadas por factores culturales, religiosos y tecnológicos. Actualmente sigue predominando el cementerio tradicional, aunque con conceptos nuevos en ubicación y accesibilidad. Un ejemplo claro es cómo ha evolucionado el cementerio municipal de Ciudad Real.

Frente a la fachada principal del cementerio de Ciudad Real, se levanta un gran parque público muy visitado, fundamentalmente por niños y niñas llenos de vida, que contrasta con el recinto del cementerio. El once de julio se inauguró un nuevo parque, mejor dicho la prolongación del parque Antonio Gascón, junto a las tapias del Cementerio Municipal. Es un espacio para recordar a las víctimas de la pandemia, pero también de convivencia y vida. El cementerio se ha quedado dentro de la zona urbana y es así como se armoniza la muerte con la vida. Ya no es un lugar alejado de la vida de la ciudad. Es un espacio próximo al ajetreo diario de las personas. Una de las tradiciones más arraigadas en España es la visita de los cementerios en la festividad de Todos los Santos y la conmemoración de los fieles difuntos. Es una fiesta que tiene como finalidad honrar y recordar a los seres queridos que han fallecido. En estos días los cementerios son visitados por cientos de personas, algunas de ellas acuden de otros lugares para visitar la tumba de sus familiares. No siempre los cementerios han estado alejados del núcleo urbano. Hasta el primer tercio del siglo XIX estaban anexados a las iglesias. Incluso los miembros de familias nobles y dignidades eclesiásticas, se enterraban dentro de las iglesias. En Ciudad Real un caso significativo es el sepulcro yacente del chantre de Coria y confesor de Isabel I de Castilla, el ciudadrealeño Fernando Alonso de Coca. El labrado corresponde a la tendencia hispano flamenca del siglo XV y se encuentra ubicado en la capilla del Sagrario de la iglesia de San Pedro. En la Catedral de la capital están enterrados seis obispos y dos personas más. El caballero que encargó la construcción de la capilla del Santísimo y el secretario del obispo Narciso Estenaga, Julio Melgar, fusilados ambos en 1936 cerca de Peralvillo. De la mano de los Borbones, se produjo un cambio de mentalidad y se abandonó los cementerios anexos a las iglesias. En Ciudad Real se inauguró el cementerio municipal en 1834, conocido como Altos del Campo Santo. Era un lugar solitario para enterrar a los muertos y darles culto. Una zona lúgubre, falta de vida en todos los sentidos. Esto contrasta con lo que ahora podemos ver en sus alrededores, todo el espacio cercano al cementerio está lleno de vida. Cuando vamos a pasar al cementerio, en la puerta hay un viejo letrero que nos recuerda aquello de que “polvo somos y en polvo nos convertiremos”. Las visitas son constantes a lo largo del año, no tan abundantes como en la celebración de Todos los Santos, pero no dejan de acudir personas para comunicarse con sus seres queridos. Cuando estoy delante de la tumba de mi esposa, intento recomponer la vida que vivimos los dos. Entonces abandono todo lo mundano y potencio el espíritu. Al final coincidimos en un mismo plano y me pongo a reflexionar sobre toda una vida que pasamos juntos.

UNA VIDA SIN FIN

Desde que mi esposa falta de mi lado, no dejo de visitar el cementerio. Busco todos los días en lo más profundo de las entrañas, y junto a su tumba consigo la serenidad suficiente para recordar. El amor que me mantuvo con vida, se ha ido. Entonces voy tirando de recuerdos desde mi propia existencia, entonces voy recomponiendo algún aspecto de mi vida. Ya nunca sentiré lo mismo, ya el puente vital está roto y es muy difícil llegar al otro lado. Siempre tendré su recuerdo. El día que nos conocimos, fue un día hermoso. La luz que desprendía llenaba todos los rincones. Aquel día comenzó una nueva vida, una etapa distinta, un tiempo vivido con mucho amor.

Conseguimos formar un hogar, no solamente un lugar donde vivir juntos, sino un espacio en donde se respiraba puro amor. Nuestras miradas cómplices estaban atentas ante cualquier deseo. Luego, en el silencio de la noche cuando la oscuridad se apoderaba de todo, salía de su boca un “te quiero”. La vida no podía ser más satisfactoria y el sentimiento siempre a flor de piel. Sus abrazos me arrullaban y entonces creía estar en el paraíso. Ahora desde la perspectiva de su falta, me doy más cuenta de las cosas. Ya sé que la vida sigue, pero es inevitable que vuelvan estos recuerdos. Rememoro su voz como si todavía estuviera junto a mí. Hay momentos que sigo actuando como si no faltara de mi lado, pero cuando despierto vuelvo a la triste realidad. En ese instante genero un recuerdo tan real, que verdaderamente parece que vuelve a la vida y así puedo continuar con mi existencia.

Mientras escribo estas líneas pienso que puedo ir al salón y encontrarla sentada en su sillón preferido, entretenida con su actividad docente. Hago un receso, me acerco a su lado y le digo que la quiero. No me responde, pero yo sé muy bien que está ahí. Siempre estaba para los buenos y los malos momentos, ahora su espíritu permanece inalterable en su espacio. En mi cabeza no deja de dar vueltas a cuando nos conocimos. Encontré a una persona dulce, inteligente, responsable y con un corazón enorme. Me enamoré de ella perdidamente. Físicamente no está, me cuesta mucho asimilar su ausencia. El miedo se apodera de mí cuando pienso que no lleguemos a encontrarnos otra vez. Aunque cuanto más tiempo pasa, me instalo en una certeza de reencuentro. Ese día nos fundiremos en un abrazo eterno, ya nada ni nadie nos podrá separar. Sin ti no soy nada, mi mente te piensa en silencio y en espera.

La vida ha sido corta, tan corta, que no me dio tiempo a decir todos los “te quiero” que he sentido. La vida ha pasado a la velocidad de un AVE. Hay que saber que lo que nos late en el lado izquierdo de nuestro cuerpo, tiene espacio sin límite de tiempo. La mala suerte no ha querido que dos ancianos vuelvan a recordar el sitio en el que quedaron por primera vez. Y ahí te vi, sentada en la mesa de enseñar. Dedicaste la vida a enseñar, eras una gran maestra en el más amplio sentido de la palabra. La disposición a enseñar, a trasmitir los conocimientos y entender que no todos tenemos el mismo nivel de comprensión. Entonces tuve la certeza que la vida iba a ser más fácil contigo. Fue entonces cuando surgió el amor. Ese amor que no se elige, ni se decide, es el que aparece de improviso. Luego nace la ilusión de que todo puede cambiar. Así la vida deambula buscando la felicidad. Pero la vida pasa, el amor se fortalece y la vida llega a su final. Quiero mantener ese amor que me dio la vida, creo en los amores a distancia. Soñar con un tiempo pasado, un te echo de menos, un te quiero al visitar tu tumba y las lágrimas de despedida. Tuve una inmensa suerte al conocerte. Aunque el tiempo tiene una innegable capacidad destructora, no puede anular los buenos recuerdos y tampoco todos los momentos de felicidad

El día que me acomete la tristeza y la luz no termina de encenderse, pienso en ella. Enseguida sale a mi rescate con algún recuerdo lleno de amor. Siento que está junto a mí y me sobrepongo. El otoño llega a su fin y los árboles mantienen con dificultad sus últimas hojas. Un colorido ocre que resplandece con la luz solar de las mañanas otoñales. Al oscurecer, cuando empiezan a iluminar las primeras farolas, las personas deambulan por la calle procurando no pasar frío. Entonces se levanta un vientecillo molesto y las mujeres enroscan su cuello con grandes bufandas.

Cuando me siento en su sillón, al lado de un magnífico ventanal, miro a través del inmenso cristal y veo como entra el invierno. El frío cielo gris y unos copos de nieve que van cayendo lentamente hasta posarse en la baranda del balcón, me provoca una cierta  sensación de desánimo. Pero pronto vuelven los recuerdos. Otra vez se hacen presentes los buenos recuerdos, entonces pienso que no se ha ido. La nieve ha cesado y un rayo de sol se abre camino entre unas nubes grises. El sol ilumina la estancia y vence a la melancolía que me invadía inexorablemente. En esta estación del año, la vida pasa con más lentitud. El silencio se extiende como si de un manto se tratara. El frio intenso se instala en todos los poros de la piel. Hay menos horas de luz y la oscuridad domina el ritmo vital. Solamente su recuerdo me mantiene vivo. Hay ocasiones en que el frío se queda agazapado dentro de mí. Vuelvo a mirar por el balcón y me cubro con su manta preferida. El olor que ha quedado impregnado en la manta, me hace revivir. Me mantengo firme al caminar. Sigo diciendo que la quiero. Me gustaría seguir sonriendo, hacerlo cada día, plasmar a lo largo de la vida que me queda su alegría, su eterna sonrisa. Siempre la mantendré en mi corazón, hasta mi último día.

                                               Julián Plaza Sánchez.

                                               Etnólogo.

Relacionados

spot_img
spot_img
spot_img
spot_img
spot_img