Uno de los componentes más importantes de todo sistema democrático, al igual que ocurre en nuestro caso, es la legislación electoral. Las distintas leyes conforman las reglas del juego democrático en el que vivimos, definiendo aspectos tan importantes como la representación de los partidos en las administraciones.
Miles de ciudadanos y varios partidos políticos señalan a nuestra Ley Electoral como la culpable de la polarización de los distintos agentes del Estado, en ella se plasman limitaciones como la barrera del 3% para poder optar a un diputado, sin embargo, dicha barrera nunca ha entrado en juego.
El verdadero agente polarizador no pertenece a la Ley Electoral, si no a la Constitución Española, ya que delimita las circunscripciones electorales en provincias lo que de facto impide una verdadera representación de los partidos minoritarios, a cambio de conseguir una mayor representatividad territorial. La pregunta que debemos hacernos entonces es ¿preferimos un Estado cuyos poderes públicos representen igualitariamente el voto de cada ciudadano o por el contrario consideramos que debe primar la representatividad territorial?
En mi opinión existen opciones realistas que de ser llevadas a cabo permitirían aglutinar las ventajas de ambos sistemas. El Congreso debe ser la Cámara de representación de la mayoría de los españoles, un espacio en el que la asociación entre número de votos y número de representantes fuera directo. Para paliar la baja representatividad territorial tenemos al Senado, algo que estaba reflejado en la Constitución de 1978 y que sin embargo no se ha conseguido. Contrariamente, el Senado no solo no posee poder territorial, si no que además prácticamente no posee poder alguno ya que queda supeditado por completo a las mayorías del Congreso.
El poder territorial ha pasado a manos de los partidos nacionalistas que, aprovechando las circunscripciones provinciales y el reparto de escaños a través de la Ley D’Hont (regla de reparto que permite obtener mayoría absoluta con un 35% de los votos), han alcanzado un poder decisivo en asuntos de vital importancia para el conjunto de los españoles tales como los presupuestos generales del Estado o la legislación nacional.
Vivimos pues en una dicotomía: el Congreso no representa fielmente el sentir ciudadano, mientras que gran parte de su poder queda depositado en aquellos partidos que solo se interesan por asuntos regionales. El Senado prácticamente vive en un segundo plano permanente ya que su mayoría no posee fuerza real en la elaboración de leyes, mientras que en él, supuesta cámara de representación territorial, hay menos partidos y sobre todo, menos partidos regionalistas o nacionalistas que en el Congreso.
Todo lo anterior se agrava con los comentarios del primer artículo de la serie: la naturaleza vertical de los partidos políticos impide que los representantes públicos tengan libertad de voto. De esta forma, el hecho de que el grupo mayoritario en el Congreso pertenezca al PSOE y en el Senado al PP, en vez de ser una oportunidad para conseguir la unión de los grandes partidos en una política de Estado, se ha convertido en una razón más de discusión, limitación democrática y lucha fratricida.
Lejos del pesimismo que puedan despertar mis palabras, esta problemática representa una oportunidad para profundizar en nuestra democracia. A ningún partido que busque dicha profundización debería temblarle la mano a la hora de pedir una reforma de las reglas del juego, no para su propio beneficio, si no para conseguir dar un paso más en la búsqueda de un reparto justo y equitativo de la representación democrática. Esa es la esencia de nuestro sistema político: que el poder lo posean los ciudadanos, cada vez más.