El castellano es un idioma con un vocabulario muy rico y lleno de matices, que hace que hasta los tiempos verbales resulten difíciles de conjugar. Sin embargo, es perverso con las palabras cultura – como conjunto de conocimientos e ideas – y arte.
Cultura tiene dos acepciones: 1) lo que se adquiere mediante el desarrollo de actividades intelectuales 2) lo que caracteriza a un grupo social. Resulta contradictorio que esta palabra se refiera tanto a una faceta de tipo intelectual como a algo donde la inteligencia no pinta lo más mínimo. Y en el lenguaje común de las personas (la R.A.E. viene detrás) tampoco hay términos que ayuden a diferenciar estas situaciones. Me gustaría saber qué respuesta dan en otros idiomas a este hecho. Porque cultura tampoco sale bien parada cuando se le añade “ismo”. Ismo es un sufijo que – añadido al final de un término – significa abogar por un modelo (el de ese término). Pero ya sabemos que lo que propugna el Culturismo no es la defensa de ningún tipo de cultura, sino el culto a la musculatura.
En cuanto al arte, significa 1) el conjunto de habilidades para realizar una determinada actividad (como el masaje, la pesca, o la carpintería); y 2) las creaciones realizadas por el ser humano para expresar una visión de las cosas (artes plásticas, o temporales). O sea, se refiere a dos manifestaciones opuestas de la inteligencia: una, vacía de contenido intelectual; otra, cuando se moldea una materia para aportar un contenido intelectual.
Admiramos a las personas cultas con conocimiento en muchas materias, en ciencia, historia, economía, arte… el conocimiento, en las personas que tratamos, les aporta un cierto valor. Sin embargo, jamás podremos equiparar a Pio Baroja con “Joselito el Gallo”, como no podremos equiparar sus aportaciones a la humanidad por medio de sus habilidades. Por eso, en las páginas de cultura de los medios de comunicación no hay sitio para los toros, porque las corridas de toros son otra cosa. No puede negarse que hay renombradas personas cultas que disfrutan de la tauromaquia – como al contrario – pero eso ni le da ni le quita valor al hecho en sí. Al igual que con obras de teatro o conciertos, hoy ya casi no hay crónicas de espectáculos que resulten llamativas. Algunas crónicas taurinas de antaño tenían cierto valor literario, que dejaba un regusto con su lectura. Solían narrar las faenas recurriendo a toda clase de figuras literarias, enriqueciendo el vocabulario con tecnicismos, o incluso añadiendo anécdotas que nada tenían que ver con el tema; con lo que la crónica, desde el punto de vista literario, resultaba simpática.
Así que podemos decir, sin riesgo a equivocarnos, que la tauromaquia es arte y es cultura: una habilidad, y una manifestación antropológica de un modelo cultural. La cuestión es cuándo una habilidad pasa a ser arte; pero no como oficio, sino como categoría intelectual. En un país como el nuestro, único en Europa en no incluir los estudios superiores de música como universitarios (con todo lo que eso conlleva), el intento de crear en 2015 una cátedra universitaria de tauromaquia en Salamanca es una borriquería que afortunadamente no prosperó. Para entender esta iniciativa, hay que ponerla en contexto. Las corridas de toros eran una cosa más en el calendario festivo en muchos municipios de España. La cosa se enrareció cuando el Govern catalán prohibió la “fiesta nacional” en Cataluña en 2010. A partir de ahí, el P.P. hizo de esta cuestión un asunto de primer orden. Con los únicos votos del P.P. (y 1 de U.P.N.), las Cortes declararon la “Fiesta de los toros” como Patrimonio Cultural Inmaterial en 2013. La Ley 18/2013, en su artículo 5.2.b) dice que el Gobierno solicitará que se incluya la Tauromaquia en la lista del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad – sin que hasta hoy tengamos novedades. Finalmente, en 2016 el Tribunal Constitucional anuló la citada prohibición del Govern. Dicho de otro modo, llevamos una década en que la “fiesta de los toros” tiene más de signo político que de signo cultural. Ahora, con la declaración del estado de alarma, queda en evidencia el peso real de la tauromaquia en el sector cultural español, como espectáculo con un valor cultural añadido.
Hay quien defiende la fiesta del toro de la Vega (en Tordesillas) como un símbolo de la identidad nacional, como quien defiende la bandera de España, literalmente. Es lo que tiene mantener una tradición medieval, frente a lo que en realidad sucede; y es que la cultura – que no sabemos si progresa o avanza – evoluciona. La proliferación de mascotas y de la gastronomía vegetariana son dos manifestaciones de un modo de pensar cada vez más arraigado en la población, que rechaza el maltrato animal hasta posiciones incluso beligerantes. Así que tenemos dos culturas que conviven enfrentadas, las de quienes aman tanto a los perros como a las estocadas, y las de quienes sufren en mayor o menor medida frente al maltrato animal.
Hasta 1928, los caballos que se utilizaban para picar a los toros iban desprotegidos, y los toros les desgarraban las tripas. Claro que la empatía que siente el hombre hacia el caballo no es la que siente hacia el toro. Cuando la muerte es tan clara y tan cruel, es inevitable conmoverse, y por eso … protegieron al caballo. Además, el color de la sangre no tiñe el color de la piel del toro, más bien le da brillo. El animal también es silencioso, apenas grita cuando le agujerean. Un dolor que no se ve ni se oye, puede llevar a la simple conclusión de que el dolor no existe, que el toro no sufre. Sin esa premisa, por la que el animal se cosifica, muchos aficionados no podrían disfrutar del espectáculo de la misma manera. Como decía aquel chiste de Gila: “me habéis matado a un hijo, pero … ¿y lo que me he reído?”. Solo que no es un chiste. Luego están los otros, los que disfrutan con el maltrato animal, ya sean galgos, cachorros, patos … que los hay. O como en Coria (Cáceres), donde se congregan cientos de personas para correr al toro, y luego matarle de un disparo – a finales del s. XX, todavía la gente le tiraba dardos. O como los correbous, donde se prende fuego a las astas de los toros para generarles una ansiedad que llega a matarlos.
Los pases de los toreros, o las fintas en los deportes con balón, son engaños que requieren habilidad e inteligencia, incluso carácter. Hay una voluntad estética. Pero son momentos puntuales dentro de un contexto. En baloncesto sirve para que la pelota recorra más terreno, hasta que sobrepase el aro contrario. Y en nuestra tauromaquia – que no la portuguesa – sirve para prolongar la agonía y sofocar más a un toro hasta que llegue el momento de acabar con su tortura y darle digna muerte a estoque. Porque de eso se trata la fiesta nacional, de torturar a un toro hasta el límite, antes de matarlo, ante un público ansioso por ver el lance final, un duelo desigual que termina en muerte.
Publicado el 15 de junio de 2020 en la sección de este medio: Firmas/Pares y Nones