“Algún dinero evita preocupaciones; mucho las atrae”
CONFUCIO
(Filósofo chino)
Un día nos fuimos desde Shanghái hasta una ciudad del norte de China. Su impronunciable nombre era Shijiazhuang, que se encuentra en la provincia de Hebei, muy cerca de Pekín. Es la ciudad más poblada del norte del país, con más de diez millones de habitantes. Fuimos a visitar una fábrica, en la que trabajaban más de diez mil personas y donde fabricaban nuestros tejidos.
Nuestro hotel era nuevo y las habitaciones muy amplias. Al kit de higiene, incorporaban una bata y unas zapatillas y, en todas las habitaciones, había una linterna. Hacían así, de la necesidad virtud, ya que en algún momento debieron tener problemas con el suministro eléctrico y lo resolvieron incorporando ese artilugio. En los lavabos del baño, además de los grifos de agua caliente y fría, habían añadido otro para el agua potable.
Pasamos delante de un gran hospital en el que, pese a ser de noche, no había luces, ni tránsito de ambulancias, ni pacientes, ni sanitarios. Allí la sanidad era pública, pero deficiente, —según nos contaba el técnico chino que nos acompañaba—, por lo que cada vez había más empresas privadas que atendían a los pacientes. Aunque los precios eran inasequibles para la mayoría de la población.
Mi acompañante español, me contó que cuando llegó al país por primera vez, le sorprendió que, cuando visitaba el interior del país, hubiera gente que quisiera fotografiarse con él. Una de las noches que estuvimos en aquella ciudad, un padre con sus dos hijos me pidió fotografiarse conmigo, a lo que yo accedí. La cara del padre era de tanta satisfacción como la de sus dos chiquillos.
La parafernalia de la comida era muy curiosa. Se hacía temprano, alrededor de las 12. El protocolo del acto se iniciaba con la entrada en el comedor. La sala era independiente y el aforo era de unos 12 comensales. Los anfitriones, con el director de la fábrica a la cabeza, esperaban de pie a los invitados, en este caso a nosotros. En esa ocasión hicimos el almuerzo diez personas.
La posición formaba parte de las normas no escritas. El jefe se colocaba en la posición más alejada y enfrente de la puerta de entrada. A su derecha, el resto de directivos por orden jerárquico, de mayor a menor. A su izquierda, los invitados, también colocados por el orden jerárquico que ellos suponían, porque ellos desconocían que nosotros carecíamos de jerarquía.
Aunque ponían palillos, uno de mis acompañantes pidió para mí un cuchillo y un tenedor. Cuando me los dieron se produjo un murmullo entre el personal de la empresa, que me hizo tomar una decisión arriesgada. Decidí utilizar los palillos como todo el mundo. Pero la osadía de los palillos no salió mal, por lo que seguí usándolos durante toda la comida, seguramente, con más fortuna que acierto.
La liturgia china establece que quien preside la mesa debe ofrecer a sus invitados aquellos platos que considera más especiales, y así lo hizo nuestro anfitrión con la ternera, con un guiso de cordero y con un pescado al horno. Según sus costumbres, el invitado no debe rechazar este ofrecimiento para no ofender al anfitrión. Y así lo hicimos nosotros tres.
La fábrica era un complejo enorme. Varias naves las destinaban al proceso de flocado y la obtención de hilos, para su posterior tintado y bobinado. Otras se dedicaban a la tejeduría; algunas eran más tradicionales; otras intermedias; pero algunas estaban totalmente automatizadas.
Luego procedían al tratamiento y acabado del tejido según las prendas para las que iban destinadas. En el proceso final se procedía a su medición y se valoraba la calidad de los tejidos, fase en la que interveníamos nosotros. Después, organizaban la expedición de todo este material.
En torno a la fábrica se había creado una ciudad, en la que había bancos, tiendas, incluso colegios. Llamaba la atención un aparcamiento de bicicletas, muy similar al de la estación de Ámsterdam. La mayoría de los trabajadores las usaba, pero el equipo directivo utilizaba automóviles europeos en los que, como equipamiento extra, incorporaban maderas nobles o metales preciosos. El chino en general era ostentoso y en esto no tenía prejuicios.
De vuelta a Shanghái, William, —que así se llamaba el chino que nos acompañaba—, sacó billetes de 1ª. Él quería ir en preferente para ejercer su poderío; subirse al avión antes que nadie, sin esperar colas y sonriendo; pasar por el control acompañado por una azafata; y tener menú especial a bordo del avión. Cerca de Shanghái, ya en el aeropuerto, se produjo saturación del tráfico aéreo, por lo que estuvimos dos horas dando vueltas.
Entonces dos auxiliares de vuelo empezaron a hacer movimientos para que hiciéramos ejercicios. Todos los viajeros, excepto el otro español y yo, siguieron las indicaciones del personal y empezaron a practicar aquellos movimientos. Hubiera sido fácil hacerlo si no fuera porque con el avión en vuelo, estábamos sujetos con el cinturón de seguridad, lo que dificultaba, cuando no impedía, nuestros movimientos.