Ramón Castro Pérez.- A Lorenzo lo abrieron en canal entre el forense y Jaime, sargento de la policía local que hacía las veces de ayudante cuando las cosas se complicaban un poco. Las sospechas previas parecían confirmarse. Lorenzo había sido envenenado con paracetamol, suministrado en dosis excesivas y, como consecuencia de ello, presentaba una necrosis hepática que lo condujo a la muerte en tan sólo tres días.
—Mire cómo huele todo esto, —señaló Jaime para luego callarse al sentirse cuestionado por el forense, quien no quiso ahondar más en lo desafortunado del comentario. Es más, se reconfortó al pensar que, dadas las circunstancias, el policía era lo mejor que tenía a mano.
En el pasillo aguardaba la mujer de Lorenzo. No estaba sola. Lucas, su hermano y cuñado del fallecido, se hallaba junto a ella. Dentro, Jaime barruntaba las preguntas que les formularía mientras el forense recomponía a Lorenzo, a base de grapas. La técnica parecía sencilla y al mismo Jaime se le antojaba posible hacerlo él mismo, siempre, claro está, bajo la supervisión del forense. Cuando este terminó, se dirigió al ordenador para redactar el informe, quitándose la bata y los guantes. Jaime salió al pasillo.Debía esclarecer lo ocurrido con Lorenzo.
Los dos farmacéuticos estaban sentados al fondo. No había nadie más allí. La intensa luz de la mañana entraba por el ventanal, iluminando el corredor y convirtiendo a las dos figuras en meras siluetas. El policía avanzó hacia ellos y sólo al situarse a escasos centímetros, pudo reconocerlos vivamente. Lucas, sentado a la derecha de su hermana, tenía mal aspecto. Su semblante era frío y sudaba abundantemente. Jaime se preguntó si debía cambiar el orden de las preguntas. En el pueblo era sabidoque Lucas y su hermana, a pesar de dirigir el negocio que su madre les había dejado en herencia, apenas se hablaban y con frecuencia protagonizaban numerosos desaires delante de los clientes. Verlos juntos, a pesar de la desgracia, hacía pensar que había algo, más allá de las meras apariencias.
—Mis condolencias, señora, —lamentó el policía, al tiempo que Lucas levantaba la mirada, a quien no pareció gustarle la presencia del sargento. Ahora que se miraban a los ojos, a Jaime le quedó claro que Lucas no se encontraba bien. Continuó, dirigiéndose a Lucía.
—El forense está redactando el informe, pero ya le adelanto que Lorenzo ha sido envenenado y que el tóxico es algo muy común: paracetamol. Comprenderá que no me queda más remedio que hacerle alguna que otra pregunta.
Lucía asintió con la cabeza. El malestar de Lucas, que yaera palpable, pareció incrementarse súbitamente. Con la excusa de salir a fumar un cigarro, se levantó y salió a la calle. Jaime advirtió que, además de la sudoración, manifestaba un temblor extraño. Lucía y él se quedaron mirando hasta que la puerta de salida volvió a cerrarse. Jaime continuó con el improvisado interrogatorio.
—¿Su marido tomaba paracetamol frecuentemente? Ya sé que todo el mundo lo hace. Yo mismo, incluso, en los días en los que la cabeza no me deja en paz, pero, aunque ignoro bastantes cosas sobre medicina, me sorprende encontrar una muerte así ¿Tal vez era alérgico o se confundió de medicamento?
Jaime sabía parecer cercano y emplear un tono conciliador. Hasta la fecha, la estrategia le había funcionado, de tal forma que no podría deducirse, con su comportamiento, que sospechara de Lucía.
—Mi marido nunca tomaba paracetamol. Es más, solía reírse de quienes lo hacían. Sobre todo, de mí. A menudo, me ridiculizaba, incluso en la propia farmacia, mientras atendía. De manera sutil y manipuladora, pero lo hacía.
Tras tomar aire, Lucía prosiguió:
—Supongo, sargento, que sospechará usted de mí o de mi hermano. Los dos regentamos la única farmacia del pueblo y es evidente, pues hasta un tonto lo sabe, que ni Lorenzo, ni Lucas ni yo nos llevamos bien. Los tres ansiábamos quedarnos con el negocio. Bueno, en realidad, Lorenzo deseaba venderlo y, después, divorciarse de mí para marcharse con Patricia. No ponga esa cara, sargento, que usted también está al tanto de ese y de otros muchos chismes que corren por aquí.
Llegados a este punto, Jaime intuyó que el caso iba a resolverse por sí solo, así que optó por mantener la boca cerrada y dejar hablar a Lucía.
—Mi hermano, que tan preocupado parece en estos momentos por mí, iba a ser el comprador y conocía perfectamente las intenciones de Lorenzo. En su defensa, eso sí, tengo que decir que convenció a mi marido para que no acabara con mi vida pues, en los inicios, ese era el plan. Plan que conozco por boca de Lucas. La versión mejorada es la que usted está conociendo de primera mano: Lucas desvelaría que mi marido me era infiel y me aconsejaría vender mi parte y dejarlo sin nada, algo que estuve a punto de hacer, si le digo la verdad.
—¿Por qué no lo hizo? —Jaime sabía que era unapregunta estúpida, pero, en ocasiones, estas erannecesarias para provocar una reacción en cadena.
—Evidentemente, él no se quedaría sin nada, sino con la mitad del dinero de la venta. Y yo sin farmacia y en la calle, pues mi hermano no tardaría en hacerme la vida imposible. Así que decidí envenenar a mi marido con varias dosis mortales de paracetamol, las cuales darían la cara a los tres días.
La expresión, el semblante, todo el lenguaje corporal de Lucía era distinto al mostrado, minutos antes. Jaime ya había presenciado acontecimientos parecidos a lo largo de su carrera profesional, por lo que no le extrañó aquelcambio de actitud. No obstante, volvió a hacer otra pregunta estúpida.
—Dígame, Lucía. El desánimo y la tristeza que ha manifestado usted durante toda la mañana ¿eran sentimientos fingidos? ¿tal vez una muestra de arrepentimiento?
—En absoluto. Eran sentidos, mucho, si he de serle franca. Pero nunca arrepentimiento. No es motivo alguno de alegría haber llegado a esto y condenar los años que me quedan de vida a estar encerrada y vigilada, en lugar de haber sido acreedora de otro destino, feliz o satisfactorio, tal vez como el suyo mismo, sargento. Siento pena de lo que me ha tocado en suerte.
Jaime hizo una última observación, en esta ocasión, con la mejor de las intenciones, pues sentía compasión por aquella mujer o, al menos, por su relato.
—Mujer, no estará usted toda la vida en la cárcel. Es aún joven.
Matías, policía recién llegado a la oficina, apenas hace unas semanas, entró corriendo, buscando al sargento. Al verlo, se acercó, visiblemente nervioso. Se quedó parado a unos metros de ellos. Tras tomar aire, señaló:
—¡Mi sargento! ¡Necesito que venga un momento!
Jaime se acercó y Matías pudo, por fin, darle la noticia. Lucas, hermano de Lucía, se había desplomado en la acera. El médico forense, que en esos momentos salía de su despacho, reconoció inmediatamente los síntomas. De hecho, acababa de redactar un informe que relataba con exactitud lo que acababa de suceder nuevamente. Jaime se giró hacia Lucía.
—Como ve, sargento, no se trata de un asesinato, sino de dos —exclamó Lucía, elevando la voz, al tiempo que se levantaba, preparándose para ser detenida. —En menos de treinta minutos, usted y su forense podrán abrir en canal a mi hermano. Lleva en el cuerpo más paracetamol del que han encontrado ustedes en el cadáver de Lorenzo. Tal vez, si me apura, más del que haya tomado usted en toda su vida.
Ramón Castro Pérez