El periodista, escritor y exalcalde socialista de Puertollano, Manuel Juliá, ha regalado este viernes un pregón soberbio y memorable al pueblo de Puertollano en el auditorio municipal Pedro Almodóvar, acompañado del arte de los alumnos del Conservatorio Profesional de Danza José Granero y de la jota manchega de la agrupación folclórica Virgen de Gracia.
Juliá ha tocado la fibra sensible del público con un texto de gran vuelo literario que recupera entrañables recuerdos personales, pero también el imaginario colectivo de la ciudad.
La entrada de pregonero y autoridades, entre las que se encontraban el presidente de la Diputación de Ciudad Real, Miguel Ángel Valverde; el diputado nacional popular Enrique Belda o el diputado regional de Vox Luis Blázquez, ha sido precedida por una fanfarria, y a la salida se ha regalado algodón de azúcar entre los asistentes. También acudieron la directora general de Autónomos, Trabajo y Economía Social, Ana Carmona; los delegados provinciales de sanidad y desarrollo sostenible, Francisco José García y Casto Sánchez; el alcalde de Almodóvar del Campo, José Lozano; el director de Repsol, Arsenio Salvador; o el director de Deimos, Pablo Morillo, así como una amplia representación de colectivos y de Fuerzas de Seguridad del Estado.
Han destacado también los discursos del conductor del acto, Eduardo Egido, que ha expuesto una gran semblanza del pregonero, y del alcalde Miguel Ángel Ruiz, que ha felicitado las fiestas a todos los puertollaneros entre recuerdos a las ferias de la niñez y el amor a Puertollano. Ruiz subrayó que es la primera vez en la historia de las ferias de Puertollano que un alcalde es pregonero.
Otra de las novedades ha sido el traslado a la feria de las autoridades tras el acto. En esta ocasión lo han hecho a pie, acompañados por los alegres pasacalles de la Banda AMC.
Reproducimos en su integridad el pregón de Manuel Juliá:
PUERTOLLANO: ESCENAS DE UNA MEMORIA
Manuel Juliá
LA NIEBLA
Entre la niebla de cualquier Navidad en el paseo de San Gregorio un grupo de muchachos avanza entre los árboles. Forman una orquesta de disfraces que canta y ríe por la noche. Con sus piernas esqueléticas y sus rostros llenos de primeras espinillas trasiegan por las casetas que el Ayuntamiento ha puesto entre la fuente agria y el monumento a las viudas. El monumento a las viudas tiene dos enormes bloques de mármol triangulares, invertidos. En el centro una cruz y una mujer triste con un niño en su regazo. Al lado está la plaza de toros con sus tiendas fuera del coso y su enorme pantalla blanca para el cine en el verano.
La panda viene del Ayuntamiento, de ver un belén hecho con musgo y casitas de corcho, con figuras de barro que muestran toda la historia del Cristo Redentor. Dos altavoces que emiten cerca del belén repiten una y otra vez los mismos villancicos. Esa música llena al grupo de tragaldabas espinilleros de un gozo indescriptible: dulces, vacaciones, calle, gamberradas, risas…
Luces ámbar y azules embellecen la niebla, como si un bosque de espejos y visillos la habitara.
En la Fuente Agria los tragaldabas se refrescan el gaznate. Sienten el burbujear del agua ferruginosa pura, entonces no contaminada con manantiales de agua dulce.
Carrascas y panderetas, zambombas y botellas de anís abordadas por cucharas se oyen entre los árboles lejanos.
Siente el que escribe, que en esa edad ya emborrona cuartillas, que la vida es un viaje hacia no se sabe qué luces y hacia no se sabe qué tinieblas, y que lo más de emocionante de existir es que nada es como fue y nada es como será…y que en ese pleno momento hay que gozar y vivir sin despreciar un hálito de oxígeno.
El frescor del agua hirviente, la mal llamada agua agria me despierta del pequeño monólogo y mi mente vuelve al grupo, que está presto a comenzar la mercantilista tarea de pedir el aguinaldo.
Pero antes, el que escribe, ve a Antonia, una simpática moza que ha convertido sus idas y venidas a la fuente en un empleo. Es la primera autónoma que conozco, aunque, por supuesto, Hacienda nada sabe de su existencia.
Antonia, treintañera de mofletes rojizos y sonrisa pícara, lleva un carrito de hierro con seis estuches en los que mete las botellas de agua agria. Luego las transporta a las casas de la cooperativa de Santa Bárbara, de la calle Norte y Gran Capitán y la calle Bailen, y cobra su sueldo mensual por la tarea. En las casas que surte Antonia, como la mía, que está en la calle Rodríguez Ulloa, jamás falta el agua agria. Las botellas están recubiertas por dentro con un hollín amarillo producido por el hierro del agua, y aunque hay quien dice que así se pondrá el estómago, yo no me lo creo, porque veo a casi toda la gente beber y nadie hace eructos ámbar y encima leíamos por ahí que era buena para el reuma.
Escribí en mi libro «Que nadie diga que no luchaste contra molinos de viento», que soy consumidor de Vichí Catalán porque es lo más parecido al agua ferruginosa de entonces. Julián Camacho, irreductible y hábil comunicador, me lo recordó en una entrevista. Yo creo que el agua agria se me metió en la carne y de allí pasó al alma, en ella creó un estado de ser que ya llevaré para siempre por la vida, que puede ser más larga, pues el doctor Limón ya hizo un estudio en el que demostró que las gentes que bebían agua agria eran más longevos.
Y como la llevo en el alma, cuando bebo no solo me quita las sed del cuerpo, sino también la nostalgia y las angustias metafísicas.
Menudo eslogan si alguien lo hubiera comercializado. Imaginad en la etiqueta de la botella: «Agua agria de Puertollano, también quita la sed del alma».
En fin, es una pena que diversas obras posteriores la mezclaran con manantiales de agua dulce.
Si en algo se puede decir que cualquier tiempo pasado fue mejor, es en esto.
Los zangolotinos dejan a Antonia, que se pierde hacia el sur por la niebla pasando la Casa de Baños, y van a las casetas.
Ella parece un personaje de Charlot perdiéndose entre la niebla con su carrito de dos ruedas y su falda ancha.
Los zangolotinos llegan a las casetas navideñas y se gastan todo el dinero que tienen en petardos y bombas fétidas. El que les habla, que ya desde joven tenía cara de ser un tipo responsable, se imagina por donde van a ir las guerras y solicita clemencia, pero no es escuchado.
En el trasiego del aguinaldo la gente abre las puertas de sus casas a los zangolotinos y les ofrece dulces, sonrisas y algo de dinero…Pero quien los recibe áspero, tacaño, con desplantes o merodeos, observa en su portal un racimo de petardos encendidos y una bomba fétida antes de que los aguinalderos echen a correr.
Teniendo en cuenta las estrecheces de las casas, y como retumban las baldosas, las fallas de Valencia se trasladan por un rato a Puertollano, y también el perfume de cualquier depuradora. Entonces los ariscos tacaños y sus congéneres pegan gritos, dicen ¡uy! dando pequeños saltitos antes de que el insulto, cabroncetes, vaya subiendo de tono.
La bolsa del aguinaldo suele ser jugosa y la cara de los padres, al llegar a casa, bastante displicente, pues el municipal, ante las consecutivas denuncias, ha dado cuenta del hecho.
Pero nada emborrona la felicidad de los zangolotinos.
A la mañana siguiente volverán a la tarea, pero esta vez sin petardos y bombas fétidas. Se ha corrido la voz y cualquiera no da a esos nenes al menos un polvorón y un traguito de anís.
CALLE DE SAN GREGORIO
En la casa en la que nací y viví mis primeros ocho años había una chumbera. Desde que me fui de allí no he vuelto a ver otra. Incluso creo que jamás he vuelto a saborear su fruto dulce y delicado. La verdad es que el higo chumbo y yo éramos amigos íntimos. Siempre estábamos juntos y por supuesto procuraba no mostrarle mi cariño con abrazos, ya que hay amores no que matan, en este caso, que pinchan…Y como siempre he tenido un punto de raro, a pesar de las espinas de la chumbera, la concebí como el amigo íntimo imaginario. Era de natural tímido y me costaba enganchar con los otros niños, así que iba creciendo feliz hablando con la chumbera.
Y también había un gorrino al que engordaban. Todo el mundo lo trataba como un marqués. Debe ser personaje principal, me decía yo en mi impericia de la vida. Que si ha comido, que si no ha comido, que a ver si va a pillar algo. «Jopé, cuánto lo quieren», me decía. Así que cogí mucho cariño al gorrino y lo convertí en mi segundo amigo íntimo. Este por supuesto no imaginario. Hablaba mucho con él y me gustaba echarle de comer. Todos me avisaban cuando había restos de comida, y yo la seleccionaba, para darme cuenta de qué le gustaba más y abundar en ello. Descubrí que le volvían loco los melocotones. Así que lo atiborraba de cáscaras y huesos jugosos de melocotón. Hasta que el pobre amigo llegó a tal estreñimiento que solo hacía lamentos y gruñidos. Llegó el veterinario y descubrió el pastel. Me quietaron el puesto de alimentador gorrino.
Sin embargo, esto me hizo quererlo más. Y hablaba con él incluso más que con la chumbera. Mi amigo imaginario, y mi amigo real.
Vivíamos en la calle San Gregorio 39 en una casa de alquiler. Era propiedad de dos familias, hermanas las madres. Un patio común con una higuera y el corral eran comunes. Las familias tenían cuatro hijas y un hijo. Yo era el único niño allí, así que me consintieron, quisieron y malcriaron mucho. Mi hermano Eduardo nació cuando yo tenía seis años, así que imaginad que hasta ese momento era un hijo único con siete madres y dos padres. Hasta que llegó mi hermano y atrajo la atención, yo era el rey del Mambo. Por eso he salido tan sentimental, caprichoso y llorón. Yo no tuve la culpa. Toñi, Luisi, Miguel…han pasado décadas y os sigo queriendo mucho. Sois un ejemplo de que el amor de verdad puede con todo.
O sea, que en pueblo tan duro como Puertollano en aquellos tiempos, yo era un niño muy feliz.
Hasta que un día me levanté fui al corral y no estaba la chumbera. La habían arrancado, porque al final el que más y el que menos terminaba pinchándose. Ese fue mi primer funeral. Y mi primer dolor.
Pero me quedaba el cerdo, y con él pagué mis cuitas funerarias.
Otro día de nubes espesas y cielo oscuro vi que había mucho revuelo en la casa y que todos miraban a Soriano, que era el nombre que le puse al gorrino, y no sé por qué. Al pobre le rodeaba un trajín enorme. Así que me quité de en medio. Hasta que oí sus gritos y el alma se me partía. Jamás he vuelto a escuchar en mi vida llantos tan lamentosos y rechinantes. Mi madre me dijo que no saliera y que todo acabaría pronto.
A Soriano lo vi colgado de un gancho, con la desnudez de la muerte, y un vapor de harina se me pegó al pecho. No podía respirar. Aquel dolor desconocido me acompaño varios días. Y me alejé del jolgorio, los refrescos, las migas, las gachas, los chorizos…como una viuda de la vida. Pensé que tendría el mismo rostro de dolor que la señora del monumento a la viuda. Alguna vez, recordándolo, me he vuelto hacia el creador y le he pedido que la vida sea menos cruel que los sueños.
La calle san Gregorio va del cerro de Santa Ana al paseo. Entonces solo había casas bajas y no estaba asfaltada. Como casi todo el pueblo, salvo el centro. Había una reguera que iba en medio alejando las aguas fétidas que la gente echaba. Sabed jóvenes que no siempre se ha cagado y meado con tanto gusto como lo hacéis ahora (permitidme que no diga ningún eufemismo, son palabras que están en el diccionario). Antes, a muchos, cuando lo hacíamos se nos helaba el culo, cuando no otra parte más delicada. La red de saneamiento de aguas residuales no lleva siglos.
Pues en aquella calle es en donde jugábamos y ahí dónde encontré a mi tercer amigo íntimo. Era un vecino, pizpireto y juguetón como yo, de mí misma edad. Enseguida surgió entre nosotros una irreductible hermandad y un querernos sobre todo, y un siempre querer estar juntos. Como los dos somos de un fantasía indomable pues con poco nos montábamos cualquier película. Cuando os diga quien es ese amigo íntimo lo vais a entender, pues es nada menos que Manuel Valero, quien para la historia va a dejar una obra galsodiana que tiene el objetivo novelar la historia de este pueblo. Shakespeare lo hizo con los reyes ingleses, desde Ricardo I hasta Enrique VIII. Galdós con nuestro revuelto siglo XIX y principios del XX, y Manuel Valero con nuestros tránsitos mineros e industriales, con el devenir de nuestro pueblo pasado por el redil de la literatura.
Pues eso, que él y yo tuvimos una infancia muy entregada. Él era Urbano y yo Manolín. Ahora entendéis lo de fantasía irreductible, como por ejemplo la de montarnos en dos sillas y trotar y galopar en ellas con relinchos incluidos, recorriendo un invisible mundo lleno de batallas, princesas y hazañas. No parábamos el galope hasta que la silla caía exhausta, pidiendo árnica. Después la vida nos dio otras oportunidades, de las que escribiré, y en un momento cada uno de nosotros siguió su camino, como es ley de vida, pero con los años lo que está más lejos va estando cada vez más cerca, y la memoria bulle como una fuente de luz que riega las neuronas.
Son muchísimos los recuerdos y necesitaría diez pregones para poder acercarme al profundo fuego de memoria que hierve en el volcán de mi pecho. No es una idea, querido alcalde, solo una exageración producto de este gran momento que me has dado y que tanto te agradezco.
Como dice Matteo Ricci, la memoria es un palacio con numerosas habitaciones. La mayoría están cerradas y contienen lo que hemos olvidado. Bécquer y Cernuda dicen que ahí es donde habita el olvido. Pero a veces olores, sabores, palabras o pensamientos inesperados son las llaves con las que podemos abrir esas habitaciones. Entonces descubrimos un mundo nuestro que nos estaba esperando. No lo olvidemos: somos memoria y olvido.
EL PASEO
Con los años he comprobado que somos lo que nos queda dentro. Caballero Bonald dice que somos el tiempo que nos queda, pero eso es un futuro en el que nada está forjado. Sin embargo, lo que resiste adentro se convierte en nuestros cimientos y nuestras columnas personales. En ellas soportamos nuestra personalidad y sobre ellas ponemos nuestra vida.
En la memoria están los yacimientos profundos de nuestro suelo mental. Recordar una determinada imagen no es solo echar de menos un determinado instante, es algo más, es recrearla, volver a ser en ella, entendernos mejor.
El recuerdo de mis años de Puertollano se convierte en una sustancia que puedo oler y tocar, o sentir el aire que viaja por los árboles de la cueva luminosa de la memoria, las chimeneas del pasado echando el humo que alimenta la niebla.
Además, con el tiempo, os aseguro a los más jóvenes que volveréis a dar luz a lo que ahora os roza el alma y ni siquiera podéis apreciarlo.
Abro los ojos en la memoria y comienza dentro de mí una película profunda llena espacios, personajes y hechos.
Me siento en un banco del paseo y veo al guardia de la porra dirigir el tráfico. Está sobre un pedestal y agita las manos, detiene a los que bajan por la avenida, aprueba el movimiento de los que llegan por la calle de la Tercia. Por el casco ovalado y blanco parece un «bobby» inglés o un militar colonialista. Sus gestos son elegantes y en Navidad había gente que le ponía dulces y licores en la base de su pedestal. El «bobby» de Puertollano pertenece a una estirpe olvidada. Tiene un fino bigote y es delgado. Representa el valor de lo humano frente al poder mecánico de los semáforos.
Mi madre habla con una amiga y sobre mis piernas hay un jersey que me ha comprado en Simago, los grandes almacenes en los que había de todo.
El tiempo avanza en el tren de la memoria y salgo de mi trabajo en Construcciones Martín, Leiva y Villuendas. Tenemos obra en la fábrica. Comencé de pinche y luego llegué listero. Hice por CEAC un curso de topógrafo, pero al final llegó la crisis de la construcción (siempre hay una crisis de la construcción detrás de la esquina). Qué distinta habría sido mi vida sin ese dictado del destino. No estaría ahora aquí, por supuesto.
Es sábado y estoy como loco por comerme un pincho de morcilla en la Sindical y unas gambas con gabardina en El Espartero. Además de unos vinos con sifón.
Miro a la pantalla del ordenador ya con la memoria de desatada.
Nunca más, me digo, volverás a comer unas patatas fritas como las que vendían en el paseo. No sabían a plástico.
Nunca más volverás a dar aquel primer beso debajo de los plátanos en una noche muy oscura de invierno. Una noche lluviosa, los labios se mezclan con el vapor del viento.
Los impulsos mentales me llegan a la memoria como llaves que abren habitaciones inmensas.
Si me doy la vuelta en el banco veo los estudios de Radio Popular. Con la fuerza de mis ojos poéticos traspasó sus paredes y observo a los llamados Los tres manolos en el pueblo. Manuel Muñoz, de Argamasilla de Calatrava, jefe de prensa del Ayuntamiento, poeta exuberante, hombre que pone siempre todo en todo. Manuel Valero y el que les habla, ambos en el Área de Juventud, que estuvo en la calle Torrecilla.
Los tres manolos están en el empeño de recaudar fondos para erigir un monumento al minero. De lunes a viernes participan en un programa, con el llamado Tío de la Pipa, Eduardo de la Orden, comentarista deportivo y hombre de vasta cultura.
Santos Alonso, el Gabilondo de Puertollano y Juanma Romero, periodista de raza, están a los mandos y la gente llama y dan dinero y hablamos de las minas.
El programa nocturno siempre empieza con la canción El abuelo, de Víctor Manuel. Recuérdenla.
«Sentado en el quicio de puerta.
El pitillo apagado entre los labios
Con la boina calada y en la mano
Una vara nerviosa de avellano
Que recuerda su frente limpia y clara
Quizá la primavera desojada
El olor de la pólvora mojada
O el sabor del carbón mientras picaba
El abuelo fue picador, allá en la mina
Y arrancando negro carbón quemó su vida
Se ha sentado el abuelo en la escalera
A esperar el tibio sol de madrugada
La mirada clavada en la montaña
Es su amiga más fiel nunca le engaña
Temblorosa la mano va al bolsillo
Rebuscando el tabaco y su librito
Y al final como siempre murmurando
Que María le esconde su tabaco
El abuelo fue picador, allá en la mina
Y arrancando negro carbón quemó su vida»
Así una noche tras otra hasta que se consiguen miles de donativos con los que pagar la escultura de Pepe Noja. A mí no me gusta mucho y en el pueblo su forma generó mucha disputa. Algunos, exigentes, pusieron en solfa que tuviera barba. Tenían razón. Los mineros no podían llevar barba por el polvo de las minas. Por ello conseguimos que el escultor se la rasurara.
Una noche vino al programa el mismísimo Víctor Manuel y tuvimos con él una animada tertulia. Participaron muchísimos ciudadanos. Siempre llamaban mineros muy agradecidos porque rescatáramos ese noble pasado de la ciudad, y el día de Víctor Manuel hubo cola.
Esa es la mayor hazaña de Los tres manolos.
Y cada noche, en la discoteca La Cueva, que estaba debajo de la radio, en el edificio Taurus, brindábamos por los mineros y el éxito de la recaudación. Los tres éramos amantes de la vida noctámbula, porque en el día también existe la noche, propicia para confidencias e historias de la vida. Y a los tres nos gustaba mucho la vida.
Labora y vive, era nuestro lema.
Manuel Muñoz ya no está, este año cruzó el puente de niebla quizá para vivir su muerte, donde habita el recuerdo.
Y desde ese banco elevó los ojos, con una bolsa de patatas en las manos y veo el laberíntico edificio Tauro, pero la fuerza de mi memoria derrota el hormigón y cruza los años como un supersónico sentimiento que derrota la materia y la realidad.
Aún está la plaza de toros y es un verano caluroso. Estoy con mi primo Frasquito, de Benamejí, el pueblo de mi madre, viendo Tarzan de los monos, Tarsan dice mi primo, como mi madre, que después de tantos años en Puertollano siempre mantuvo su acento cordobés.
Comemos pipas, como casi todos, y el frescor de la noche de agosto me reseca el sudor del día. Estoy tan metido en la película que me siento, desde la mente infantil, el mismísimo Tarzán y me da gana de gritar cuando él grita entre los árboles. Realizo un débil intento que enseguida me primo lo detiene tapándome los labios. «No des la nota niño», me dice antes de darme un coscorrón.
Desde este banco de hierro del paseo giro y veo el gran teatro, que como la posada de la tercia y la plaza de toros ya no está.
Desde este banco del paseo Miro al fondo y veo en la explanada de la ermita Virgen de Gracia la caseta en la que se celebra la primera Movida Popera. Y veo a Julián Gómez en mi despacho proponiéndome, para una feria anémica de presupuesto, que nos apuntemos a la vanguardia. Solo hay un millón de pesetas de presupuesto y ha dimitido el concejal de festejos y el alcalde, Ramón Fernández Espinosa, me la encarga. Pues a por ella vamos Julián, le digo, y llenamos el pueblo de decibelios, y comenzó a llenarse el paseo de gentes extrañas, los punkis.
Llegaron las tribus más raras y variopintas de la patria. De pronto comenzaron a verse en el paseo gente con pintas estrambóticas, que superaban al figureo melenil y de vestimenta de los Beatles, incluso de los Rolling. Chavales con melenas desordenadas, puntiagudas, largas en exceso, y sobre todo con los colores más atrevidos. Cabelleras blancas, amarillas, rojas. Algunos incluso llevaban el cabello como los indios navajos, o sea, como si un a un cepillo de barrer le quitas el mango y te lo pones en la cabeza. La gente alucinaba. Era el año 82.
Pero aquello luego se convirtió en algo importante. La idea de Julián Gómez fructificó nada menos que en un éxito nacional. Julián, con la ayuda de Marcelo Expóstio, Eduardo Mugas y también del periodista puertollanense, Alfonso Castro, que entonces era corresponsal de El País, pudo aprovechar la primera gira global del sello musical independiente DRO (Discos Radioactivos Organizados) y Lolypop para contratar por 50.000 pesetas de la época a cada uno de estos grupos: Aviador Dro, Alphaville y Glutamato Yeyé. Vinieron los que serían más importantes grupos españoles, como Siniestro Total, con el gran Germán Coppini, cantante después de Golpes Bajos y crooner de los que han marcado época y desgraciadamente fallecido, que llevaba una chupa negra repleta de tachuelas coronada por una gran iguana (de plástico) en su hombro.
Su imagen en el escenario y la potencia de las letras y música de este grupo en canciones como “el cobrador loco”, “las tetas de mi novia”, “los esqueletos no tienen pilila” o “Ayatolah no me toques la pirola” impactaron indudablemente en el público de Puertollano, que asistía atónitos a un espectáculo inédito por esas fechas.
Pero lo más inesperado y peligroso llegaría al final de la tarde noche cuando el cantante del grupo TNT comentó que el público se había portado muy bien, ya que no habían lanzado ningún tipo de objeto al escenario. Esa frase fue el detonante para que de inmediato, botellas de Coca Cola o de cerveza de cristal y hasta sillas y mesas empezaron a caer sobre el escenario provocando la desbandada del grupo. Pero al cabo, la Movida Popera tuvo renombre en toda España y dio a conocer a Puertollano.
El día 9 de mayo del 1982 Alfonso Castro publicaba una reseña en El País donde anunciaba el inicio de “una gran movida pop-rockera en Puertollano que va a reunir a un total de nueve grupos… a las últimas tendencias vanguardistas y que supone el primer gran despliegue a nivel nacional que realizan todos ellos”.
Esta breve reseña se convertiría después en el reconocimiento de la importancia del evento con dos páginas en el suplemento de El País en las que se daba todo lujo de detalles de la Movida Popera y de la ciudad que lo acogía.
Pienso, como decía Cicerón, que la vida de lo muerto está en la memoria de lo vivo. Por ello ahora, a través de mis palabras que rememoran un pueblo que ya no existe, os propongo la gran conjura de pensar todos en esos monumentos para que les quitemos la muerte de sus fachadas, y por un instante, vuelvan los festivales de España y las corridas de toros y sobre todo el cine, el cine de verano, uno de los mayores inventos del ayer, El Imperial, los cines Ortega, ese gran cine de verano en el que se alojan muchos de los mejores momentos de mi vida.
Sentado en mi banco imaginario veo cerca un quiosco de prensa. Entonces recuerdo el primer artículo que publiqué, hace siglos, en el diario Lanza. Trataba sobre los baches que tenía entonces la carretera de Puertollano a Ciudad Real. Decía que recorrer aquel camino era como hacerlo en diligencia, con un trote corporal persistente merced a los innúmeros socavones que tenía la senda. Hoy es una moderna autovía.
Me lo publicó Carlos María San Martín, el director de Lanza, periodista de raza. No lo firmé con mi nombre. Quizá pretendía, en un acto de pedantería juvenil, demostrar que era un tipo leído. Por eso usé el de un personaje de un cuento de Clarín, don Sinibaldo de Rentería. Qué absurda pretensión. Y con ese apodo escribí artículos que tenían carácter criticón y grotesco. Entonces estaba imbuido por Quevedo, quien hace de la exageración un arte lleno de humor.
Aquellos artículos me divirtieron y sé que otros también los gozaron. Un día me dijo San Martín que se partía de risa con ellos, sobre todo con uno sobre el Bingo del paseo, entonces muy popular, habitado por el fantasma de una mujer tan enganchada a los cartones, que al morir pidió a Dios seguir toda la eternidad jugando sus cartoncitos.
Cuando le tocaba ganar se oía en la sala una voz que decía, con todas sus fuerzas, ¡Bingo!, pero el que señalaba al acertante no encontraba adonde había que poner el premio. La fantasma del bingo se llamaba Tiburcia Carambola y le gustaba asustar a los jugadores. Para ella la lujuria consistía en ganar dos bingos seguidos.
También escribió don Sinibaldo la crónica de un partido de fútbol. El Argamasilla contra el Alamillo. Lo más notorio del lance lo protagonizó un linier con un peluquín que corría la banda y mientras se lo sujetaba. Un jugador se lo quitó en un despiste y lo lanzo al público. Entonces el peluquín dio la vuelta al estadio mientras la gente hacía la ola. Al regresar al coco del linier este se lo puso como si su cabello no hubiese andado de mano en mano.
Los artículos de don Sinibaldo pretendían criticar y divertir. Eso es algo que ahora apenas hago por mor de esa malsana costumbre que tengo de preguntarme demasiado por el sentido de la vida.
Pero echo de menos a aquel escritorzuelo capaz de reírse de todo, sobre todo de sí mismo. En fin, a veces pienso que debería recuperarlo visto que tomarse en serio la realidad es un ejercicio de dolor inútil. Y está claro que a este mundo no le viene mal resaltar su propia caricatura. La vida es tan absurda que demasiadas veces no merece la pena tomársela en serio.
Por ello pienso, como decía Marcel Proust, que lo que nos sirve de ayuda para preservar de riesgo nuestro futuro no es la alegría del presente, sino la prudente reflexión de lo pasado. Porque cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, y viven en lo que Cervantes llamaba la región del olvido, ahí esperan que nuestra memoria vaya a salvarlos para que puedan volver a vivir, como pequeñas gotas de vida en el edificio enorme del recuerdo.
Muchas gracias queridos paisanos por este honor que he tenido de compartir con vosotros mi re cuerdos, que en el fondo son los recuerdos de una generación que todavía tiene el motor en marcha.
Nostalgia, es esa la llave que nos abre las habitaciones donde duermen los recuerdos. Me ha gustado el pregón.
Parecía, estaba leyendo un libro, nada de emotividad, ni sentimiento,falto de expresividad, para mi gusto personal, de lo que es un sentimiento de las ferias pasadas.
Yo lo acabo de ver en Imas TV, me ha parecido muy bonito y nostálgico, recordando al guardia de la porra, simago etc. Enhorabuena, ha habido momentos de recuerdos en los que incluso me he emocionado, el paseo, el primer beso, el sabor de las patatas fritas ( ahora saben a plástico). Todo un acierto este señor.
Otro que estuvo y no hizo absolutamente nada por Puertollano….El pregón lo deben dar personas ejemplares, este tipo no lo es