Si esta Cabalgata tragicómica resulta tan esperpéntica es, sin duda, porque existe un contraste abismal entre la expectativa del espectador, situado en un ámbito iconográfico muy elaborado, y la esterilidad del organizador del evento quien se empeña, año tras año, en ofrecer a un niño nacido en el siglo XXI un espectáculo grotesco que parece sacado del NODO. Y si bien es cierto que las Cabalgatas al uso siempre han gozado de ese entrañable espíritu que tiene lo imperfecto, en este caso, hace bastantes años que este desfile superó la barrera que separa la imperfección asumible de la cutrez intolerable. Una de las razones sea, quizás, la desidia con la que por lo general se acomete todo acto festivo en esta ciudad. La desidia por inercia, que es de las peores, o la completa incapacidad (incapacitación) para llevar a cabo iniciativas que no sean casposas y vergonzosamente cutres. Da la sensación, constatable año tras año, de que para realizar este tipo de eventos basta con reunir las ocurrencias de quienes más tienen y hacer con ese cóctel un circo festivo. Existe una tradición en esta ciudad de ubicar en tal Concejalía a personajes que tienen algo de festivo y de abúlico, como si el desparpajo o la campechanía de tales personajes fuera garantía de profesionalidad. Tales cualidades son sin duda virtudes saludables en la vida pública y privada, pero cuando se trata de desempeñar funciones políticas hace falta algo más que socarronería. Y creo que a un funcionario público, el político lo es, responsable de importantes recursos públicos, hay que exigirle rigor y responsabilidad, tenga el carácter y ánimo que tenga. No basta con poner tales recursos al servicio de los más ocurrentes y chispeantes. Eso puede hacerse con el dinero de uno mismo, o con el de una Peña o Hermandad (siempre que su origen sea privado, claro). Pero si hemos decidido emplear dinero público en realizar actividades festivas, debemos exigir que éstas sea realicen seriamente, con rigor y dignidad. Para disfrazarse y pintarse la cara con betún no necesitamos un departamento municipal.
En otro artículo y lugar manifesté la inutilidad de la Concejalía de Festejos. La calidad del desfile de este año avala aún más esta idea. Hoy por hoy, la única finalidad (o mejor dicho, orientación) de esta Concejalía, y de otras anejas, es satisfacer el clientelismo de los grupos de interés que garantizan el poder político del gobierno municipal.La Cabalgata de Reyes Magos, en plena cuesta de Enero, se convierte así en un espectáculo de rebajas donde se ofrece a precio de saldo todo el stock sobrante del año. En ella podemos ver una amalgama aberrante de trastos y cachivaches que deben salir del fondo de los almacenes y trasteros públicos y privados. Retales del Carnaval del año anterior, y de cualquier otro desfile festivo, indumentarias desubicadas, impropias de la escena y del contexto que se quiere representar; música pachanguera propia del Domingo de piñata; carteles y anuncios de Hermandades de Semana Santa (como anticipo, quizás, del sacrificio que aguarda al ahora objeto de adoración real), etc. Por el desfile suelen verse funcionarios públicos o miembros de las “fuerzas vivas” locales luciendo, como Pedro por su casa, indumentarias de fantasía oriental. Si alguna Cabalgata es representativa de la crisis actual, sin duda, es ésta. No tanto por la escasez de recursos, como por la imposibilidad de renovación y regeneración de ideas.
El desfile en su conjunto parece más encaminado a satisfacer a quienes van disfrazados que a los niños que los sufren. Porque es evidente que nada en el desfile está pensado desde el punto de vista de un niño del siglo XXI. Una cabalgata así parte necesariamente de la premisa de que los niños son tontos; y de que toda pretensión de fantasía e imaginación debe ser descartada de inmediato. Si a los mayores no les basta con poner cadenas de papel en sus pies desnudos para mortificarse en Semana Santa, ¿por qué asumimos que a los niños les deben bastar tres pelucas y dos barbas imposibles para colmar sus mágicas expectativas? Quizás ahí resida la razón última de tanta chapuza. La profunda interiorización del modelo culpabilizador judeocristiano que se recrea en reproducir con toda verosimilitud el sufrimiento y el dolor inútiles; pero que, reduce a mera ficción, pantomima y cartón piedra, todo atisbo de alegría, fantasía e imaginación.
Si hasta este siglo ha llegado una tradición como ésta debe ser para conservar todo lo que de ella se espera, con el fin de fomentar y recrear la ilusión inocente de los más pequeños. El esfuerzo para que esa magia y fantasía sean reales y emocionantes tiene que superar o, al menos, igualar los estímulos gráficos que reciben diariamente por otros múltiples medios. Y baste decir que en este caso el recurso más raro y a la vez el más deseable es el de la naturalidad, esto es, que un personaje que la tradición ha pintado de negro sea efectivamente negro. ¿No hay alguna persona negra en la ciudad que pueda desempeñar todos los años este papel de rey negro? ¿No hay, igualmente, un par de personas barbudas que puedan representar a los otros reyes?
Por ahora, la imaginación y la fantasía no tienen cabida en la Cabalgata de Reyes Magos de Ciudad Real. En su lugar, lo único que encontramos es un esperpento grotesco propio de las mejores películas de Berlanga y de las peores de Paco Martínez Soria.