Eso de que José Luis Ábalos no renuncie a su acta de diputado, no es más que el enésimo capítulo de una larga tradición de cómo, en este país, buena parte de las élites de los partidos políticos (todos, o casi todos) entienden el ejercicio del poder y la responsabilidad política, bien distinta de la responsabilidad penal.
El problema de mantener la integridad moral frente a las tentaciones de las prebendas que otorga el poder, sea en el escalafón que sea, es una cuestión totalmente personal que surge siempre al alcanzar alguna cuota de poder, sin distinción de cargos ni de ideologías. A mi modo de ver, en nuestro país, ese uso particular y despótico del poder tiene su origen en la dictadura de Franco y en la mella que inevitablemente dejó en el modo de pensar y en el comportamiento de las generaciones que crecieron durante ese tiempo, (y aún en las que siguieron hasta el día de hoy). Cuando el poder es absoluto, la impunidad ante la corrupción es también absoluta. El justificar corruptelas bajo la premisa de que cualquiera en ese puesto haría lo mismo, el ganarse el favor del poderoso (eso del “dile que vas de mi parte, para que te traten mejor”), el clientelismo, el mirar a otro lado cuando hay actos indecorosos, el no atreverse a denunciar, etc., son síntomas de esa manera indecente de ejercer o entender la relación con el poder hasta en las circunstancias más cotidianas. Estos vicios del poder se siguen manteniendo aún 49 años después de la muerte de Franco, porque muchos ciudadanos lo consideran como algo normal.
Terminaba el artículo Golpes de Estado de ayer y de hoy con esta afirmación: “En verdad, la Transición se cerró cuando el estamento militar quedó efectivamente subordinado al poder civil y dejó de ser una amenaza. Pero el resto de élites de este país no tuvo necesidad alguna de reconvertirse”. Conspiraciones aparte (que las hubo, y es más que obvio que las sigue habiendo), no hizo falta recurrir a la fuerza: parece hasta cierto punto lógico que, durante el tardofranquismo, en general, buena parte de las élites del país (sobre todo en las generaciones más jóvenes) deseara una voladura controlada del sistema para transformar el país, que a la vez mantuviera intactos sus privilegios. De ese modo, el control del cambio, para que nada cambiase, comenzó por la ley electoral. Primero, mediante el sistema de reparto del número de votos: la llamada Ley D´Hont que aplicamos en España no es el único sistema, ni el más justo. Segundo, estableciendo un porcentaje relativamente bajo de votos para acceder al reparto de escaños, pero lo suficientemente alto como para descartar las opciones de reparto a los partidos minoritarios -lo cual, para evitar la inutilidad de votar a dichas opciones, estimula la elección del “voto útil” en favor del bipartidismo. Tercero, asignando el número de escaños por provincia de forma desigual, interesada y desproporcionada. Un ejemplo muy próximo, es la Ley Orgánica que impulsó en 2014 el PP, con Mª Dolores de Cospedal, que redujo el número de escaños en el Parlamento autonómico de 49 a 33. Otro ejemplo es el número de votos por provincia necesarios para elegir senador. Por eso, a veces sucede que un partido (o un grupo de partidos que apoye un gobierno) puede ganar unas elecciones en votos, pero no en número de escaños. Consecuencia de ello es el nacimiento del bipartidismo y la incorporación a la élite política de nuevos miembros, provenientes de los principales partidos del arco parlamentario: el PSOE y el PP. No es de extrañar que muchos de los que provienen de la élite política terminen pasando por “puertas giratorias” a otras élites, o a los consejos de administración de las grandes empresas. La imperfección de la ley electoral y la falta de voluntad por parte de ambos partidos (que son los más favorecidos por la ley) para enmendar el sistema de asignación de escaños en los parlamentos, mantiene todavía esta situación que atenta contra la justicia y la igualdad de todos los españoles.
Las corruptelas y los abusos de poder suceden porque cuentan con un alto grado de complicidad en la población. Tras cuarenta años de franquismo, la mayoría de los ciudadanos de este país no tenía lo que se denomina cultura democrática. Después, durante todo el reinado de Juan Carlos I, con menor o mayor repercusión, se conocieron muchos episodios de corrupción en administraciones de todo tipo. Algunos de ellos, casos esporádicos; otros, auténticas tramas. Personalidades como Jordi Pujol o el propio rey Juan Carlos, tampoco escaparon a esta orgía de corruptelas. Algunos casos de corrupción, bien aireados por la prensa diaria, fueron determinantes en el final de Felipe González como presidente del Gobierno en 1996. La corrupción sistemática del PP, recogida en los “papeles de Bárcenas” desde que Aznar fue su presidente, le costó a Mariano Rajoy su salida, por una falta de apoyo manifiesta, tanto en la moción de censura por los grupos parlamentarios, como después por un buen número de sus votantes habituales. Delitos éstos que quedan sobreseídos por la Justicia cuando han prescrito. Lo cual tampoco nos debería extrañar: a juzgar por los resultados en las elecciones, para los ciudadanos, estos delitos prescriben mucho antes: basta con cuatro años apartados del poder, el tiempo de una legislatura. Y sin mecanismos de control disuasorios y efectivos, el estado de derecho no funciona como debería, no se puede terminar con los abusos; evidentemente, no basta con ir a votar cada cuatro años.
En el caso de la política, como mucho, la gente prefiere seguir el politiqueo (o sea, la agenda que marcan los partidos a través de los medios de comunicación) antes que la gestión. Pero es innegable que en este tiempo el nivel de intolerancia hacia los casos de corrupción ha ido en aumento, hasta llegar a la crisis que se produjo en 2008 por el estallido de la burbuja inmobiliaria, primero en EEUU, e inmediatamente después en España. Entonces, aprendimos que, además de las responsabilidades penales, está la responsabilidad política: si la burbuja inmobiliaria en España nació de la especulación inmobiliaria como efecto secundario de la Ley del Suelo de Álvarez Cascos, la falta de medidas correctoras durante el Gobierno de Zapatero le costó a éste su salida del Gobierno ¡Cómo renunciar a los ingresos que obtenía el Estado por este tipo de transacciones, que nos permitían estar en la “Champion’s League” de las economías europeas! Y de aquel hartazgo surgió el 11-M, el atrevimiento de la población a votar otras opciones (y con ello, el final del bipartidismo), la desintegración de Convergencia y Unió, y el inicio del problema catalán.
En todos los partidos siempre hay gente medrando alrededor de los personajes más influyentes para sacar alguna tajada. Algunos llegan a alcalde o alcaldesa; otros pican más arriba; luego, están los que simplemente hacen labores de zapa, pero obtienen de ello una jugosa recompensa. Gente como Tamayo y Sáez, que bien que se arrimaron a Zapatero para ser diputados en la Asamblea de la Comunidad de Madrid, para terminar por impedir el nombramiento de Rafael Simancas como presidente de la comunidad. Es lo que tiene estar en política buscando el beneficio propio. Por eso, al parecer, José Luis Ábalos entiende como una injusticia contra su persona que deba dejar su acta de diputado, a causa de que su ayudante Koldo García (incorporado a la administración como cargo de confianza, como asesor, y del que todo el mundo está ya al corriente de sus virtudes) haya actuado en su ministerio con una prepotencia impropia de su cargo, haya sido incorporado por Ábalos a los consejos de administración de alguna empresa pública, y se haya enriquecido por el cobro de comisiones en la compra de mascarillas durante la pandemia. Este caso está siendo investigado por la Justicia, pero Ábalos no entiende que, aunque no esté imputado, se le exija responsabilidad política por su culpa in vigilando. La casualidad ha querido que la noticia coincida con un caso similar en el que participaba el hermano de la presidenta de la Comunidad de Madrid. Podría ser que se descubrieran más casos delictivos en relación con la compra de mascarillas durante la pandemia, y se deduzcan otras responsabilidades políticas. Por eso, me parece bien que haya comisiones de investigación en el Congreso y en el Senado. Pero me temo que la mayoría del PP en el Senado ya tenga el veredicto contra el presidente Sánchez, ya que, de partida, hemos comprobado que ni siquiera le concede el derecho a la presunción de inocencia.
¡Vaya cuatro corruptos! Él bueno de Zapatero no debería estar con esa cuadrilla de cuatreros.
Me parece un artículo muy documentado. Desespera leer a gente que escribe en este y otros diarios de la ley electoral sin tener ni remota idea de lo que están diciendo.
Creo que el responsable último de la corrupción es el ciudadano que no castiga en las urnas a los corruptos ni a los malvados. Solo hay que mirar a la reina Isabel de Madrid , donde las miles de personas muertas solas en las residencias, le han supuesto ganancias en votos.
Resulta cuando menos sorprendente que un tipo que ha hecho de la política su profesión de tantos años no haya abandonado sus cargos, desde el minuto uno. O que no haya entendido que , al menos en los primeros momentos del escándalo, el silencio es su mejor defensa. Sorprende aún más esa huida hacia adelante que supone marchar al Grupo Mixto, ese «lugar» donde hace un frío helador. Acaso no sepa cómo funciona ese grupo inhóspito. El pertenece a uno de los dos partidos privilegiados que no han probado esos tragos de tormento. Ni habrá leído el revelador libro del añorado José Antonio Labordeta, Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados. Quedan muchos, muchísimos diputados vivos que le pueden contar en primera persona el vía crucis que le espera.
Ya lo dijo Bakunin…