Ramón Castro Pérez.– Aquellos que desean marcharse no terminan de hacerlo mientras que, los que anhelan quedarse, sienten que ya se han ido. Lo anterior no sería un problema si, todos ellos, no vivieran juntos. En esta casa se cultiva el desafecto y la sospecha campa a sus anchas por cualquiera de sus estancias. Discutimos por todo y los reproches, como cuchillos, se clavan en la espalda, sin causar la muerte, sin pinchar en el corazón. No me sirves de nada si dejas de respirar, pues necesito un enemigo en quien confiar la legitimidad de mis demandas, más nobles y justas que las tuyas.
Se propuso trocear la casa, si bien las partes resultaban desiguales y tú te quedabas con la cocina, el salón y los aseos, condenándome al dormitorio, donde hacía tiempo que ya no pasaba nada. Viste con buenos ojos el reparto, pues, con él, aún seguiría escuchando tus proclamas y la cama seguiría estando hecha cuando enseñaras la alcoba a las visitas. Insistí en su carácter «indiviso», algo en lo que, a priori, estábamos de acuerdo. Sin embargo, yo quería un todo con el contigo de antes y tú uno sin el mí de siempre.
No podemos vivir así. Debiéramos cambiar de abogados. Enviarlos al fondo del mar. Sería un buen comienzo.