Escribía, con su sagacidad habitual la filóloga sevillana, Lola Pons el pasado 22 de julio en el diario El País, el texto que denominaba Los mapas ya no son firmes.
Para dar a entender muchas cosas.
Incluso para rememorar un cuento de Borges –sobre el levantamientos de mapas a escala real– y de una novela de Houellebecq que establece la dicotomía de El mapa y el territorio.
Para dar a entender el tiempo pasado, en el que los mapas no fueron fiables por falta de conocimientos cartográficos. Pero no impidieron la navegación.
El tiempo presente, en el que los cambios globales a los que nos vemos sometidos por razones diversas, nos vuelven irrelevantes y sin firmeza en el territorio.
Y el tiempo futuro, en el que la firmeza y la relevancia habrán desaparecido de tantos esquemas y soportes.
Tiempos y cambios.
Y no sólo cambios lingüísticos.
Entre los que citaba la propia autora, fijaba –en el pie de foto que acompañaba el texto– la de la aparición de ruinas romanas en el entorno de la presa portuguesa de Cabril.
Una circunstancia más que viene a alterar nuestro conocimiento del espacio y su representación planimétrica.
El conocimiento del espacio, y sus límites y herramientas, como acontece con los mapas y portulanos.
Piénsese en las modificaciones introducidas en el medio físico por muy diversas formas y maneras de progreso alterador –y a veces, destructivo–: desde las grandes infraestructuras que cicatrizan el territorio, hasta la desforestación –habitual en el complejo Amazónico–; desde la reducción de los casquetes polares hasta la desaparición de múltiples glaciares en retroceso en los sistema montañosos.
Vivimos en un tiempo de mapas fallidos.
Y eso que procedemos de otro tiempo de Atlas colosales y coloreados a varias tintas, para buscar más el efecto verdad.
Viejo patrimonio de los navegantes, los portulanos, libros que recopilaban los mapas de redes de puertos, son sustituidos hoy por nuestros actuales navegadores por satélite.
Todos llevamos ya un portulano encima y en cualquier bolsillo.
Pero, a lo que parece, el cambio climático va a ir modificando esos portulanos: se erosionan las costas, se reducen las masas verdes, se van agostando los ríos, se desertizan bosques y se secan humedales continentales.
Nos parecían inalterables las masas de tierra firme y agua de los planisferios.
Y resultó que al tiempo que mejorábamos el estudio científico de lo que nos rodeaba, lo íbamos destruyendo y ni la cartografía tiene ya la tierra firme bajo sus pies.
La tierra de los mapas está tan en el aire como la rosa de los vientos.
Algo parecido a lo que acontece con la indefinición del tiempo, como si fuera una ecuación.
Y no sólo en clave de astrofísica o de teoría de la relatividad.
Sino en clave contable cotidiana.
Pero una contabilidad tumultuaria y confusa.
Pasamos de la Pascua cristiana–agotada y vencida– a la Pascua Militar –desfilada y juramentada–, para concluir en la Pascua ortodoxa, en un carrusel de pascuas deslizantes.
Sin olvidar la Pascua Judía del 16 abril.
Igual podríamos decir de las celebraciones del Año Nuevo, que se agazapan en el calendario como conejos en la madriguera.
Vencidas ya unas: cristiano-occidentales, y a puntos de celebrar otras –el Año Nuevo Chino.
Por no hablar de otros varios Años Nuevos, que van desde el Coreano al Hindú.
Para concluir con el Hebreo, de fecha variable.
Y ya, el sobresalto final del Año Nuevo Islámico –que también lo publicitan y lo promocionan– por más que se celebre el 30 de julio.
Pues eso, pura incertidumbre espaciotemporal.