En la noche posterior a que Blas hubiese acompañado a su abuelo en la visita a la Catedral, su imaginación le volvió a jugar una mala pasada, pues allí estuvieron presentes las figuras de los emblemas de las Órdenes Militares a modo de platillos volantes surcando las cabezas de los dos visitantes en aquel templo. El muchachito volvía a crear sus propias tramas dentro de su efervescente cabecita, dándole vida a aquellas efigies que permanecieron inalterables mientras abuelo y nieto disfrutaban de la contemplación de aquel patrimonio religioso. El muchacho seguía volando con su imaginación más allá del marco de aquel edificio, la mismísima Virgen del Prado asistía gozosa – siempre según la interpretación del mozalbete – a cómo los participantes en la Oración del huerto se distraían y deleitaban de cómo la nave Alcántara perseguía a la correspondiente a Calatrava, ésta a la de Santiago y este último a su vez a la de Montesa. Todo ello adquirió una vida y un protagonismo del que no habían sido merecedores aquellos símbolos al mantenerse tan hieráticos en la realidad. Ya no digamos las pinturas de santos y los elementos que figuraban en las diversas capillas, que no pudieron visitar ambos, abuelo y nieto, por la falta de tiempo. Así continuaron las cosas hasta que el descanso del jovencito se vio interrumpido por un ensordecedor despertador, que aquel día pareció molestar más de la cuenta, pues ni tan siquiera era día de colegio. Sin embargo, sus padres le habían habituado a que mantuviese ciertas rutinas horarias con el fin de estabilizar los sempiternos problemas de sueño que Blas siempre había tenido.
– ¡Buenos días, papá! ¡Buenos días, mamá! – expresó algo pesaroso el muchacho al llegar a la cocina con el fin de dar cuenta del desayuno. Sorprendía siempre su respeto, pues no era habitual en los muchachos de su edad. Algo habrían hecho bien sus padres, pensaban ambos ante tal comportamiento.
– ¡Buenos días, hijo! –respondieron Adela y José al unísono, que ya estaban a punto de finalizar su propio tentempié.
– ¿Cómo has dormido, hijo? – preguntó su madre.
– ¡A ratos, mamá! No sé si tenía frío o calor, aunque tampoco recuerdo nada de nada.
– Ya veo. Pues tu abuelo ya se ha presentado hace más de una hora e incluso nos trajo el desayuno: ¡Unos churros nada menos! ¡Date prisa que los tuyos están a punto de quedarse fríos!
– ¿Y chocolate también? – respondió el muchacho, ufano.
– Tampoco falta, aunque de eso me encargué yo en cuanto los vi. Aún está en el cazo, para mantenerlo con calor. ¡Quizás tengas más suerte! ¿Te lo echo ya?
– ¡Claro que sí! Me encanta el desayuno de hoy.
En ese momento hizo acto de presencia el abuelo que, tras haberse acicalado convenientemente, había regresado a la cocina para acompañar a los que allí se encontraban.
Fue entonces cuando Adela y José se miraron el uno a la otra y dirigiéndose a sus dos acompañantes, José les habló:
– Sé que últimamente os hemos dejado un poco de lado y no hemos podido disfrutar los cuatro en familia. Demasiado sabéis que el trabajo no siempre se puede elegir y menos aún rechazar cuando llega la oportunidad. Puesto que hoy tenemos todos el día libre, creo que ha llegado el momento de que pasemos la mañana todos juntos y quizá podamos comer algo luego, aunque después por la tarde nosotros volvamos al trabajo.
– ¿Y qué vamos a hacer mientras tanto, papá?
– Tu padre y yo hemos pensado – intervino entonces Adela – que ya iba siendo hora de que tu abuelo no estuviera tan pendiente de ti, o al menos no del todo. Hoy, aunque también seguro que te gustará lo que vamos a hacer, nuestra idea ha sido precisamente pensando en el abuelo: ¡vamos a visitar las cuevas del Torreón y conocer así su historia! – explicó animosa.
– ¡Qué buena idea! – respondió encantado el muchacho.
– ¡Ya sabía yo que algo os traíais entre manos! Demasiadas miradas cómplices entre churro y churro. ¡Cómo me la habéis metido tan doblada! ¡Os quiero muchísimo a ambos! – respondió emocionado, casi lloroso, Juan José.
– Nada hay que agradecer, padre. – respondió José –. Siempre he sentido la necesidad de visitar aquel lugar. Aunque sabía que llevaba muchos años cerrado con las obras del aparcamiento que dijeron que pretendían construir, sin embargo, desconocía cuál era su historia, más allá de ser el lugar donde toda la juventud hemos disfrutado con nuestras respectivas pandillas, amigos y parejas. Veo que no me equivoqué, pues en el trabajo me lo comentaron que, si estaba interesado, ya que sabían de las historias que siempre ibas contando a Blas, del interés que mostrabas por todo aquello que estaba relacionado con la historia de Ciudad Real. Sin embargo, tampoco pudiste estar muy pendiente en aquella época de las obras que se fueron haciendo, de los descubrimientos de restos de cuevas que se hallaron, del cierre del acceso al propio arco del Torreón por el mal estado en el que se iba encontrando la madre de Adela. Todas estas cuestiones me llevaron a comentárselo a ella y, como estuvimos de acuerdo, hablé con un amigo que conocía a los guías que hacían las visitas guiadas y cómo y cuándo podríamos reservar mejor. ¡Hoy es ese día! Nos queda una media hora para el inicio de nuestra visita, por lo que hoy voy a coger un poco el coche para acercarnos más tranquilamente hasta allí. ¿Qué os parece el plan?
– Veo que cuando mi hija se presentó aquel día en casa contigo y me dijo que erais novios, no me equivoqué al estar totalmente de acuerdo con ella. Sólo había que ver su cara para comprobar que estabais ambos enamorados y que ibais en serio. Lo de hoy es un punto más a tu favor, hijo mío. La sorpresa ha sido muy grande, y de ello me alegro aún más. ¡Qué pena que no estuviéramos todos, los ausentes también! Estoy encantado. ¡Vayamos pues a disfrutarlo!
– ¡Así es, y yo también, abuelo! – palabras del chico a las que los adultos respondieron con unas sonoras carcajadas.
Pocos minutos después se encaminaron hacia la meta deseada: el Torreón del Alcázar. El utilitario había hecho honor a su función y, a pesar de ser de segunda mano, no había dado hasta ahora ningún problema a su conductor. Gracias a su modesto tamaño, lograron encontrar un hueco lo más cerca posible del comienzo de la visita. Aquella calle, según contaron nunca tuvo una fama demasiada buena, pues era conocida como Madrilas.
Llegaron entonces al paseo del Torreón y, frente a ellos se toparon con el arco del Torreón, aquella que había sido la sede de los monarcas desde el inicio de su construcción. Apenas quedaba aquella arcada para recordar lo que había sido el edificio que, según se recordaba, llegó a estar adosada con la mismísima muralla, de la que unos metros más allá quedaba aún un modesto lienzo de varios metros de longitud.
Testigo de la llegada de aquellos cuatro visitantes al arco del Torreón se erigía la estatua ecuestre de Juan II que años atrás había sido encargada por el ayuntamiento al cantante y escultor Sergio Blanco, alcanzando una altura de unos cuatro metros en el que se reflejaba cómo el monarca participó en la batalla de Sierra Elvira, en plena vega granadina, allá por el año de 1431. Allí, en uno de sus laterales rezaba la frase que manifestaba la importancia de este monarca para la ciudad: “… e los de Villareal suplicaron al Rey que la hiciese cibdad, e al Rey plugo dello, e mandó que dende en adelante se llamase Cibdad Real”. De ese modo, se recordó el momento en el que aquella villa pasó a denominarse ciudad, cuando estaba finalizando el año de 1420.
El arco que tenían delante de ellos fue sólo la punta del iceberg de aquella visita. Se hallaba en un lugar más elevado que el resto del espacio recién reformado, pero también escondía un enclave que no estaba a la vista de todos, aquel que había permanecido enterrado durante demasiado tiempo: el mundo subterráneo.
Tras las presentaciones oportunas del guía en cuestión, Joaquín se llamaba, comenzó haciendo una breve introducción del arco que tenían próximo a ellos, tanto Blas como Adela, Juan José y José, además de los otros visitantes que conformaban aquel grupo. José se llevó un chasco al no coincidir con quien le habían recomendado, un tal Carlos, y tampoco encontrarse solos para disfrutar más en familia, pero ya en ese instante esa cuestión daba igual. Era el momento de disfrutar de la visita y no hizo comentario ni gesto alguno al respecto.
Joaquín recordó cómo desde la mismísima fundación de la ciudad, el monarca al cual conocían como El Sabio, don Alfonso X, hizo edificar aquella residencia real cerca de la muralla de la cual aún sobrevivía un pequeño lienzo. Aquel palacio sobre el año de 1256 se había convertido en la morada del rey y de sus sucesores. Sin embargo, en aquel momento en el que los visitantes asistían a las explicaciones del experto, nada de aquello existía excepto el arco de una puerta ojival que se hallaba en el interior de la ciudad. Poca cosa era aquella para sostener la explicación que requería la visita, pero había más cosas que contar por parte de aquel joven de buena planta que tenía cierta desenvoltura a la hora de exponer los hechos y los contenidos que aquel auditorio de diez personas escuchaba atentamente.
Prolongó en ese momento su disertación histórica hablando de un fatídico suceso que afectaba al heredero al trono, hijo del mismísimo Alfonso X, el infante Fernando de la Cerda. Era el año de 1275 cuando aquello aconteció, aunque nada bueno fue para él, pues sucedió el óbito del vástago que se benefició de la labor llevada a cabo por su padre, más allá de aquel edificio que a veces era frecuentado como residencia pues en aquel año ya se encontraba totalmente terminado. Pero no sólo se detuvo aquella explicación en el reinado de Alfonso X y la luctuosa pérdida de su hijo que Joaquín había recordado acertadamente con una cita de la Crónica del Rey Sabio al respecto:
– …“Et estando el infante don Fernando en aquella villa, adolesció de gran dolencia. Et veyéndose quexado de la muerte, fabló con dos Juan Núnnez e rogól mucho afincadamente que ayudase e fiziese en manera que don Alfonso, fijo deste infante don Fernando, heredase los regnos después de los días del rey don Alfonso su padre […] Et luego este infante finó en el mes de agosto”. Aunque, como ustedes bien sabrán, el heredero del trono del Rey Sabio no fue ningún hijo de Fernando de la Cerda, sino su propio hermano Sancho, que tuvo serios enfrentamientos con su padre en los últimos años del reinado de este.
– E incluso desde este mismo lugar el Rey Sabio enviaría una embajada para concertar el matrimonio del infante Fernando con la hija del monarca francés San Luis. Irónicamente también el que fue conocido como Sancho IV “El Bravo” se proclamó aquí heredero a la corona. – intervino uno de los visitantes.
– Cierto es, caballero. Así fue cómo la vida de este palacio tuvo su propia historia desde los comienzos de su construcción y en el segundo acontecimiento que ha señalado, fue precisamente Sancho al conocer que su hermano estaba enfermo que se desplazaría a Villa Real y, apoyado por don Lope Díaz de Haro, señor de Vizcaya, comenzó la rebelión que le enfrentaría a su propio padre, El Rey Sabio; Alfonso XI también estuvo aquí en varias ocasiones, pero en el siguiente monarca que me quiero detener y, aprovechando la escultura ecuestre tan cercana del mismo, es en don Juan II de Castilla, a quien le debemos la condición de ciudad.
» Como ya sabrán, Juan era aún menor de edad cuando heredó su corona en Castilla y esa situación le condujo a mostrar signos de debilidad en el gobierno pues aún no se había consolidado su poder y su autoridad como rey fue más que cuestionada. Sin embargo, lo que aún resulta más curioso es como la historia unió a la entonces Villa Real con el joven monarca. Ahora me detengo unos minutos en ello.
» Había partido don Juan de la localidad de Tordesillas, donde el infante don Enrique le había puesto cerco, y al no fiarse de algunos de sus acompañantes simuló una partida de caza, retirándose al castillo de Montalbán con su confidente don Álvaro de Luna, el conde de Benavente y otros de confianza. Don Enrique llegó a cercar aquel castillo para que no tuvieran ningún tipo de suministro que recibir, pero en su salida el rey pidió auxilio a la Hermandad de Villa Real, siendo peones o cuadrilleros más bien, y así logró ser rescatado. Aquel hecho no quedó en el olvido y poco después la gente de esta villa pidió al monarca que fuese reconocida como ciudad, tal como se indica en la placa de uno de los laterales de aquella escultura, que a algunos de ustedes me ha parecido ver que se detenían para leerla.
» ¿Tienen ustedes alguna pregunta? Pues continuamos, ya que veo caras algo cansadas y vamos ahora a cambiar un poco de registro. ¿Qué me dirían ustedes que estamos en una ciudad llana o con mucha pendiente?
– ¡Llana, por supuesto, aunque alguna calle parece que tiene cuesta! – intervino Blas ante el asombro de todos los presentes. – <Blas, calla y escucha>, le indicó su madre con un susurro y un leve codazo.
– Sí y no, jovencito, aunque no vas mal encaminado al respecto. Les paso a explicar.
» Como bien ha dicho Blas, si no he entendido mal su nombre, Ciudad Real es aparentemente llana o es la perspectiva que se tiene de ella, y eso no tiene otra explicación que la que obedece a su orografía comparándosela con otras ciudades de más relevancia y a cómo se conformó desde mucho tiempo atrás el suelo por el que paseamos.
» Les estaba comentando que estamos asentados sobre una superficie en la que se identifican diversos elementos cuyo origen es volcánico que dan lugar a esas subidas y bajadas que nos comentaba el joven, pues las partes elevadas corresponderían a los bordes de los cráteres y las que menos a los fondos de este. Aunque en su composición lo veremos mejor cuando bajemos por estas escaleras – Joaquín señaló el acceso a las cuevas que tanta expectación había creado –, aquí les puedo mostrar en este mapa cómo el término municipal de Ciudad Real estaría asentado sobre varios maares: el del anejo de Las Casas, el de la Hoya del Mortero, el de El Pardillo, el de Peñalagua, el de La Posadilla (o Fuentillejo) y el de Valverde o Zahurdones. – fue indicando sucesivamente en el mapa que había sustraído de la carpeta que portaba.
Continuaron entonces las explicaciones de aquel guía acerca de cómo se había conformado el vulcanismo en aquella zona. Para ello se habían encaminado hacia las galerías que recientemente habían sido abiertas con la posibilidad de ser visitadas por el público. Allí contemplarían cómo la paralización de las obras del que iba a ser el aparcamiento del Torreón fue suspendida por los restos arqueológicos allí hallados.
En aquel subterráneo se pudo descubrir un conjunto de galerías que habían sido vaciadas de los restos que allí se hubieron depositado, los cuales daban a entender que su antigüedad venía de lejos.
Joaquín fue mostrando cómo existía una galería principal que vertebraba aquella visita, indicando incluso como parte de aquel entramado se hallaba justo por debajo del mismísimo arco del Torreón. ¡A diez metros nada menos!
Sin embargo, la visita continuaría recordando cómo el vulcanismo en Ciudad Real había tenido ciertos episodios en el pasado, algunos de ellos muy estrechamente vinculados con el propio Torreón y con el monarca que le dio la condición de ciudad a la entonces villa, Juan II de Castilla.
– Como antes les indiqué, este Torreón fue un palacio que acogió la visita de diversos monarcas desde su construcción. Muy relacionado con el propio subsuelo que han podido contemplar in situ al poder visitar las galerías serían algunos de los terremotos que se dieron aquí.
» En una de aquellas ocasiones, de las tres visitas que hizo a Ciudad Real, a Juan II, en el verano de 1431 entonces y, según se cuenta, un terremoto le sobrevino, estando en la residencia del Torreón alojado. Poco más hay que reseñar sobre aquel particular, salvo la sorpresa mayúscula que reflejó su rostro y que se encaminó hacia el campo para evitar que cualquier edificio se desplomase sobre él, pues aquel terremoto provocó algunos desperfectos en diversas partes y edificios de la ciudad.
» Sin embargo, en 1454 este rey fallecería y su hijo Enrique IV le sucedería. Ciudad Real formaría parte de aquella dote, la cual fue entregada a la reina doña Juan de Portugal, que siendo señora de la ciudad ordenará al corregidor Juan de Bobadilla la construcción de una torre de la que no parece tenerse demasiada constancia, pues habría puesto sus armas y no las de Castilla y León.
» A Enrique le sucedió Isabel, su hermanastra, y su esposo Fernando de Aragón, los Reyes Católicos, a quienes los ciudarrealeños habían seguido en sus disputas frente a los calatravos e incluso contra la que llamaban La Beltraneja. En aquella época convulsa del comienzo de su reinado el maestre calatravo llegó a tomar Ciudad Real, la cual pidió la ayuda de los monarcas, quien enviaron al Conde de Cabra y a don Rodrigo de Manrique para que expulsaran al maestre.
» La lealtad mostrada por los habitantes de la ciudad vino refrendada por los reyes al donar en 1475 a uno de sus naturales, don Fernando de Cervera, que fue nombrado aposentador de los mismos, recayendo en él la propiedad del Alcázar para que así estuviera en manos particulares fieles por si aconteciesen futuros ataques como el de los calatravos. Más tarde llegaría incluso a pertenecer, lo que sería un huerto y el solar debidamente vallado, al marqués de Villamediana, que fue ya en el siglo XIX el que logró mantener la puerta que parecía que iba a derrumbarse. Por este señor hoy en día podemos contemplar este arco, aunque parezca poco.
Tras finalizar el relato histórico, aquel guía continuó narrando a los allí presentes las excelencias del edificio palaciego que había estado apoyado en la mismísima muralla. De él en el preciso instante contó cómo sólo ya quedaba aquel vestigio del arco, que había sido restaurado, y en el que se centró en algunas de sus particularidades como las marcas de los canteros grabadas en los sillares y también en las dovelas del arco que poseían un frente liso y vertical, estando modestamente adornadas por un bocel.
También hizo referencia Joaquín a la más que probable talla de unos castillos y cabezas de leones aparecidos en los sillarejos originales a modo de recuerdo heráldico del monarca con el que se había edificado el Alcázar, Alfonso X.
El arco en sí, como solía suceder en aquel siglo XIII, no era estrecho, estando asentado sobre unos machones laterales fuertes y bajos.
– … Con este breve comentario finalizo la visita de hoy. Espero que les haya gustado, pues estoy muy agradecido por la atención recibida. Les deseo que disfruten del entorno, de los jardines, de las terrazas, incluso si se quieren acercar unos metros más allá a contemplar el lienzo de la muralla y, para los más aventureros, si callejean por todas estas vías que están más allá de este paseo – lo hizo señalando a partir de la calle Madrilas –, podrán adentrarse por lo que fue la antigua judería de la ciudad, que gozó de mucha relevancia desde los comienzos de aquella villa fundada por el Rey Sabio. ¡Muchas gracias a todos por su asistencia y hasta la próxima!
En ese momento José se acercó a despedirse de Joaquín y le hizo una pequeña petición:
– Discúlpame, ¿podrías hacernos una foto de recuerdo a los cuatro? – señalándole a los que le acompañaban.
– No faltaba más. José era, ¿verdad? Supongo que al jovencito le habrá encantado, pues ya vi el interés que mostró e incluso se atrevió a intervenir, algo que nadie nos esperábamos. Además, ya estaba informado por mi compañero Carlos de que habría algunos visitantes que venían con parte de la lección preparada. Supongo que se refería a vosotros.
– Así es. Mi suegro siempre sintió mucha curiosidad por la historia y los edificios de esta ciudad desde que era joven y ese mismo interés lo ha trasladado a su hija, mi mujer, y a su nieto, nuestro hijo Blas.
– ¿Me estás diciendo que el señor don Juan José del que muchos me han hablado lo tengo enfrente? Es un honor para mí, pues llevo oyendo historias de él desde que era chico. Mi padre, quizá ya no lo recuerde, era amigo suyo, aunque tristemente falleció hace tiempo y seguro que hoy hubiesen disfrutado mucho los dos.
– ¡Vaya, vaya! ¡Ya sé quién eres! ¡Acércate y díselo tú mismo si no tienes mucha prisa! Seguro que se alegra al verte.
Ambos llegaron enseguida a donde el nieto disfrutaba de la compañía de su madre y del regocijo de su abuelo. Tras realizar Joaquín la fotografía, José inquirió afectuosamente al anciano:
– ¿A que no sabes quién nos ha hecho la visita guiada, padre?
– Diría que su cara me resultó algo familiar, pero los jóvenes de hoy cambiáis tanto que no lo puedo asegurar. – respondió el viejo.
– Le voy a dar una pista: ¿recuerda usted quién cumplía años un 27 de enero y que bien lo conocía? – señaló el mencionado.
– ¡Dios santo! ¡No puedo creer lo que están viendo mis ojos! Eres el hijo de mi buen amigo… – expresó el anciano que no pudo pronunciar su nombre al embargarle la turbación ante tan enternecedor recuerdo.
– ¡Aún recuerdo aquellos días en los que ambos se ponían a contar sus batallitas sobre tal o cual edificio, personaje o acontecimiento de esta ciudad! Siempre estaba expectante, sintiendo curiosidad por lo que contaban, aunque algunas veces no estuve presente, sino que me quedaba a escondidas. ¿Cuánto tiempo ha pasado de aquello? Me enteré de lo de su señora, pero no estaba cerca de aquí sino estudiando con una Beca fuera de España. Lo sentí mucho ¡Cuánto me alegro de verle! Perdone el atrevimiento, pero ¿le podía dar un abrazo? – solicitó al ver el afectado estado de ánimo de Juan José, mostrándole el cariño que siempre había recibido de él.
– ¡Faltaría más, muchacho! ¡Cómo no! Te conozco casi desde que naciste. ¡Qué cabeza la mía al no haberte reconocido! – respondió Juan José emocionado al mismo tiempo que se fundía con aquel joven en un abrazo. Sonrientes, llenos de dicha, presenciaron mientras tanto un momento que quizá no olvidarían en mucho tiempo.
Poco después de charlar unos minutos, aquel joven de buen porte que tanto recordaba a su padre se despidió de aquella familia para regresar a su propia casa, pues allí también le estaban esperando. Sin embargo, tampoco él olvidaría aquel momento, recordando las grandes lecciones recibidas por aquellos grandes conversadores que fueron Juan José y su progenitor.
En ese instante casi habían alcanzado las doce del mediodía. Aún tenían un par de horas para disfrutar en familia Juan José, Adela, José y Blas y a eso mismo se dedicaron entonces.
Caminaron por aquel paseo de Pablo Picasso. Disfrutaron del frescor de las fuentes. Se deleitaron ante la imponente estampa que mostraba la talla de Juan II a caballo, llegando incluso a alcanzar el último vestigio de la antigua muralla que aún quedaba en pie en aquella ciudad en la ronda de La Mata. A la sombra de aquellos bancos disfrutaron de una animada charla, pues durante la visita – a excepción de la acertada e improvisada intervención de Blas – no habían hablado apenas por no interrumpir el discurso del guía Joaquín. <¡Ay, Joaquín tenía que ser el guía!> pensó emocionado para sí el anciano al asaltarle los recuerdos de su amigo. Había sido un auténtico regalo aquel que gestaron entre Adela y José, algo que permanecería en el recuerdo de Juan José por mucho tiempo.
Entre aquellos bancos, comenzó entonces el saber hacer de aquel viejo al que tanto le gustaba disfrutar de la historia y que tanto se deleitaba contándolas. Recordó a los que le acompañaban la historia de aquel barrio, y eso explicó y reforzó muchos de los comentarios que antes habían escuchado a Joaquín.
– …Como bien os explicó el guía, las galerías que en este Torreón existían cuando aún era muy joven y casi no conocía a mi esposa, fueron tapados sobre los años 50 más o menos. Sobre todo, lo que más conocía eran los subterráneos que el propio palacio poseía, pues alguna vez que otra me pude introducir por él, pues la curiosidad que me despertaban las cuevas siempre me había llevado a saber qué más había por allí.
Continuó la perorata del abuelo, aunque ya se levantaron de aquellos duros bancos, pues el anciano dijo que <¡se nos va a quedar el culo plano de tanto tiempo que llevamos aquí sentados!>, a lo que los acompañantes respondieron con unas sonoras carcajadas.
Cruzaron entonces el paso de peatones que se hallaba próximo a un edificio de color verde que pertenecía al ayuntamiento y se dirigieron en busca de alguna terraza donde tomar algún bocado. Iban tranquilos, pues, aunque los adultos aún tenían que trabajar por la tarde, José había sido suficientemente previsor para llevarse el auto y así evitar demoras.
Regresaron entonces a una terraza cercana al arco del Torreón que anteriormente había visitado. En ella dieron cuenta de un buen refrigerio, alguna bebida refrescante, unos pinchos y alguna ración con la que engañar a aquellos estómagos que no habían ingerido ningún bocado desde el desayuno. ¿Dónde habían quedado los churros que el abuelo trajo por entonces? Casi nada de ellos podía permanecer como combustible, pues en cuanto se sentaron en las sillas de la terraza, se comieron rápidamente todo aquello que habían pedido. Un refresco para el niño y el abuelo, este último sin cubitos de hielo para no lastimar su maltrecha garganta, una cervecita para Adela que hacía tiempo que no disfrutaba de ellas, y una bebida con algo de cafeína para José, que bien le hubiese gustado elegir lo mismo que su mujer, pero era a él al que le correspondía conducir.
La una y media había sonado poco antes de llegar a casa procedente del reloj de la Catedral. Todos estaban muy contentos de aquella visita en familia. Los padres se dirigieron al aseo más raudos que el resto, pues eran los únicos que tenían algo de prisa. Debían regresar a la realidad y el trabajo ese día lo habían podido aplazar a la tarde, aprovechando unos oportunos cambios de turno con unos compañeros. Adela tendría poca faena ese día, por lo que pronto regresaría a casa. En cuanto a José, ese sería otro cantar y la noche entrada le pillaría de vuelta a su casa. Había que cumplir con los compromisos. El pan de cada día no venía solo, sino que el plato en la mesa había que salir a buscarlo. De eso eran muy conscientes los dos esposos, y la responsabilidad que tenían en sus vidas.
Mientras tanto, la extraña pareja que se había cimentado en la confianza del día a día y que estaba formada por el anciano y el nieto allí permanecían más relajados, ya en el mismísimo sofá. El muchacho aún con ganas de muchas preguntas que realizar. El anciano ya comenzaba a dar muestras del esfuerzo realizado durante tantas horas, aunque aún le estaba comentando a su nieto cómo se había construido aquel barrio del Torreón entre los 60 y 70 del pasado siglo, cuando aún ni tan siquiera sus padres tenían su edad. Juan José se encontraba algo cansado para más andanzas. Necesitaba un respiro, aunque aún permanecía con los ojos abiertos.
Salieron entonces Adela y José con su vestimenta para salir a la calle y emprender su peculiar jornada laboral. Se despidieron. Ambos sabían que, aunque salieran juntos sus caminos se separarían nada más pisar la calle. Poco antes de que aquello ocurriera, se dieron un apasionado beso de despedida, mostrando ambos una sonrisa que no recordaban al darse cuenta del gran día del que habían disfrutado.
Unos pisos más arriba quedaron los que aún permanecían en el sofá. En ese momento el silencio se había adueñado de la casa, pues ambos estaban exhaustos y se dejaron llevar. Apenas se percibía algún ruido del tráfico exterior pues en el interior de aquella casa la calma difícilmente era interrumpida por los leves ronquidos del abuelo.