El atardecer del arzobispo

Manuel Cabezas Velasco.– La alquimia era una práctica habitual de aquel ya maltrecho religioso, político, instigador y hombre de su tiempo, en suma. Tenía como meta principal la búsqueda del metal áureo, pues ya pocas cosas le quedaban en su vida por ver o realizar y se había visto en la necesidad de conseguir un dinero que ya no poseía para seguir alimentando un sueño que se había convertido en Colegiata. Aquella que fue iglesia bajo la advocación de los Santos Justo y Pastor, gracias a los esfuerzos con denuedo de Alonso Carrillo, llegaría a poseer un cabildo. Pero para todas estas cuestiones necesitaba de una Bula papal que autorizase tantas concesiones, pues ni tan siquiera era sede episcopal.

Aquel día llegó en el mes de agosto de 1477 y el Papa Sixto IV sería quien concediese dicha Bula fundacional.

Una vez puestos los mimbres, el arzobispo Carrillo se encaminó a hacer un edificio acorde con este nuevo estatus. La primera piedra de aquella Colegiata se pondría en octubre de 1479, mes en el que también su Eminencia otorgaría las primeras Constituciones del Cabildo. El mismo quedaría constituido por cinco dignidades: Abad Mayor, Maestrescuela, Capellán Mayor, Tesorero y Chantre, a las que se sumarían una docena de Canónigos y seis Racioneros o Beneficiados.

Una vez más, Alonso Carrillo de Acuña depositaría su confianza en quien había sido leal los últimos años. Era aquel que se encargó de hacer las pesquisas para desentrañar las actitudes heréticas de los miembros de la comunidad conversa de una localidad llamada Ciudad Real. Por entonces sólo era licenciado, aunque a lo largo de los años había sido Canónigo de la Catedral Primada, Colegial Mayor en la Universidad Salmantina e incluso miembro integrante de los Consejos del rey don Juan II y del mismísimo arzobispo Alonso Carrillo. Su nombre era un viejo conocido de los más importantes estandartes que la comunidad conversa ciudadrealeña había enarbolado: Sancho de Ciudad o María Díaz “La Cerera” figuraban entre ellos. Aquel doctor se llamaba Tomás de Cuenca, y su labor inquisitorial en aquella ciudad media castellana fue tan relevante que más adelante acogería la sede de un tribunal del Santo Oficio. Sin embargo, por entonces la confianza de los Reyes Católicos en aquel religioso no fue la misma, pues lo consideraban un mero instrumento de su enemigo, el denostado arzobispo de Toledo que tantas veces les había traicionado y que había sido vencido por su archienemigo el cardenal Pedro González de Mendoza.

Como primer Abad de aquella Colegiata, don Tomás de Cuenca asumiría el cargo de la mano de su Eminencia. No era una empresa fácil, aunque el propio arzobispo la dotaría de las rentas procedentes de los diezmos de la mismísima Catedral de Toledo, llegando a anexionar de todo el Arzobispado los diezmos, rentas y posesiones de las sesenta y tres ermitas de aquel. Además, por la propia Colegiata percibiría dinero de diversa procedencia: préstamos, arrendamientos y censos de tierras de su propiedad, e incluso había ingresos que percibiría de manera interna como los dineros obtenidos por bodas, bautizos o capillos, e incluso por enterramientos o rompimientos.

Mientras todo aquello acontecía, la llama de quien había sido valedor de los monarcas que unieron con sus coronas los reinos de Castilla y Aragón, doña Isabel y don Fernando, el otrora arzobispo don Alonso Carrillo de Acuña, estaba llegando a los últimos años de su azarosa vida.

Recordaría por entonces, en su residencia, cómo se había gestado aquel concilio provincial celebrado en la localidad de Aranda de Duero, pero aquella ya sería otra historia.

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