Una tradición olvidada: las tarjetas de Navidad

Julián Plaza Sánchez. Etnólogo.– En un tiempo no tan lejano, lo más común para felicitarse la Navidad era el envío de postales navideñas. En España, al pensar en las tarjetas para felicitar la Navidad, tenemos que hablar de Juan Ferrandiz. Seguramente es la persona que más tarjetas ilustró durante el pasado siglo XX. Podemos decir que fue el que creó la iconografía de la Navidad de todos los que fuimos niños en la década centrales del siglo pasado. Sus imágenes navideñas permanecieron totalmente ligadas al tiempo en el que las familias escribían tarjetas para felicitar la Navidad.

Es conveniente recordar esta costumbre navideña que, en otros tiempos, adquiere vínculos emocionales y que han quedado grabados en la memoria de los que fueron protagonistas para el resto de sus vidas. Normalmente cuando llegan estas fiestas, se vuelve la vista atrás para recordar con intensidad y añoranza las navidades vividas en la niñez. Es atendiendo a este recuerdo cuando aparece la capacidad de revivir estampas pasadas. Por eso esta costumbre de felicitar la Navidad con tarjas, constituye un episodio imborrable en todos aquellos infantes de mediados del siglo pasado.

Cuando teníamos las tarjetas en nuestras manos, siempre había una pregunta recurrente ¿quién sería el que iniciara esa costumbre? Pues parece ser que fue Sir Henry Cole, director del museo victoria and Albert, el que en 1844 creó la primera tarjeta para felicitar la Navidad. Muy pronto se imprimirían en serie en toda Inglaterra. En estas primeras tarjetas se alternaban escenas religiosas con paisajes nevados, flores, hadas e imágenes de niños y animales. Durante todo el siglo XX la costumbre se fue generalizada en Europa y EE.UU. Escribir estas tarjetas se convirtió en la toma de contacto anual para conocer el devenir de los parientes. En España, ya en 1831 los operarios de diferentes oficios felicitaban las Pascuas, con la intención de obtener una gratificación, llamada aguinaldo. Lo hacían con imágenes en papel. Pero es a partir de mediados del siglo XIX, con los avances de la técnica cromolitográfica, cuando inundó de colores estas felicitaciones. En estas tarjetas el trabajador era el protagonista que, ataviado con su uniforme, desempeñaba las actividades propias del oficio. A principios del siglo XX, junto a estas tarjetas corporativas, las empresas también enviaban felicitaciones. No será hasta mediados del siglo cuando se normalice en las familias esta costumbre de escribir tarjetas a parientes y amigos. A finales de los años cincuenta, las postales navideñas comenzaran a llamarse Chistmas. Ahora viene a mi memoria ver al cartero que solía portar un morral de cuero grueso, colgado en bandolera y donde llevaba decenas de postales navideñas.

Las tarjetas solían mandarse dentro de un sobre con su sello correspondiente. Actualmente los sellos son los grandes desconocidos para la juventud. El texto de las tarjetas acostumbraba a escribirlo quien tenía mejor letra, después era firmado por toda la familia. El mensaje solía ser estándar: “Feliz Navidad y próspero año nuevo”, “Felices fiestas”, Felices Pascuas” y a veces se incluían mensajes personales sobre la situación familiar. La costumbre de escribir tarjetas en el ámbito doméstico, logró la implicación de toda la familia y se convirtió en un símbolo icónico que acompañaría durante décadas la celebración de estas fiestas. Esta costumbre será siempre recordada por las generaciones que fueron protagonistas de la misma.

Cuando la vida empieza a estar dominada por las nuevas tecnologías, la costumbre de escribir las tarjetas de felicitación empieza a perderse. Son ya muy pocas las personas que envían sus mejores deseos para estas fiestas por correo postal ordinario. Los carteros no tienen que repartir tanta correspondencia en estas fechas. Por eso me parece interesante contar una historia que se repetía en la España de mitad del siglo XX. Entonces los mayores solían vivir en casa de los hijos y la interacción entre abuelos y nietos era total.

La abuela no sabía leer ni escribir. Cuando era joven, su padre decía que las mujeres tan solo debían coser y ser menesterosas. María, su nieta, no entendía la forma de pensar de su bisabuelo. Cuando llegaba diciembre, en esas tardes soleadas en las que el frio estaba agazapado, iba con la abuela a una librería próxima a su casa. En esta librería, en un pequeño cajón de madera estaban las postales de Navidad, todas de Ferrándiz. Mientras la abuela charlaba animadamente con la dueña, María se entretenía en mirar cada una de aquellas tarjetas. Todas le gustaban, pero tenía que escoger las que necesitaba llevarse. Después de un tiempo de indecisión, cogía las que necesitaba y se acercaba a donde estaban las mujeres. Entonces su abuela sacaba de un pequeño monedero las monedas para pagar, después se volvían a casa. Al llegar a casa, se sentaban en la mesa redonda de la cocina. La abuela acercaba las sillas, se sentaban y era en ese momento cuando la abuela indicaba a María lo que quería poner. Al final de la escritura había que firmar y para eso María puso mucho empeño en enseñar a la abuela. Esta lo hacía sin mucha decisión, pero al final lo conseguía. Después cogía la tarjeta y la metía en un sobre. Lo cerraba pasando la lengua por el reverso. La misma operación para pegar el sello. Cuando María terminaba de escribir todas las tarjetas, la abuela la abrazaba y decía: “Que orgullosa estoy de que mi nieta pequeña sea tan espabilada”.

Esto es un pequeño homenaje no solamente a las tarjetas de Navidad, también a todas aquellas mujeres que de forma callada, pero con un nivel de lucha increíble, consiguieron conquistar todos los derechos que les corresponden como personas. Mujeres anónimas que han sido excelentes profesionales, buenas compañeras y buenísimas madres. Mujeres que, aunque muchas de ellas ya se han ido, dejaron todo lo que consiguieron para que las nuevas generaciones tengan una vida menos complicada.

Por otra parte, sería bueno recuperar la tradición felicitando con las tarjetas. Todavía hay personas que no están familiarizadas con la tecnología y que apreciarán recibir las tarjetas navideñas. Me contaba un amigo que seguía felicitando de forma tradicional, que un año envió una de las felicitaciones a unos viejos conocidos sin saber que se habían mudado de casa. La nueva inquilina era una anciana que acababa de enviudar y vivía sola y con mucha tristeza. Esta contestó a la tarjeta explicando al remitente que había sido maravilloso para ella recibir esa carta, aunque no fuera la destinataria. Desde entonces se han seguido felicitando mutuamente todos los años.

Parece que felicitando con tarjetas se vive el espíritu navideño con más sentimiento. Aunque actualmente esta forma de felicitar ha perdido un poco la personalización y el atractivo de antaño. Hoy se impone el SMS, e-mails, portales virtuales, wasaps… Pero la ilusión de recibir una tarjeta de felicitación en estas fechas entrañables, implica que quien la recibe reconozca en ese acto la esperanza y el afecto del remitente. También sentimos la sorpresa, el encanto de recibirlas, el contacto con el papel cuando lo tenemos en nuestras manos y hasta la caligrafía de quien lo escribe. Actualmente ese tiempo ha quedado superado, hoy vivimos apegados de reojo al tiempo. Esto nos lleva a pensar, que con ello ha desaparecido esa sorpresa agradable cuando descubríamos la tarjeta en el buzón, abrirla y reconocer la letra de quien la envía.

Como etnólogo defiendo seguir felicitando la Navidad con tarjetas, ya no sólo por recuperar o que no termine de desaparecer esta actividad, también porque encierra cierta magia que va más allá de las palabras. Como dijo el político y escritor Titus Petronio: “Enviar una carta es una excelente manera de trasladarme a otra parte sin mover nada, salvo el corazón”.

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