Manuel Valero.- Un cuadro tan usual que no rompió nada de lo establecido, que no fue el precursor de ningún ismo, que no creó escuela… se convirtió en la obra más admirada de Antonio Riera, era como esas obras que en los museos agolpan a la gente frente a ellas y simplemente las gozan con su visión ya sean diletantes, enterados de nuevo cuño, estudiantes, pintores aficionados e incluso artistas cuya firma cotizaba al alza en los mercados del Arte. Una muchacha que se pintaba las uñas junto a una ventana por la que entraba la luz. Nada más. Los críticos suelen explicar las composiciones pictóricas: la simetría general, la colocación equilibrada de los personajes si el cuadro es grupal, la geometría invisible de la escena, la luz, la sombra … pero ante Muchacha como así lo llamó Riera, callaban. Algunos trataban de sugerir un resquicio velazqueño, otros que la luz parecía haberla robado el pintor de Rembrant o Caravaggio. No faltó quien lo comparó con el muchacho soplando un tizón de El Greco o con la vieja de los huevos fritos de Velázquez. Más atrevido fue el crítico que veía en él un Julio Romero con el sfumato de Leonardo da Vinci. Y era solo eso una chica remota que se afanaba en darle un toque cárdeno a las uñas de los pies atravesada por la luz del atardecer al lado de una mesa con objetos sin historia. Y sin embargo aún contra los lugares comunes, contra ese manido “parece que se mueve” el retrato de Alejandrita escaló hasta la maestría pictórica de Riera.
El pintor acabó su estancia, le pagó al mesonero y se despidió de Alejandrita con una sonrisa de la que parecía florecer una pasión resucitada. Y Alejandrita se retiró a su cuarto cuando partió el hombre que la inmortalizó a derramar una lágrima. Ah, si se hubiera quedado unos días más… Su corazón le latía con fuerza.
Pasados los años Alejandra formaba parte del Coro Nacional como voz solista y gozaba de la felicidad de su matrimonio con un joven arquitecto y sus tres hijos. Durante una visita que hizo a su padre, ya mayor, recibieron un misterioso paquete por el correo ordinario. Su madre había fallecido dos años antes y su padre pasaba las tardes dando pequeños paseos debido a los achaques o sentado en una mecedora junto al fuego en invierno o a la fresca del patio que encandiló al pintor durante los meses estivales. Uno de sus hijos se había hecho cargo de la posada reconvertida en una casa rural con la ayuda de la administración.
El paquete envuelto en tela y cartón era un rectángulo de metro y medio de largo por un metro alto. Fue la propia Alejandra la que firmó la entrega al empleado de correos y lo abrió. Su padre, su marido y sus hijos la rodearon con el silencio que precede a la revelación de un secreto. Alejandra se ayudó de unas tijeras.
-Ten cuidado hija- le dijo su padre.
No se lo dijo porque intuyera qué podría ser pues la memoria se le había debilitado con los años. La que sí sospechaba el contenido de aquel envío era Alejandra. La geometría del paquete despertaron los recuerdos de cuando Antonio Riera la pintó. Se trataba pues de un cuadro. Lo que no esperaba es que el cuadro fuera su retrato. Venía con una esquela de apenas cinco líneas.
Gracias por devolverme la pasión de pintar. Mi gratitud es infinita por aquellos días que pasé en la posada. Espero que seas muy feliz. Este cuadro no es mi obra maestra. Es la tuya. Y si me permites el consejo, una de la paredes de comedor puede ser un buen sitio para colgarlo. Me han ofrecido mucho dinero por él pero jamás he tenido ni el valor ni la tentación de venderlo. Es tuyo.
Antonio Riera
Desde entonces aquel cuadro común que asombró a los eruditos preside el comedor de la casa rural “La muchacha de la ventana”. Y el hijo mayor del señor Padilla tuvo que emplear a varios trabajadores porque los clientes con la moda del turismo montaraz no solo acudían a la aldea a respirar el aire puro de la montaña, a gozar de la tranquilidad campestre de aquel lugar alejado del mundo, sino a contemplar a Alejandrita en su radiante juventud pintándose las uñas de los pies. Ella era el hada.
FIN