“La música expresa todo aquello que no
puede decirse con palabras y no puede quedar en el silencio”.
VICTOR HUGO
Hace muchos años que en aquella levítica localidad manchega, como en muchos otros pueblos de la comarca, la Semana Santa era el punto de inflexión entre las navidades y el verano. Eran días de descanso para algunos y de recogimiento para otros. Pero como niños los vivíamos de manera distinta a como lo hacían los mayores. Para nosotros, como no había colegio, eran días de vacaciones y de juegos en la calle —nuestro hábitat natural—, a los que nos aplicábamos con devoción.
Estas fechas las asociábamos con los olores de la nueva primavera que acababa de comenzar, o cuando esta, estaba a punto de llegar. Sobre todo los de las primeras flores que brotaban con su fresca y agradable fragancia, que se mezclaban con los olores más genuinos de estos días. Los del incienso; los de la cera quemada; los aromas del tomillo, del romero y de la canela; o el olor de las ramas de olivo en el Domingo de Ramos.
Los obligados ayunos matinales —que seguían fielmente nuestros mayores—, daban paso a las viandas más variadas y contundentes que se preparaban en esta semana. Entre ellas destacaba, como plato estrella, el popular potaje con todos sus ornamentos. A los garbanzos, judías y espinacas, se les añadían los buñuelos de bacalao y las sabrosas pelotillas, elaboradas a base de huevo, pan rallado y perejil. Este era el plato único del almuerzo, al que lo acompañaban otros pescados rebozados o las tortillas, que se servían al final de la tarde a modo de merienda-cena, antes de las procesiones.
Para completar estos exquisitos alimentos, se elaboraban los postres de nuestra tierra. Como el arroz con duz, uno de los platos más genuinos y apetecibles. No faltaban los dulces típicos de estos días, como los rosquillos, las torrijas, las flores de sartén o los adoptados pestiños. Y todo ello regado con una copa de buen vino o de mistela. Aunque se bebían también, la zurra, la sangría o la cuerva.
Pero estos días coinciden con el brote de coloridas flores silvestres evocadoras de estas fechas. Como la sangre de Cristo, los zapatitos de la virgen o la flor del nazareno. La plasticidad de estas procesiones, proporcionaban una amplia variedad de tonalidades. Como la de las luces de las procesiones; la mezcla de colores de las túnicas de las distintas hermandades; las mantillas y trajes negros de las mujeres; o las tonalidades litúrgicas de estos días (morada, roja, blanca y dorada). Todos ellos, —junto a las policromadas imágenes que procesionaban adornadas con flores—, proporcionaban un extraordinario y llamativo abanico de colores.
Las bandas de música o las de cornetas y tambores estaban presentes en todos los actos religiosos que se celebraban en esos días. A los niños y adolescentes de entonces nos hacía sentir partícipes de estos actos cuando nos integrábamos en estos grupos musicales. Y, sobre todo, cuando debutábamos como hermanos —cofrades—, ataviados con las túnicas propias de cada hermandad o portando las andas de las imágenes que procesionaban.
Los programas de radio y de televisión se adaptaban a las celebraciones de estas fechas con una continuada emisión de música sacra, con películas de los protagonistas de la historia sagrada, las procesiones de otros lugares o la retransmisión del vía crucis o del conocido sermón de las siete palabras pronunciado por algún eminente predicador dominico. Mientras, los bares y los lugares de ocio permanecían cerrados durante esos días.
Además de para el recogimiento y la introspección, este era un tiempo de silencio, y no solo en el sentido alegórico de la expresión, sino también en el real. Porque estos días, las campanas de las iglesias enmudecían por respeto a la muerte de Cristo. Ni siquiera se doblaban a los muertos, ni se convocaba a ceremonias religiosas ordinarias, ni a bautizos, ni a ninguna otra celebración.
El campaneo, casi melódico, era sustituido por el sonido seco, —el matraqueo—, de las carracas que portaban los monaguillos por las calles de aquella villa, para anunciar los actos religiosos que se celebraban cada día. Aunque el domingo de Pascua, el repiqueteo de las campanas anunciaba el final del duelo y, con él, se recuperaba la normalidad interrumpida el miércoles santo.
Este silencio tenía algunas excepciones. La primera era la algarabía de las abundantes bandadas de pájaros que revoloteaban en los árboles de los parques o en las calles, en los patios y en los tejados de las casas, a cuyos trinos, no se les podía imponer restricción alguna. Y la música, que acompañaba los actos que se celebraban en estos días, favoreciendo la afición de sus gentes.
Pero la presencia de muchos niños, como correspondía a aquel tiempo del boom de la natalidad en nuestro país, alegraba la vida de los lugareños con sus correteos, con sus juegos e incluso con su sola presencia.