Beatriz Abeleira.- Hoy he sacado tus vaqueros viejos del armario y me los he puesto. Rubén ha sonreído al ver que me quedan tan grandes. Hemos ido a dar un paseo. Por el camino, he metido la mano en el bolsillo trasero derecho y he sacado aquel viaje que hicimos por la costa del norte con tu primer coche de segunda mano. He sacado los besos en los acantilados, las noches acurrucados soñando juntos, la insolente juventud que nos inundaba ante un futuro eterno.
Rubén va callado jugando con mi pelo. En el bolsillo izquierdo delantero, he sacado las risas que nos ahogaban en la pequeña buhardilla sin amueblar que fue nuestro primer hogar. Lo he vuelto a guardar todo, con recelo, con miedo a que desaparezcan de tanto recordarlos. El azul descolorido me lleva a tus noches sin dormir, al silencio del dolor, al abandono que lentamente nos fue haciendo más pequeños. Veo que los bajos están roídos de tanto caminar juntos los atajos escarpados, de bajar sin vértigo ni conciencia por pendientes sinuosas que acababan en el horizonte, que se quebró sin darnos cuenta apenas.
No pude decirte una última vez que te quería antes de que te marchases. Rubén llegaba a mi vida mientras tú te ibas.
Abro la verja negra con cuidado. Rubén me observa, intentando adivinar qué esconde mi mirada. Esos ojos azules profundos como el océano me reconfortan en los días grises. Si he seguido bien las señas, justo al lado del limonero estarás tú.
Meto dos dedos en el bolsillo pequeño del pantalón, donde guardabas nuestros besos después de las discusiones, las caricias que se quedaban en el aire, la tranquilidad de oírnos respirar el uno al lado del otro, los desayunos tardíos, los amaneceres desnudos sobre la cama de un hotel barato o los atardeceres en una colina secreta, cuya existencia sabías por una película. Todo lo que cabe en un bolsillo minúsculo. «Nunca se cae nada», y te reías con esos ojos azules profundos como el océano, iguales a los de Rubén.
Me agacho para tocar lo que me queda de ti. Rubén a mi lado apenas se mantiene en pie. Y mete el dedo gordezuelo en el bolsillo pequeño mientras me mira. Entonces comprendo que los bolsillos los tenemos que seguir llenando nosotros dos de momentos y recuerdos, para que no se queden vacíos. Estos pantalones se desteñirán, se rajarán, incluso perderán algún botón. Pero los bolsillos seguirán llenos.
No he venido a verte hasta hoy, aunque alguien lo ha hecho en este año. La losa está limpia. Tu nombre en plata reluce y el granito gris brilla. No quiero llorar, así que meto de nuevo las manos en los bolsillos para llenarme de ti, de tu voz, de tu sonrisa, de tu mirada, y que no me abandone. Guardaremos también su primera vela de cumpleaños.
—Aquí descansa papá, Rubén.
Acaricio la piedra fría resguardada por los cipreses y el limonero. Y digo un «te quiero» que guardo en el bolsillo.
Premio Cartas de amor Asociación Libreros de Toledo 2023
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Beatriz Abeleira