Hoy me despido de ti. Sé que hemos pasado tanto tiempo juntos que se va a hacer duro no volver a vernos, pero es lo que prometí cuando me regalaste la última bofetada emocional y puse fecha de caducidad para este día. Aquella mañana, no lloré, tan solo cerré los ojos y encogí las piernas, asustado igual que un perro que busca el perdón de su amo. No entendí qué había de malo en mí, buscando la respuesta correcta para las acusaciones que gritabas desde el fondo del pasillo.
Tus reproches fueron losas que aún ponen techo a este cobarde que llevo dentro, y que continúa llorando al saber que fui tu mayor error; sin embargo, te sigo queriendo en secreto, sin decirte a la cara que este niño nunca te mirará con odio, pero sí con tristeza. Todavía espero un abrazo, ese abrazo que nunca llegó y que pululaba entre tu ira y la vergüenza de tener una descendencia no apta para tu generación.
A veces, las lágrimas quieren brotar, hacerse visibles, demostrarte que mi sangre no es menos roja que la tuya. A todo eso, desistí hace años; eran ridiculeces, pero sigo metido dentro del cascarón que me ha protegido desde que me acorralaban los insultos a la salida del instituto. Los recuerdo con miedo: se hacía el vacío y nadie salía a defenderme; un dedo me señalaba y muchas caras conocidas rehuían el enfrentamiento contra el cabecilla del aquelarre al “marica”. Entonces, corría para refugiarme en mi habitación, un lugar seguro, en el que el hombre que vivía en mi capa exterior soñaba con besar a su mejor amigo, todo en secreto, no fuera que el desviado les contagiase la enfermedad del “amor libre”.
Debajo de esta costra de heridas mal curadas, sigue latiendo un corazón debilitado por tantas batallas diarias, sonrisas y poses que no muestran el dolor que he sufrido y que pienso que jamás dejarán de supurar el líquido viscoso de una sociedad que se recubre de comprensión, cuando realmente seguimos señalados con dianas que van ocultas en las miradas, y que no se expresan por cumplir con el nuevo halo de «todos somos iguales».
En mi círculo, estoy confortable: nuestros guetos se han levantado con esfuerzo y la visibilidad del colectivo LGTBIQ+ es una realidad, aunque las cloacas siguen con el mismo olor putrefacto de siempre. Y, aunque parezca lo contrario, yo no me siento realizado, porque todavía sigo anclado en aquel pasillo de mi adolescencia, esperando que mi padre se acerque a mí y me abrace, que extienda sus brazos y me devuelva la sensación de que ese bebé primogénito, que nació para llenar su hogar de ilusiones, fue el mejor regalo que le entregó su matrimonio. Ansío, con ternura y pasión, sus besos y aquellos juegos en el parque que se interrumpieron cuando su hijo “Mario”, un servidor, giró hacia un camino que para él era el equivocado. «¡No, por Dios, un maricón no, antes la muerte!».
Es raro, pero después de tantas banderas y símbolos ondeados al viento, lo cambiaría todo porque ese “capullo”, que yace desde hace tres años en su lápida, me dijera «te quiero, hijo».
Como te decía al principio, he venido a despedirme de ti, a dejar estas rosas y a empezar a andar sin el lastre que destroza el alma. Simplemente a pasar página y a respirar sin el peso de la culpa de haber volado libre estos últimos años. Espero que esta tierra, húmeda y sabia, consiga que esa cabeza tuya reconozca que amar es lo más bello de este planeta, pues nada se le puede comparar.
¡Adiós, papá! Se despide de ti la persona que más te ha querido en este mundo.
Julián García Gallego —Sin palabras mudas—