La cabra y la estaca

La rebelión de los gorrionesMediaba el siglo de la globalización bélica. La España de sables e incensarios chocaba los talones y alzaba la barbilla a la voz de ar, ajena a la incipiente orgía fósil-energética que se avecinaba, madrina del  nuevo orden sociedad. Las horcas avivaban la parva y Ramón Blanco, propietario de La Caudilla, en el condado de Tirania, hacía lo propio con sus gentes.

– Medrados estamos – gustaba de decir al comprobar las mieses rebosar en el carro. De una forma u otra, la hacienda y sus frutos convivían en un eterno pero. La cosecha menguaba año a año, ya podía haber sido la primavera generosa en lluvias y la tierra espléndida en brotes. Ése era el ecosistema adecuado en el que la plebe, en perfecto equilibrio con el entorno, evolucionaba día tras día hacia un esfuerzo mayor.

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Ramoncín ya había espigado y comenzaba a sentir curiosidad por los secretos ocultos bajo los refajos y las enaguas. Ramón Blanco creyó que había llegado el momento de sembrar en su púber vástago la simiente de la estirpe familiar, ligada al señorío de la hacienda La Caudilla.

– Hijo mío, ¿Ves allá aquella cabra atada a una estaca? Comerá cada día la hierba que alcance la largura de la cuerda, dejándola a ras de tierra. La cabra es el mejor jardinero, tan sólo has de mover la estaca de cuando en cuando y no saldrá de ella ningún mal gesto.

Ramoncín asintió con entusiasmo.

– Hijo mío, los cerdos sacarán provecho de cualquier desperdicio, como tú de ellos si los engordas. Las reses y los asnos son bestias fuertes y peligrosas si se revuelven, no debe faltarles un techo, agua y forraje. De esta forma, permanecerán siempre dóciles y obedientes.

El muchacho escuchaba con atención.

– Hijo mío, el perro es indispensable y el más fiel de todos los animales. A cambio de caricias y un puñado de huesos velará  la hacienda y cuidará tus intereses de cualquier extraño, incluso si le va la vida en ello.

El chico no perdió detalle de la explicación.

– Ramoncín ¿Qué has aprendido?

– Padre- dijo el joven-  los zagales deben quedar bien atados a una estaca. Sólo hay que preocuparse de la longitud de la cuerda y de mover la estaca de cuando en cuando. Los gañanes y labriegos son dóciles y obedientes si no les falta techo, agua y forraje. Los medianeros y capataces sacarán provecho de cualquier desperdicio y yo de ellos. Y por último, los guardeses defenderán la hacienda con fiereza a cambio de caricias y un puñado de huesos.

– Así es, hijo mío- asintió Ramón Blanco satisfecho- pronto estarás preparado para heredar la hacienda y hacer política en la capital.

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