Poca justicia, muchos alguaciles,
cirineos de putas (1) y ladrones,
seis caballeros y seiscientos dones (2),
argentería de linajes viles (3);
doncellas despuntadas de sutiles (4),
dueños que hacen dueñas intenciones,
necios a pares, y discretos nones (5),
galanes con adornos mujeriles (6);
maridos a cometa ejercitados (7),
madres que haciendan hijas como el vino (8),
bravos de mancomún y común miedo;
jurados (9) contra el pueblo conjurados.
amigos, como el tiempo, de camino (10),
las calles muladar: ¡Esto es Toledo! ‘
(1) cirineos de putas: rufianes, chulos.
(2) Alude a la presunción y vanidad social; seiscientos dones: seiscientos vecinos con tratamiento de don.
(3) Brillo y prosapia, pero linaje vil (sangre sucia).
(4) Doncellas sin ingenuidad, tal vez sin pureza.
(5) nones: sueltos, impares (sin pareja); en sentido figurado y vulgar, afeminados.
(6) Afeminamiento de la manera masculina de vestir.
(7) cometa: juego de naipes; pero en el texto encierra una alusión rufianesca.
(8) Las madres, consejeras e inductoras, serían perversoras del carácter de sus hijas.
(9) jurados: representantes del común en los cabildos o ayuntamientos.
(10) Amigos variables e interesados.
Si así veía el Toledo del siglo XVII, Luis de Góngora o cualquiera que fuera el sátiro autor de este soneto, así, sin duda, hubo de ser. Con permiso de Don Francisco, Caballero de Santiago y señor de la Torre de Juan Abad, tan nuestro que custodiamos sus restos, reconozcamos que al cordobés Gongorilla le iba también el argote, mucho más allá de sus apellidos.
Con la misma osadía que el culterano tuvo entonces, me atrevo a afirmar que el tiempo acabó con la vigencia de aquellos versos: nuestro vecino de arriba, el imperial mazapán, estuvo desde entonces habitado por azúcar y almendra, por buenas gentes, afortunadas merecedoras del eterno y húmedo abrazo del meandro del Tajo. Que de tanto meandro, a estas alturas, con razón así huele.
Desde entonces hasta ahora. Muerto el caudillo brotaron tantos y enraizó en nuestra tierra la parálisis democrática de manos de la autonomía. Como si el cacique fuera menos tirano por ser paisano. Los cañones callaron sus bocas y el moderno régimen se afianzó, y se sostiene en la actualidad, con telefonazo de hierro. Capullos y carroñeras, gentes de buen vivir y liviana vergüenza, poblaron sin oposición las nobles calles toledanas. Y así, la joya castellana, dejó otra vez de ser palacio para volver a convertirse, a golpe de escoria, como en la áurea centuria, en muladar y guarida de ladrones.
La chispa de estos versos debió de ser un bombazo en el XVII pues era mucho el aprecio y grande la estima en que se tenía a Toledo en todo el país. Y no fueron los únicos: tienen también lo suyo los de este romance del Castillo de San Cervantes, dedicados al conocido ahora como Castillo de San Servando: monumento nacional desde 1874 y sólo un año antes a la venta por 3.000 pesetas. En la actualidad funciona como albergue juvenil propiedad de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha.
Castillo de San Cervantes,
tú que estás par de Toledo,
fundóte el rey don Alfonso
sobre las aguas de Tejo;
robusto, si no galán,
mal fuerte y peor dispuesto,
pues que tienes más padrastros
que un hijo de un racionero:
lampiño debes de ser,
castillo, si no estoy ciego,
pues, siendo de tantos años,
sin barbacana te veo.
Contra ballestas de palo
dicen que fuiste de hierro,
y que anduviste muy hombre
con dos morillos honderos;
tiempo fue (papeles hablen)
que te respectaba el reino
por jüez de apelaciones
de mil católicos miedos.
Ya menos preciado, ocupas
la aspereza de ese cerro,
mohoso como en diciembre
el lanzón del viñaderos
las que ya fueron corona
son alcándara de cuervos,
almenas que, como dientes,
dicen la edad de los viejos.
Cuando más mal de ti diga
dejar de decir no puedo,
si no tienes fortaleza,
que tienes prudencia al menos.
¡Ale!, vayan estos versos en homenaje a todos aquellos bravos capitanes que navegan a contracorriente; por aquellos que afilan sus lenguas y sueltan su pluma cada vez que un compañero, un amigo o un ciudadano, se la tiene que morder so pena de institucional represalia; por los que porfían por la libertad sin más arma que el ingenio, con la anfibología como único vicio y sin más bandera que la ironía. Por aquellos que, como el narigudo cordobés, se dejan arrastrar a lo insólito e inconcebible. Porque lo común, por despreciable, es la genuflexión, el voto corrupto de obediencia y la reverencia vasalla, ejercitada con soltura por aquellos otros que engordan sus rentas a base de vileza y perjuicio ajeno.
Y por no ser yo menos insolente, ahora que maduran las primarias, permítanme remover el osario, y discúlpenme los espíritus, y hasta los úrsidos, si oso a decirme poseído por don Luis y don Francisco, cada cual en cada uno de mis hemistiquios. Y en compañía de tan buenos letrados y con tan poco juicio, concluyo con esta sincera y prosaica sentencia: la palabra libertad le viene tan grande a la clase que gobierna que, por más que lo intenta, no le entra en la cabeza.
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