Sí, me parece muy curioso –mejor dicho, muy sospechoso- que no se establezca la evidente relación que existe, para mí sin ninguna duda, entre lo que señalo en los dos párrafos anteriores. ¿Puede alguien justificar la exigencia de reglas estrictas a nivel doméstico –los centros docentes, las ordenanzas municipales, las comunidades de vecinos, etcétera- mientras que a niveles más importantes de la política nacional e internacional la única regla parece ser la del “todo vale”? Estemos atentos a ver qué pasa con los paraísos fiscales, con las primas astronómicas de los magos de las finanzas, con las tan cacareadas regulaciones necesarias para que no vuelvan a las andadas los buitres del capitalismo salvaje y nos terminen de sacar los hígados. ¿Qué se apuestan a que, tras unas cuantas declaraciones más o menos rimbombantes, todo vuelve a quedar como estaba?
Nadie duda que la educación debe tener la más alta consideración a nivel político y social por su relación estrechísima con el desarrollo de las personas y los pueblos, entendiendo por “desarrollo”, claro está, algo más que el mero crecimiento económico. Pero la educación es cosa de todos y para todos, y no puede quedar circunscrita a un tiempo –el de la niñez, la adolescencia o la juventud- o un lugar –escuelas infantiles, colegios o institutos- reducidos y limitados. Con razón afirma José Antonio Marina que “para educar hace falta toda la tribu”; y aún podríamos añadir: “y la tribu entera puede y debe seguir siendo educada, en todo tiempo y en todo lugar”. Esa tribu es, en primerísimo lugar, la familia; luego los centros docentes y el profesorado; después los políticos (sus leyes, sus conductas personales, su honestidad…) y demás personajes públicos; también, qué duda cabe, los medios de comunicación (la forma en que seleccionan y cuentan la realidad, la manera de influir en la opinión de la gente).., etcétera.
Es evidente que se necesita un pacto sobre educación que evite los vaivenes legislativos de estos últimos años. Pero no sólo un pacto político, sino un profundo y verdadero pacto social, donde cada sector, cada grupo, cada ciudadano, asuma conscientemente sus responsabilidades. Y para ello haría falta un debate serio y extenso que no estuviera condicionado por el último hecho capaz de disparar unas alarmas mediáticas donde el morbo y el fariseísmo campan casi siempre a sus anchas. Y es verdad también que la función docente debe ser prestigiada, que el profesorado merece todo el respeto y el reconocimiento público, que las agresiones que pueda sufrir por parte de los propios alumnos o de sus padres no deben ser toleradas de ningún modo. Pero es igualmente cierto que su formación tiene que ser más completa, sobre todo en aquellas áreas que les capaciten para desarrollar una eficaz labor tutorial (necesidad clamorosa en el caso del profesorado de la ESO y Bachillerato); que algunos grupos de alumnos deben ser más reducidos y en ciertos casos habrá que incrementar el profesorado de apoyo; que muchos planteamientos metodológicos tienen que ser actualizados; que se deben buscar procedimientos para potenciar la participación de los distintos sectores de la comunidad escolar -profesores, padres, alumnos, personal de administración y servicios- con el fin de que los centros docentes y la labor que en ellos se desarrolla sea fruto del trabajo de todos; que se deben implementar políticas sociales de inserción de emigrantes, lucha contra la marginación y la pobreza, posibilidad de acceso a viviendas dignas, etcétera.
Pensar que los problemas de la educación pueden resolverse invistiendo de “autoridad” a los profesores y colocándoles una tarima para que dominen a sus alumnos movería a la risa, si no fuera por lo mucho que nos jugamos con estas y otras “ocurrencias”. Tampoco creo yo que dotando a cada niño de un ordenador portátil vayamos a llegar más lejos (bueno, más lejos en cuanto al gasto sí); no olvidemos que la informática y sus recursos -como los medios audiovisuales y otro tipo de materiales- son una buena herramienta, un instrumento que puede y debe aprovecharse para facilitar el acceso a determinados conocimientos.., pero no más que eso. Y me parece que existe bastante papanatismo entre ciertos expertos y en amplios sectores de la administración educativa que tienden a magnificar la importancia y el valor de tales recursos. La implantación de las aulas Althia, el tener algunos equipos informáticos en las clases a disposición del alumnado para determinadas actividades, ya desde educación infantil, me parecen medidas verdaderamente acertadas; siempre, claro está, que se forme bien al profesorado para obtener el máximo aprovechamiento de estos medios. Sin embargo entregar a cada alumno un ordenador personal y pretender que gran parte de la actividad en el aula se lleve a cabo a través de él lo considero un gran error, además de un derroche importante.
Digo esto porque estoy convencido de que el gran valor de la práctica educativa en nuestras instituciones docentes se cifra (o se debería cifrar) más en lo relacional o convivencial que en la mera transmisión de saberes. Y con más razón hoy en día, cuando ese individualismo fomentado por el sistema hegemónico en que vivimos tiende, de una manera cada vez más descarada, a destruir todo tejido social convirtiéndonos en feroces competidores.., en enemigos. Parece que aquello de la enseñanza cooperativa, el trabajo en equipo, la escuela inclusiva.., son cosas del pasado. Lo realmente moderno es que cada niño, en “su” puesto individual de trabajo, se comunique e interactúe con “su” ordenador; el cual, supongo, le transmitirá –además de un inmenso caudal de información y conocimiento- esos valores y esas actitudes ante la vida que tanto echamos en falta.
¡Que no nos pase nada!