Ramón Castro Pérez.- La Iglesia de los Clérigos se alzó sobre la colina de los ahorcados, desraizando sus cimientos hasta dejar un abismo huérfano, justo donde se había asentado durante más de doscientos años. Lo hizo de noche, sin más testigos que los balcones de las viejas casas abandonadas que la flanquearon en el último siglo.
El estruendo se escuchó en la parte alta de Porto, ya en silencio, mientras sus habitantes dormían. Muchos de ellos saltaron de sus camas y vieron cómo aquella gran obra barroca se alejaba, cada vez más, de su ciudad, con un destino incierto para todos ellos. Nuno, quien a sus seis años de edad manejaba con soltura el telescopio que su padre le había regalado por Navidad, quiso ver a «Nasoni» capitaneando la torre, maniobrando hasta inclinarla unos setenta grados sobre la horizontal.
—¡Volvemos a ser descubridores! ¡Tantos siglos después! ¡Volvemos a serlo! —gritó Nuno mientras papá admiraba, con lágrimas en los ojos, el colosal monumento alzarse en la conquista de nuevos mundos.
Mirando a Nuno, su padre asintió con la cabeza y sentenció —¡Qué mejor testigo de quienes somos y de lo que somos capaces! ¡Qué maravillosa tarjeta de visita mostraremos al universo!
Nuno, con medio cuerpo fuera de la ventana, agarrado fuertemente a su telescopio, alzó el puño y exclamó con fuerza —¡Enviemos, más allá de Orión, una de nuestras más bellas e impresionantes naves!