Memoria de la represión franquista (1): Recuerdo y relato oficial del franquismo

La dictadura de Franco duró 40 años. Su muerte se produjo hace ahora unos 50 años. Si los que tenemos vivencias de los últimos años del franquismo (aun siendo niños) conservamos muchos recuerdos de aquel tiempo que nos dan un panorama bastante fidedigno de cómo era el país, no ha de extrañarnos, pues, que los cientos de miles de personas y familiares de represaliados tras la Guerra Civil, y aun los que no la sufrieron en primera persona, no hayan podido superar el trauma de aquel tiempo, ni con la llegada de la democracia, ni tampoco en pleno siglo XXI, a pesar del pesadísimo manto de silencio y miedo que se impuso en la sociedad española. 

La historia nos ofrece numerosos ejemplos de reconciliación entre adversarios en conflictos bélicos, muchos de ellos civiles, pocos años después de la finalización del conflicto: Ruanda, Bosnia, Indochina… Incluso Alemania e Italia tardaron en entrar en la CEE solo trece años después de su derrota en la II Guerra Mundial. España sigue siendo una excepción. A la muerte de Franco se restituyó el orden constitucional, sí, pero ni con Felipe González ni con Jose Mª Aznar hubo intención de revisar oficialmente todo cuanto afectó cuarenta años antes a los represaliados, en cuanto a las causas de su represión, procesos judiciales, daños a las familias, etc., dejando aparte a los que tuvieron que exiliarse. Felipe justificó su silencio tanto por no soliviantar a los adeptos al viejo régimen (militares o no) como por confundir la modernización con la voluntad de pasar página rápidamente con el pasado. De los siguientes, pues… poco cabía esperar del partido que fundaron algunos ministros del dictador, y de un sucesor cuya soberbia no parece tener límite.

Puede que el anuncio de la muerte de Franco, el 20-N-1975 se produjera -como se dice- al día siguiente del suceso, o no, por temor a la reacción popular. Lo que sí sé, y recuerdo, es cómo se apoderó el pánico en mucha gente mayor, creyendo que la muerte de Franco traería inminentemente una Guerra Civil. Hasta ese punto llegó el miedo y el culto a su persona. Franco era el garante definitivo de la Paz, sustentada en la Victoria sobre los demonios del comunismo y los enemigos de España. Y esa victoria se hizo eliminando de un modo u otro a todos sus adversarios. Primero, al enemigo en combate, y en la retaguardia: los rojos, la masonería, y sus familias. A continuación, a los políticos republicanos de derechas. Después vendrían los monárquicos, los falangistas incómodos, y en general cuantos les molestasen en su camino. El 1 de octubre, coincidiendo con el aniversario de su nombramiento como mando supremo de las fuerzas del alzamiento y jefe del estado, se declaró fiesta nacional. Ganar su favor (directo, o indirecto; siempre arbitrario) era un pasaporte claro para el ascenso. Así fue como, por ejemplo, se expropió el Pazo de Meirás a sus legítimos dueños para regalárselo a Franco como finca de recreo. O como los joyeros de toda España se asociaron para que pudieran sufragar solidariamente las joyas que a capricho se llevaba su esposa, doña Carmen Polo “de Franco”, cuando visitaba las joyerías por todo el país.

Hace poco, hablando de la guerra civil en Sudán del Sur, decía Isaías Lafuente que no se puede hablar de conflicto olvidado, sino de conflicto ignorado. En efecto, se olvida lo que la memoria no retiene, pero lo que nunca se ha conocido es imposible olvidar. Y esa fue la estrategia de Franco para perpetuar el modelo de nación que instauró tras la Guerra Civil: primero, no dejar rastro de sus adversarios; después, silenciar; finalmente, que las generaciones siguientes ignorasen lo sucedido -o sea, dar apariencia de normalidad a la barbarie, para hacer creer que nunca hubo una realidad distinta.

El recuerdo y el relato oficial sobre la Guerra Civil se mantuvieron bien frescos durante toda la dictadura, y aun después. Franco mantuvo el Estado de Guerra hasta 1948, tres años después del final de la II Guerra Mundial y nueve después de lograr sus últimos objetivos militares, lo que le permitía continuar la represión, con juicios sumarísimos incluidos. Durante toda la dictadura, lucían en las iglesias grandes lápidas con los nombres de los miembros del bando sublevado que dieron su vida por Dios y por España, encabezados por el nombre de José Antonio Primo de Rivera – presente. También fueron homenajeados ilustres personajes y otros lugareños con sus nombres en las calles de sus pueblos, que todavía permanecen en muchos lugares, incluyendo a nuestra provincia. En cambio, los otros, no merecieron jamás misericordia ni recuerdo. En las proximidades del Templo de Debod en Madrid hay un monumento que recuerda dónde se localizaba el Cuartel de la Montaña, donde estaban los sublevados que fracasaron en el golpe de estado del 18-J-1936. Pero no hay un monumento de igual calibre que recuerde los muertos civiles producidos por la aviación hitleriana. Por todas partes se vivieron horrores; pero los recuerdos del sitio del Alcázar, las quemas de las iglesias o los asesinatos de Paracuellos siempre estuvieron avivados. Bombardeos similares a los de Guernica en otras poblaciones, o del puerto y la ciudad de Alicante, los bombardeos de la Marina contra la población civil en Málaga, los asesinatos en masa en Badajoz (y en general los que hizo la columna procedente de África), etc. no eran muy conocidos hasta bien entrado este siglo. Y por muy comunes que fueran en todas partes del país, las pequeñas historias en las familias españolas que sufrieron la represión de la postguerra se silenciaron totalmente.

Se extendió la creencia de que la represión fue justa y que quienes la padecieron lo merecían. Retratarse como amante de la República era merecimiento más que suficiente. Purgados o exterminados, ya no quedarían rojos en España. Y nadie se atrevía a contradecirlo abiertamente, sin riesgo de ser objeto de represión. Desde los años 60, el desarrollo de la economía y de la universidad española hizo que allí se concentrase una parte importante de la juventud, que se manifestaba contra el régimen en las ciudades, visible e insistentemente. Claro, en el último periodo del Movimiento, formando parte de Europa occidental, y con aspiraciones a entrar en la CEE, ya no se podía reprimir con la misma atrocidad de los primeros años del franquismo; pero la persecución policial y las torturas en los calabozos eran sistemáticas. Y los castigos ejemplares seguían el mismo principio ya descrito: el castigo ejemplar y disuasorio, el silencio y la imposición de una verdad grande y libre. Las ejecuciones en 1963 de Julián Grimau, y en marzo de 1974 Salvador Puig Antich (ambos juzgados con nulas garantías judiciales y torturados antes de su ejecución) son muestra de ello.

Pero si la represión fue la herramienta ejecutiva, la alienación de la población fue el arma definitiva. Franco construyó un relato cuyo rastro está todavía instalado en buena parte en la médula de la sociedad. Pronto los sublevados se hicieron llamar el bando nacional, negando la condición de nacionales a sus adversarios; y así nació la Radio Nacional de España, emisora que aún conserva el nombre, y que durante todo el franquismo era la única emisora (junto a la TVE) que tenía potestad de transmitir noticiarios. La agencia EFE se llama así por la inicial de Falange. Antes de proyectar las películas en todos los cines de España, se proyectaba el noticiario NO-DO, que siempre comenzaba con un reportaje sobre “Su Excelencia, el Jefe del Estado, Generalísimo Francisco Franco”, y después presentaba un retrato de España tan idílico como irreal, donde (por supuesto) no se hacía la menor referencia a cualquier conflicto interno en el país. Todas las publicaciones impresas, canciones, obras de teatro o cine, etc. estaban estrechamente vigiladas por la censura. Eso sí, Franco tuvo la habilidad de usar todos estos medios y modular su discurso y el vocabulario oficial, para que su cambio de posición en la política internacional no le pasara ninguna factura en el interior del país: primero, durante los años 40, cambiando el alineamiento con el eje germano-italiano en favor de los aliados; después, ganándose el favor del amigo americano, que propició nuestra entrada en la ONU en 1953; y en los años 60, agradeciendo la llegada de turistas extranjeros, momento en que comenzó el cambio del paisaje costero y la especulación inmobiliaria. La inestimable complacencia de un Churchill, que prefería una dictadura en España antes que una restauración del orden constitucional, alivió los temores de un derrocamiento del régimen con ayuda internacional, y fue un aliciente para volver a endurecer la represión varios años más.

El adoctrinamiento comenzaba en la escuela (aquello sí era un adoctrinamiento, y no lo que los afines al franquismo nos pretenden hacer creer sobre lo que ocurre ahora): el canto del himno de la Falange (Cara al sol) antes de entrar a clase en los centros educativos públicos; el crucifijo y los retratos de Franco y José Antonio Primo de Rivera en las aulas; el recuerdo de las aportaciones de la ciencia española a la humanidad; un “borrón y cuenta nueva” sobre la historia de España que, en el mejor de los casos, omitía o tergiversaba la historia más reciente del s. XIX -con un Carlismo siempre presente-, el reinado de Alfonso XIII o la más reciente República, y que insistía parcial y reiteradamente en un pasado glorioso e imperial de conquistas en América, la expulsión del invasor francés, o los actos heroicos en las guerras de Marruecos; el castigo severo y físico, como siempre, tan ejemplar como disuasorio para los menos atrevidos; el peso aplastante de la doctrina y la moral católica en el sistema educativo; etc.

Y, por supuesto, llevar la represión a lo más profundo de las conciencias de todos los españoles, niños o mayores, a través de la acción de la Iglesia Católica. En la España de Franco había tres poderes: el militar, el civil y el eclesiástico. España era un país confesional, lo que significaba la participación de la Iglesia católica en la imposición del ideario franquista desde las más altas oficinas (con participación directa o interpuesta a través de miembros del Opus Dei en el Gobierno) hasta el último rincón de España. Todos los días, a las 12 del mediodía, RNE retransmitía el rezo del Ángelus. La catequesis formaba parte de la instrucción escolar, donde había que aprender de memoria todas las oraciones, las virtudes teologales, etc., a riesgo de ser castigado de rodillas hasta aprenderlo. La vida misma estaba regulada a partir de los sacramentos, el calendario festivo religioso o la visita semanal al confesionario. Entre los censores había una representación importante de la Iglesia. El mayor estímulo para la fe era el temor a una vida eterna en el infierno por cometer cualquier tipo de pecado. Especialmente severa con las mujeres (esposas y madres) por falta a la moral católica o en relación a las tentaciones que podían surgir de sus relaciones con los hombres. En vez de justicia social, limosnas y beneficencia. Y en caso de sufrir injusticias, rezar, tener fe y resignarse ante la voluntad de Dios.

Nada de esto dejó de suceder en vida del dictador. Como para no recordarlo…

Este retrato, en sí mismo, denota una realidad creada desde lo cierto, lo aparente y lo insinuado/no manifestado. Pero es un retrato incompleto, donde sobran falsedades y prejuicios, y donde falta el conocimiento de muchos otros sucesos y realidades que ocurrieron, y que afectó a medio país. Si las decisiones de Franco eran refrendadas por más del 90% del censo, ya en las primeras elecciones en democracia el respaldo que obtuvieron sus partidarios en las urnas (año y medio después de su muerte) dejó en evidencia que la realidad del país nada tenía que ver con aquel retrato. No basta con reconocer que fue una dictadura, si cuando se pretenden reparar sus consecuencias, la verdad y la justicia, se responde que las heridas de “la guerra del abuelo” (como decía Pablo Casado cuando era la “chispa” del PP) están cerradas, que no hay que reabrirlas, que es un tema que no interesa a la sociedad salvo para crispar, y que hubo dolor en ambos bandos. Es cierto que hubo dolor; lo que no hubo es el reconocimiento del dolor y la injusticia que sufrieron los perdedores. Y por más tiempo que pase, mientras que no se desentierren los recuerdos y las personas, y haya una reparación mínima, seguirá sin cerrarse este capítulo, para vergüenza de todos los españoles.

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