Un pedazo de papel descubrió que estaban vivos. Era un milagro. Ahora, rescatados de las entrañas de la tierra, están vivos gracias a una voluntad política modélica.
Cuando Oyarzún, el topógrafo minero, abrazó al presidente chileno al término de la operación de rescate, le susurró de forma apenas perceptible por lo medios audiovisuales que les acosaban: “Harás grande a este país”. Oyarzún se hacía eco y manifestaba el sentimiento colectivo de los chilenos que, a lo largo de los tres meses que ha durado la localización y el rescate, se ha convertido en convicción.
El pueblo chileno sabe que la suerte de los mineros pudo ser muy diferente si en vez de una voluntad firme, determinada y persistente en la búsqueda y rescate, hubiera primado el aprovechamiento político del momento. Es la diferencia entre liderazgo y demagogia, entre crear confianza y mostrar debilidad.
Cuando un político impulsa una decisión tan importante como la de salvar 33 vidas, sin fisuras, mostrando convencimiento y, sobre todo, sin tintarla de matices ideológicos, lo que hace es aportar todo el apoyo positivo y necesario para que las soluciones técnicas, rayando en lo imposible o en lo milagroso, eviten la tragedia y logren el éxito.
Si estos 33 mineros hubieran estado atrapados a 700 metros de profundidad cuando en Chile gobernaba una coalición de izquierdas, es posible que, primado la búsqueda de culpabilidad en los “magnates” que gestionaban la empresa, en la propia empresa o en el sistema capitalista, la verdadera búsqueda importante, la de los mineros, hubiera pasado a un segundo plano hasta el punto de haber terminado, posiblemente, abandonándolos a su mala suerte. Eso sí, convirtiéndolos en “victimas de la opresión especulativa” de la tierra o del subsuelo, de la “explotación despiadada del capitalismo que exprime a la clase obrera”, sacando el rédito político necesario para reanimar el enfrentamiento de “clases” y, el no menos despreciable concepto de “derecha golpista”, caldo de cultivo y germen de ideologías políticas de la izquierda.
Hace apenas unos meses en Chile, este accidente felizmente resuelto, hubiera servido para reavivar añejos y desfasados prejuicios del socialismo, para reanimar el odio hacia los “ricos”, los “dueños” de los medios de producción, “herederos” de la dictadura y exclusivos culpables de todos los males de la “clase obrera”. Esa hubiera sido la mejor manera de dar aliento a una izquierda que vivía sus últimos días en el querido país del cono sur americano.
Estos 33 mineros han tenido la suerte en ración doble: Vivir en el siglo XXI, donde la técnica es capaz de logros casi milagrosos; y tener al frente de su país a un presidente con liderazgo, profundas convicciones cristianas y convencido de que la perseverancia es uno de los caminos que nos lleva de forma recta y segura al éxito.
Chile ha enviado este claro mensaje al mundo, que deberían saber interpretar quienes en España llevan tanto tiempo hundiéndonos en recuerdos del pasado, e ignorando que la salida al futuro requeriría su firme impulso y su apoyo decidido. Por eso necesitamos a alguien que, con la misma capacidad y convicciones del presidente chileno, venga a rescatarnos de la profunda sima en la que llevamos atrapados más de seis años.