Relato de verano: El pintor de las hadas (antepenúltimo)

Manuel Valero.- Como un extravagante pintor nocturno fue delineando a golpes de pincel aquella procesión insólita de luciérnagas que procesionaba como una santa compaña. Se manejaba bajo la débil luz de una bombilla nimia y moribunda tomada por la suciedad y los insectos. No necesitaba más. El posadero lo observó desde la cocina. Lo mismo hizo Alejandrita que en su habitación se refrescaba con el aire de un ventilador que le compró su padre a un representante que se lo vendió con el argumento implacable de que aquel invento aliviaba a los americanos del calor impío. Poseer un par de esos artefactos otorgaría al establecimiento un toque de distinción. “¿Y para qué quiero yo un toque de distinción?” se dijo el señor Padilla. Aún así le adquirió dos a su huésped que se fue al día siguiente para no volver. “Es lo que tienen estos negocios, que llega gente que luego se esfuma para siempre jamás”.

El aire del ventilador le ajustaba a ratos el camisón adivinando sus curvas perfectas.  Alejandrita se asomó al balcón con cuidado de no distraer al pintor. Desde allí contemplaba la parte de patio expedito de jungla donde había un par de mesas y sillas. Y más allá la huerta, los arriates, zarzamoras, el regato oculto por los helechos y las matas acuáticas, juncos enredados y unos pasos más lejos la maraña silvestre que abominaba de la luz escuálida. Era en aquella oscuridad donde las luciérnagas ponían a hervir su liquido luciferino que estallaba en un color verdoso y se alineaban en su entrópico revoloteo de ritual.

A Antonio Riera  le faltaba la respiración a pesar del oxígeno puro que desprendía la pequeña selva del patio, el mismo oxigeno que reventaba el cuerpo de aquellos bichos de luz. La razón de su desasosiego no era otra que el regreso a su quehacer artístico después de su ultima exposición. Estaba cansado de su arte, no había sido capaz desde entonces de captar la belleza, la fealdad o el horror de las cosas que pintaba, que en eso consistía llenar el blanco del lienzo con colores y líneas reconocibles o no para el observador: cualquier alternativa era válida si sacudía el diletante examen del observador y lo zarandeaba en sus especulaciones, en ocasiones, muchas, estúpidas. Había entrado en la crisis del artista, en el bloqueo creativo y lo que es peor, en el aburrimiento de su tarea y de su arte.

Hasta que llegó a aquel pueblo montaraz, apenas habitado y animado un poco durante el verano por el turismo pacifista de jóvenes alternativos o por algún matrimonio que buscaba la tranquilidad de la montaña o como en esta ocasión un artista renombrado como él, solitario y abrumado por su propia desesperación.

Alejandrita, cuyo cuerpo se trasparentaba también bajo un fino camisón de cama, fue la primera que se estremeció. Vio como Antonio Riera se alejó unos pasos del caballete  y luego se acercó al cuadro que hizo añicos con violencia y gruñidos. Y alguna maldición. También lo vio el posadero. Cuando el pintor se giró hacia la casa, Alejandrita retrocedió y se ocultó tras los visillos. No es que a Riera le importara que alguien hubiera sido testigo de su arrebato pero la muchacha prefirió la prudencia.

Nada le dijo cuando a la mañana, Alejandrita le dejó el desayuno en la puerta a la hora convenida. Pero esa vez no llegó a depositarlo en el suelo. Fue Riera quien abrió y tomó la bandeja de su mano. Parecía abrumado y tenía el aspecto de haber dormido mal. Aún así se mostró atentó con la chica. Le dio los buenos días con una sonrisa que a Alejandrita le pareció la sonrisa del sufrimiento.

-Hoy no me subáis el periódico. Apenas desayune caminaré hasta la hora del almuerzo.

Alejandrita asintió. La sonrisa del señor Riera le sacudió el temor y se atrevió a preguntarle.

-¿Ha dormido usted bien?

– Tutéame por favor, que me haces sentirme como un anciano decrépìto. 

Un poco aturdida la muchacha volvió a preguntarle con un asomo de timidez.

-¿Has descansado bien?

-No, pero no importa, Alejandrita, los artistas somos así, raros, estúpidos y engreídos. Los pintores y los poetas somos los más engreídos… Sólo que… bueno… quiero pintar un gran cuadro… ¿sabes? No para que mi crédito crezca como artista, sino porque quiero ser el primero que se asombre ante una obra propia, que vuelva a… Bueno… basta de cháchara, no tengo porqué abrumarte con mis cosas.

-No te preocupes. Seguro que lo consigues.

-Tal vez, amiga mía, tal vez.

Y cerró la puerta. Alejandrita se quedó pensativa durante unos segundos y como saliendo de una abstracción se limpió las manos limpias con un gesto mecánico sobre el mandil y bajó las escaleras.

Relacionados

spot_img
spot_img
spot_img
spot_img
spot_img