Se vio y se ve cada cosa en estos lares

Salvador Jiménez Ramírez.- Los impulsos y tendencia exploratoria de chicos y grandes: neofilia y neofobia. Curiosidad por lo desconocido y miedo a lo mismo, mantenía expectantes a una caterva de críos que, sobresaltados de pronto, con los ojos como platos por si tenían que darse el bote, observaban cómo se aproximaba raudo y traqueteando, el automóvil-birlocho del párroco don Adolfo Domenec, que, desterrado en tiempos de la contienda civil de parroquias montieleñas, tal vez excomulgado, venía a refugiarse y a establecerse en la aldea de Ruidera, como un ruidereño de tantos…

Desvinculado de misa cantar y de presbiterado, montó un tiendón de ultramarinos, (palabro éste) como no se había visto nada igual en la vecindad. Los cuatro muchachuelos del “real sitio” ruidereño, —contaron los que lo vivieron— se acercaban al coche del abate, con mucho canguis y recelo por si les mordía o se los llevaba en volandas… Y todo su afán y empeño era tentarle los ojos tan relucientes y espantarlo para que se diera el piro, por donde había venido. Porque no les daba buena espina, aquella cosa de “hojalata” que corría tanto, sin llevar enganchado borrico, mulo o jaco, con el clérigo dentro, “pedorreando y soplando humo por el culo…”, espantando a todo bicho viviente…

Como no había en el orbe Ley sobre tráfico, circulación de vehículos a motor y seguridad vial y en la aldea tampoco había señalización de dirección prohibida, — hoy si, pero ni fu ni fa…—, ni “Sheriff”—persiste la paradoja—, contaban que el eclesiástico circulaba como ciertos turistas de “interior”, contemporáneos, por la costanilla que le pillaba más a mano y menos ripios tenía. Al sonar la bocina del auto, los muchachos de edad indefinible, que andaban enzarzados en los juegos de pedreas; los más guijarreños, apostados tras los esquinazos de las casucas, al sonar la bocina, lanzaban ripios a diestro y siniestro; mientras los más chiquitajos y mierdicas, salían como rata por tirante y se escondían hasta debajo de los camastros.

Narrado fue por ancestros lugareños, como sucedido verdadero, que este cronista no sabrá ni podrá contar en su “completo”, con esta futesa literaria, por puro infinito—; ya que tiempos pasados hay que, como el futuro, viven sin tiempo nuestro— que en un cortijo y pastos linderos, cercanos a la última laguna, un pastorzuelo, antaño, trató de moler a garrotazo limpio el llamativo automóvil del amo del rebaño y del feudo, al parar cerca del “averío”. El que oficiaba de mayoral y un guardés ganoso de galones y fama, llamaron a “careo” al zagal y le “pusieron en pico”, reprendiéndole, “que no se le ocurriera ni una vez más, amenazar al “carricoche”  ni esturrearlo voceando y con  el garrote; ni tentarle los ojos porque se ponía rabioso y echaba fuego por ellos; bufaba y se arrancaba como un toro, pegando tiros por el pandero, llevándose por delante lo que encontraba a su paso…”. ¡Bah! — masculló el zagal, limpiándose la boca con el antebrazo y desencajando la parda montera para rascase el caletre—. Obstinado y enfurruñado el joven cabrero, preguntó al apacentador decano y a un sujeto que había junto al coche, con aires de principalía, si aquel “bicharraco” les haría algo a la cabra y a los dos chotos con los que le habían pagado la “AÑADA” y si también eran del amo el río y la carretera de Tomelloso y el “pajaruco” tan grande, que había pasado por el cielo, zumbando por encima de ellos, como el del año aquél, (a. 1927 (?) ) que volaba  encima de la piara, “más allá de la cuesta del sol, mirando las primalas más gordas, atemorizando y esturreando el ganao”. Entonces, por lo bajines, el señor feudal, encarado hacia un sujeto que oficiaba de cachicán, comentó: …; si  en Onteniente ya cayó un avión, que transportaba el correo de Francia a África… Qué puede saber del mundo, la pobre criatura…; si solo ve rebaños y monte. Si  los automóviles, llegará el día que serán legión…”.  ¡Sí señor, menuda jorunga, de cabriolés ahora…!

 Sabido era que, tanto el rabadán como el zagal andaban algo “delicaos”—no eran únicos— por la fumada de mucha hoja de patata, de planta chirivía y “pedo de lobo” y por pegarse atracones de salazón de cordero, muerto de bacera; contagiándose de enfermedad carbuncosa, por el bacilo anthracis. No obstante estar “tocados del ala”, (el caletre daba de sí en la zona, según lo fijado en el entorno) eran unos artistas entablillando garras, manos, brazos y patas “perniquebradas”. También eran unos linces en el juego de la Taba. En aquel entretenimiento, no había quien les cambiara los mojones…; como así lo demostraban, al echar la partida con otros pastores y con gente de la vecindad; coincidiendo con la feria del “poblazón” de Tomelloso, cuando muchos lugareños se “azagaban” hasta el “Cerro Morra Mal Infierno”, de la “Casa de Caoba”, para desde aquel teso o colina, ver los “relumbrones de la pólvora” (la primera vez, el 9 de septiembre de 1.935), en cuyo altozano paraje, había “chocera” y majada pastoril. Los admiradores del estallido, hasta que llegaba la hora de los estampidos y fogaradas fiesteras, se tronchaban de risa cuando el pastorcillo, con espontaneidad y alegría, narraba que a él lo que más le divertía eran: “el resoplío de la lumbre, el ruido de los pedos del borrico y los que se tiraba el carricoche del amo…”.

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