Ramón Castro Pérez.- Cuando a Ernesto le explotó la cabeza, eran tres las personas que estaban a su lado. Cerraron los ojos tarde, tan sólo una décima de segundo, lo que provocaría que se vieran salpicados por cientos de miles de neuronas ensangrentadas.
Ernesto era bueno. Y de bueno, tonto. Y de tonto, tan estúpido como para ser incapaz de resolver el más simple de los acertijos. Fue el trío que lo acompañaba, el culpable de la desgracia. Sabedores de las limitaciones de quien, ahora, yacía en el suelo decapitado por una terrible sucesión de secuencias tan lógicas como irrelevantes, no dudaron en plantearle un dilema inalcanzable para sus posibilidades. Y la cabeza le explotó, literalmente.
A Sandro, el más malvado de los tres, le entró por el ojo izquierdo un conglomerado de neuronas de Ernesto. La mayoría inertes, pero, entre tanta viscosidad, sobrevivía una que aún guardaba carga eléctrica y, nada más colocarse en el nervio óptico, salió disparada hacia el córtex con tal ira y enojo que Sandro fue el siguiente en caer desplomado al suelo.
Susana y Elías, que también tenían mal fondo y, además, eran inteligentes, comprendieron que allí estaba sucediendo algún episodio vírico, mágico o, sencillamente, justiciero. Por esa razón, sin tiempo para limpiarse la cara de restos neuronales, salieron corriendo, como alma que lleva el diablo. Y no pararon de hacerlo hasta que se sintieron seguros, a unos dos kilómetros de distancia.
Por el camino, fueron gritando y haciendo aspavientos con las manos. Susana pretendió, en algún momento, parar y sumergirse en la fuente del parque infantil, que en aquellos instantes iban atravesando, pero el astuto de Elías supuso que, dados los acontecimientos, la mezcla de vísceras podría volverse ácida o corrosiva al entrar en contacto con el agua, así que tiró fuertemente del brazo de Susana y ambos, por fin, alcanzaron el borde exterior de la ciudad. Allí estarían a salvo.
Tras descansar unos instantes, el pánico dio paso a la satisfacción por el mal causado, tanto a Ernesto como a Sandro. Para ellos, existían pocas cosas tan excitantes como poder destruir a un semejante con sólo desearlo. Fue entonces cuando se miraron y supieron que ambos pensaban lo mismo. Que, ahora, ya deseaban lo mismo. Susana introdujo sus dedos en las órbitas de Elías y apretó todo lo fuerte que pudo, introduciendo restos del cerebro de Ernesto, que aún portaba tras de sus uñas. A su vez, Elías agarró, ya a oscuras, a Susana del cabello, llevando su cabeza hasta el suelo, donde la escuchó partirse en dos. Finalmente, yacieron uno encima del otro, infestados por la ira de Ernesto, que, de tonto, parecía bueno, pero que, de bueno, tampoco tenía un pelo.