Batallitas patrimoniales (2)

«El firmamento se había poblado de sombras que parecieran adelantar el anochecer del día, aunque apenas estaba aún mediada la mañana. Esa oscuridad apenas se veía aclarada cuando una especie de llamaradas asomaban. Aquella villa, repleta de casas de adobe encaladas, se sentía presa de una seria amenaza. Todo el mundo lo sabía o, al menos, parecía intuirlo. Los gritos que proferían en ese momento sus gentes creyeron así confirmarlo. No pudiera ser cosa baladí aquella que se cernía sobre sus propias cabezas. Atemorizados unos comentaban que habían visto las cabezas de ocho dragones, mientras que otros mostraban su pavor pues habían atisbado un dragón de ocho cabezas nada menos. ¿Cuál era la auténtica realidad? Nadie en ese momento se ponía de acuerdo pues no había ninguna versión unánime al respecto, ya que el pánico se había adueñado de los moradores de aquella población que tenía cierto parecido con aquella que mucho tiempo atrás había sido conocida como Belén, provocándose por ello que existieran tan diversas interpretaciones.

Las calles y callejas, los puestos de comerciantes que se hallaban en medio de la vía por donde las gentes transitaban, todo ello se encontraría atiborrado de personas atropelladas, pudiendo ser arrasadas todas aquellas que les pudieran estorbar a su paso, pues no sabían dónde esconderse ante el posible peligro que sus cuerpos sentían ante aquella presencia tan acechante.

En una de aquellas vías, desierta en ese preciso instante, corría despavorido un niño de apenas diez años que posaba su mirada por encima de su cabeza, tratando de atisbar en qué momento aquel o aquellos monstruos fantasmagóricos harían acto de presencia y ya no habría marcha atrás para poder quedar a salvo.

Expectante, buscaba aquél cualquier lugar donde hallar amparo, mas no le era posible pues a cualquier puerta que llamaba sólo era respondido con el silencio tras ella o bien la hallaba tan atrancada que no podía acceder a su interior.

Su desesperación iba en aumento. Su miedo iba incrementándose aún más. No sabía ya dónde buscar, aunque a lo lejos encontró lo que parecía un templo y en la puerta principal se veía a un señor mayor que le resultaba familiar al chiquillo.

El gesto de aquel muchacho se tornó en un atisbo de alegría, exclamando solícito:

– ¡Abuelo, ayúdame, por favor! Tengo mucho miedo de lo que me pueda pasar. –pidió angustiado al ver el rostro de aquel anciano, mas no encontraba contestación de la otra parte.

El nerviosismo entonces hizo mella en el jovencito, aunque persistió en su petición:

– ¡Abuelo! ¡Socorro! –reclamó más angustiado.

En ese momento, al no hallar respuesta alguna, logró empujar una puerta de una casa que parecía encontrarse abandonada, cerca de aquella iglesia, pero tras cruzar el umbral y lograr atrancarla, su desesperación aumentó al ver que no tenía ningún ventanuco por donde atisbar la amenaza exterior. Temblores en la estructura de la casa se manifestaron ante el movimiento de algo ajeno que no podía contemplar. Se había quedado atrapado en aquella vivienda, pues parte de la estructura había cedido y bloqueó totalmente aquella puerta. El muchacho, esperando lo irremediable, sencillamente se arrebujó, hecho un ovillo, tratando de proteger su propia cabeza para que no fuese dañada. En ese preciso instante los maderos que soportaban el tejado de aquella morada cedieron, sumiendo a aquel muchacho en la mayor de las penumbras…»

De pronto, aquella historia se vio interrumpida por una voz que resultaba algo familiar a Blas, haciéndole retornar al auténtico lugar en el que se encontraba:

– ¡Hijo, hijo, basta de tanto grito! ¡Ya es hora de levantarse! ¡No te hagas el remolón que el cole te espera! –indicó solícita Adela.

Aquel muchacho se levantó como pudo de su cama, pues seguía demasiado soñoliento, aunque emprendió perezoso el camino hacia el cuarto de baño, para minutos después, dirigirse raudo a la cocina donde haría acopio del desayuno con el que encarar el último día de aquella semana que tantos misterios le había despertado.

Sin embargo, aunque pareciera como si aquel sueño hubiese sido bruscamente interrumpido, sólo podremos llegar a conocer cómo sería el final de aquella historia de una manera: conociendo cual había sido realmente su origen o principio.

Para ello deberíamos retrotraernos al comienzo de la jornada de aquel jueves, otra más en la que los padres de Blas se habían visto obligados a recurrir al abuelo para que se encargase del cuidado de su nieto. Ese día se encontraba a las puertas de la mismísima Navidad, y era el momento propicio en el que al muchacho le gustaba disfrutar de las figuras de los belenes, aunque también del contenido de las iglesias y de sus historias. Nadie mejor que su abuelo para que los secretos de aquella iglesia que hoy iban a visitar quedasen desvelados. Y, además, también había un belén que contemplar. Aquel templo cristiano no era otro que la iglesia de Santiago, que tantos recuerdos le traían al anciano en sus tiempos más pretéritos. Veamos pues qué ocurrió entonces…

Como os iba diciendo, aquel día Juan José y Blas emprendieron una nueva aventura por las calles de la ciudad que a ambos vio nacer. El destino sería el templo ubicado en el conocido barrio del Perchel, de gran tradición popular, aunque muchas cosas habría que contar sin salir de las paredes de la propia iglesia como para entretenernos en ir más allá.

Así fue cómo bordeando la fachada del Palacio de la Diputación Provincial, nuestros dos protagonistas se encaminarían hacia uno de los edificios cabecera de las tres grandes barriadas medievales.

– ¿Cómo va el colegio, Blas? –preguntó con sumo interés el viejo a su nieto.

– Todo muy bien, abuelo. Cuando hicimos un trabajo sobre la plaza mayor, le respondí al maestro con algunas de las cosas que me dijiste y se quedó sorprendido y encantado. Aquello de la casa del judío le gustó mucho y me dijo que incluso algún día querría conocerte. ¡Gracias por tus historias, estoy deseando escuchar lo que hoy me vas a contar!

– ¡Cuánto me alegro, muchacho! Aunque de los judíos te hablaré más otro día, el mérito es más bien tuyo, pues el uso de lo que yo te ofrecí fue tu elección y si ese profesor quedó complacido es que algo hicimos bien. Cuando me digas, podré charlar de lo que desees con él, aunque seguramente esté más formado que yo y ya conozca muchas cosas de las que le pueda llegar a contar. Vayamos pues hoy a un nuevo lugar que, indudablemente te gustará, pues ¿acaso has visto alguna vez dragones pintados en algún edificio de esta ciudad y que están situados en un barrio de pescadores?

– Abuelo, ¡qué cosas tienes! ¡Eso que me relatas parece más una película y no creo que en Ciudad Real haya nada de eso! ¡¿Estás otra vez de broma?!

– ¡Nada más lejos de la realidad, muchacho! Lo que te cuento es totalmente cierto y pronto lo podrás contemplar con tus propios ojos.

Se encaminaron por la calle del Jacinto aquella peculiar pareja de abuelo y nieto dirigiéndose a uno de los centros neurálgicos de mayor solera de la ciudad. Buscaban, en ese momento, la plaza de Santiago, para lo que fueron atravesando las calles de Elisa Cendrero y de Altagracia, y frente a ello se abría una modesta placita que servía de antesala a su objetivo final. Apenas habían transcurrido quince minutos desde que se alejaran del Palacio Provincial y ya tenía ante sí a otro edificio que desafiaba a las construcciones realizadas desde mediados del siglo XX. Era la mismísima iglesia de Santiago, aún de buena mañana, la que recibía el sol de comienzos del invierno el mismísimo día antes del sorteo de la Lotería de Navidad, cita que era ineludible para muchos y que como persona que seguía muchas tradiciones, el abuelo no se quería perder estando pegado al televisor, aunque apenas jugase alguna que otra papeleta y quizá un décimo por compromiso.

Sin embargo, antes de penetrar en dicha plaza presidida por la iglesia, el abuelo decidió pararse en la conocida plaza de Agustín Salido, antes de llegar al destino de aquel día. Allí, el anciano se dirigió al muchacho preguntándole:

– Blas, ¿sabes cómo se llama este barrio y por qué?

– Ya veo, abuelo, que estamos en el barrio del Perchel, pero lo de los dragones y los pescadores me lo tendrás que explicar pues no sé a qué te refieres. –respondió esbozando una leve sonrisa.

– Todo a su tiempo muchacho, todo a su tiempo. Veo que no sabes que además de la iglesia aquí vivieron pescadores, y de ahí lo del nombre del barrio.

– Eso me lo tienes que explicar mejor, abuelo, pues aquí no hay ningún río donde pescar.

– Cierto es que han pasado muchos años de todo aquello. Como bien sabrás cuando estuvimos en la plaza mayor, hubo un rey que decidió situar aquí una villa, pero aquellas gentes antes incluso de vivir de la agricultura dependían de la pesca que llevaban a cabo en el río Guadiana.

» Aquellos pescadores se asentaron en el que era el barrio más antiguo de la localidad, conocida como Villa Real, y en él estamos hoy. Pero ¿qué necesitan los pescadores para coger peces?

– ¿Una caña o una red, abuelo? – respondió dubitativo.

– Más bien lo segundo, pues se cogen más. Y aquí es donde yo quería llegar.

» Como bien sabrás, los pescadores al acabar su jornada no dejaban sus herramientas de trabajo por ahí tiradas, como muchas veces habrás hecho tú con la ropa sucia cuando te la quitas. ¿No es así?

– Tienes razón, y eso que mi madre me regaña siempre, pero es que es un rollo eso de colocar la ropa. Pero, abuelo, ¿qué tienen que ver los pescadores con la ropa?

– Ellos, nada, pero sí sus redes. Me explico. Cuando, tras un largo día faenando, tratando de sacar la mayor cantidad de pesca posible del río, aquellos hombres volvían a su casa, tenían montados unos aparejos formados por varios palos de madera donde normalmente se colocaban las redes. Aquellas estructuras eran las perchas o percheles donde esas redes descansaban hasta iniciar una nueva jornada de trabajo de sus dueños. ¿Lo has entendido ahora, Blas?

– ¡Vaya, abuelo! ¡Cuánto sabes! Eso sí que me lo apunto por si otro día me preguntan. Además, mi amigo Alberto vendrá después de navidades con su perrito que le regalaron el año pasado, por lo que quizá nuestro maestro nos pregunte alguna cosa sobre este barrio y así podré contarle lo que me has dicho.

– ¡Ay, hijo mío, qué recuerdos me trae San Antón! –expresó emocionado aquel anciano, al recordarle su nieto las tristes pérdidas que en los últimos años le habían dejado solo.

– ¿Por qué lloras abuelo?

– Hay algo que tú no sabes, pero tu abuela y yo teníamos una perrita antes de que tú nacieras. Yo mismo vine a que la bendijeran cuando apenas era una cría, en compañía de ella.

» Ambas tenían mucho que ver con este barrio, pues cuando yo conocí a tu abuela paseábamos muchas veces por estas calles, veíamos cómo iban desapareciendo los antiguos edificios para ser sustituidos por bloques de pisos. Las casas encaladas de toda la vida, aquellas en las que mis padres y abuelos habían vivido, y también los de tu abuela, fueron desapareciendo con el tiempo, pues había otras necesidades. Sin embargo, tu abuela cuando se hizo mayor y ya era novia tu madre, apenas le gustaba salir de casa y fue entonces cuando yo tenía que salir a la calle a dar paseos con nuestro animalito. Siempre que me encontraban por la calle servía de excusa para encontrarme con algún amigo y contar y escuchar historias de los diferentes edificios del barrio que hubo entonces. Pero ella también se hizo mayor y enfermó sin remedio, dejándome solo. Así que ahora aquellos paseos que me daba con ello los recuerdo con nostalgia al estar acompañado de ti. Pero, hijo mío, creo que nos estamos desviando del tema y que aún no hemos ido a la iglesia, que no quiero que nos cierren. ¡Vamos corriendo!

– ¡Es verdad, abuelo!

Apenas habían andado unas decenas de pasos cuando llegaron al centro de la plaza, dejando a su espalda el convento de las Hermanas de la Cruz y dirigiendo la mirada a aquella imponente estampa que mostraba el templo jacobeo. Su torre era el primer elemento que sobresalía del resto a su izquierda, mostrando su singularidad además de su tejado a cuatro aguas y el campanario del cuerpo superior en el que diversas ventanas revelan el tañido de aquellas campanas. Además, destacaban también en el exterior aquellas arcadas que en forma de ojiva remataban las dos puertas por las que se podían entrar en el interior, situadas una al norte y otra al sur. Recordaba en aquel momento el anciano los desmanes perpetrados sobre aquel templo durante su propia vida y cómo incluso había sido desprovisto el acceso que daba a la plazuela de un cobertizo de ladrillo. < ¡Cuánto se ha destruido en esta ciudad! >, exclamaba para sí.

Dirigiendo entonces la mirada hacia el jovencito, musitó:

– ¿Entramos?

– No faltaba más, abuelo.

«La iglesia de Santiago» (detalle), de Cristina Galán Gall

Franquearon ambos la puerta que les condujo a contemplar aquel interior estructurado en tres naves. Sin embargo, en ese preciso instante, frente a sí, se encontraron con una sorpresa inesperada.

– ¡Buenas tardes don Juan José! ¡Cuánto tiempo sin verle! Supongo que este será su nieto, ¿no? –interpeló un sacerdote.

– ¿Cómo está usted, padre Julián? Desgraciadamente la última vez que nos vimos…

– ¡Ay, la difunta, su señora! ¡Cuánto la echo de menos, pues era habitual que me ayudara en las tareas de la iglesia y su devoción por el santo era tanta…! Aunque mejor no nos pongamos ahora tristes, pues supongo si está usted aquí con el nietecito, querrá ver el precioso belén que este año se ha montado. ¿No es así?

– Cierto es, padre, pero a mi nieto lo que primero le prometí es que iba a ver unos dragones en una iglesia y por eso estamos principalmente aquí, si a usted le parece bien. Y ya, si tiene algunos minutillos nos podría acompañar y que usted mismo resuelva las dudas del muchacho.

– Me parece estupendo. ¡No faltaba más! Voy a encender las luces y a acabar de recoger algunas cosillas del altar y, mientras tanto, pueden ver el belén que está a los pies de la iglesia. –respondió ufano el párroco, a cuyo gesto fue correspondido con un “gracias” de los visitantes.

Habiendo dado media vuelta, Blas y su abuelo se encontraban ya deleitándose con el colorido que los juegos de luces daban a aquel montaje tan vivo. Las diversas escenas se escalonaban, reproduciéndose relieves montañosos en un extremo, a cuyas faldas surgían diversas construcciones de una población que representaría a Belén, viéndose cruzada por un muy logrado lecho fluvial, convenientemente iluminado de un efectista color azul. Después se sucedían diferentes escenarios en los que se contemplaban faenas agrícolas y ganaderas, rebaños dispersos por doquier, y hasta alcanzar el otro extremo del conjunto escenográfico en el que se mostraba el Nacimiento de forma sencilla, sin ninguna estructura constructiva sino con las figuras cobijadas por la propia vegetación elegida al uso. Diversos personajes se iban acercando a aquel acontecimiento tan destacado, siendo los pastores los más numerosos. Toda aquella sucesión de figuras que integraban la composición hizo el deleite de Juan José y su nieto, quedando absortos hasta tal punto que no repararon que el cura ya les estaba acompañando desde hacía unos instantes.

– ¿Qué te ha parecido el Belén, jovencito? ¿Lo habías visto alguna vez tan bonito?

– No, padre. Nunca vi nada igual. ¿Cómo han podido hacer algo así? –respondió sorprendido, a lo que el sacerdote correspondió con una leve sonrisa de agradecimiento.

– Bueno, si lo desean, ya podemos ir a ver unos dragones. ¿Verdad, muchacho?

– ¡Aún no me lo creo! Pero mi abuelo dice que sí y yo por mucho que he mirado, no los vi.

– ¿Seguro que miraste en todos los lugares de esta iglesia? –preguntó con una leve sonrisa el anciano.

Mientras se dirigían hacia el lugar donde aquellas pinturas se hallaban, fueron asaltando los recuerdos al abuelo. Aquella nave central la conocía desde muy pequeño. Más tarde transitó por ella acompañado de su propia esposa en numerosas ocasiones, y la última de ellas, a la postre, había sido la última, para darle cristiana sepultura.

Tras pasear por la nave central, fueron contemplando los tres no sólo los lienzos que envolvían el interior sino la estructura en la que estaba dispuesto: a ambos lados de la nave central se hallaban dos laterales de menor tamaño en altura y anchura, viéndose separadas por unos gruesos pilares que se hallaban coronados por unos arcos propios del gótico, en forma de ojiva, sirviendo ellos mismos de soportes para la cubierta. Una vez que abandonaron el espacio que ocupaban las naves, alcanzaron entonces el crucero, en el que sus brazos laterales apenas destacaban, salvo por los distintos arcos existentes en la cubierta.

Sin embargo, el muchacho, que no iba a la par de los dos mayores, había reparado en la rapidez con que sus acompañantes querían alcanzar el ábside central, y aquello le llevó a plantearles una consulta:

– Disculpe, padre, ¿aquello que hay arriba es madera?

– ¡Vaya, jovencito! ¡No pierdes detalle! Cierto es que antes de enseñarte los dragones, y tu abuelo bien conoce este lugar, sería necesario que te comentase alguna cosa al respecto de lo que me has preguntado.

»Lo que tenemos sobre nuestras cabezas realmente es madera. Se conoce como artesonado, y hasta hace no mucho tiempo que se restauró no se podía ver como está hoy en día. Su estilo es mudéjar y fue descubierto al ser restaurado, ya que antes se hallaba cubierto por una construcción llamada bóveda de cañón que habían construido en el siglo XVIII. Esta estructura de madera es conocida como de par y nudillo, de tradición almohade, y se encuentra policromada en rojo, negro y amarillo. Por eso se destaca tanto desde aquí abajo. Su almizate, que es la estructura plana de madera, tiene decoración de lacería, con estrellas y polígonos de ocho puntas en su centro, entre otras cosas.

– ¡Una gran suerte que pudiese ser restaurado este artesonado y poderlo disfrutar! ¿Verdad, padre? –entró al quite y carraspeando el anciano al ver que la cara de circunstancias de su nieto mostraba cierto aburrimiento ante la prolongada explicación del párroco.

– Así es, don Juan José. Vamos a ver los dragones, muchacho. –manifestó don Julián, entendiendo la acertada intervención del anciano.

Tras abandonar entonces el cuerpo principal de aquel templo en el que las tres naves se disponían, llegaron al lugar donde las bóvedas de la nave central, la Epístola y el Evangelio se hallaban coronadas por aquellos monstruos diabólicos.

En ese preciso momento, el sacerdote y el anciano, estando los tres justo debajo de la bóveda que pretendían visitar, preguntaron al muchacho al unísono:

– ¿Dónde están los dragones, Blas?

– No los veo. Hemos perdido el tiempo y aún no los vi. –respondió despistado, a lo que fue respondido con una mirada de ambos dirigiéndola hacia arriba.

En ese preciso momento, el muchacho no cabía en sí de gozo. <¡Qué bonito!>, exclamó.

– Además, Blas, ve hacia allí y podrás ver otro. – dicho y hecho el muchacho encaminó sus pasos acelerados tanto a derecha como a izquierda, pudiendo contemplar que su abuelo no le había mentido.

En ese momento, el mozalbete había quedado extasiado ante los vivos colores y el enorme tamaño que aquellos dragones mostraban. Una leve sonrisa dirigió a su abuelo, aunque también no quiso desaprovechar la oportunidad para preguntar al sacerdote:

– Don Julián, ¿cómo se han podido pintar tan alto y por qué se pintaron?

– Veo que tu abuelo te tiene bien aleccionado, pues siempre haces preguntas muy acertadas y estas también lo son. Te cuento lo que sé, aunque tu abuelo quizá me pueda ayudar al respecto.

» Según tengo entendido, cuando se construían estas iglesias, no todo el mundo podía ir a la escuela como tú ni tampoco sabía leer y escribir. Por eso, cuando se trataban de explicar los sermones en las iglesias o expresar escenas de la Biblia o cosas así, se usaban imágenes que impactaban. Además, la gente tenía mucho miedo a lo desconocido y el mal normalmente era representado con monstruos. Los dragones eran de lo más habitual por el miedo que provocaban y las leyendas que siempre tenían. Así ocurrió en esta iglesia.

» Tengo entendido que las figuras de los dragones que se representan aquí hacen referencia a una hidra, al dragón del apocalipsis y al Leviatán. La primera de ellas, la Hidra, era un monstruo de la mitología griega que vivía en el agua y que poseía numerosas cabezas. ¡Dicen incluso que el mismísimo Hércules se enfrentó a una de ellas y que acabó cortándole todas sus cabezas! Pues bien, este monstruo que se enfrenta a alguien con una espada viene a representar la lucha del bien y del mal. Incluso las ocho cabezas que se ven cuatro serían buenas y cuatro malas, según los colores que ves el azul y el rojo.

» En cuanto al dragón del Apocalipsis, es la bestia que nos advierte de la llegada del Juicio Final, y curiosamente aparece en la bóveda que tiene unos nervios que se asemejan a lo que es una concha, también llamada “venera”, símbolo muy relacionado con Santiago Apóstol.

» Y, en cuanto al Leviatán, que aparece en uno de los libros de la Biblia, el de Job, tiene mucha relación con un incendio que en este barrio se dio con motivo de las disputas entre los conversos y los partidarios del maestre que por entonces vivía aquí en Ciudad Real. Parece ser, como ocurre en la Biblia, que era una forma de advertir a los conversos que en esta antigua judería aún residían…

– Pero, padre, ¿aquí había judíos? –interrogó el muchacho.

– Así es hijo mío. El que hoy en día es conocido como barrio del Perchel tuvo en su momento una población de judíos desde los primeros años en que esta ciudad fue fundada, aunque fueron obligados a convertirse y después expulsados. Por ello hoy en día apenas se conocen restos de ellos en este lugar.

– Eso mismo me dijo mi abuelo el otro día cuando estuvimos en la plaza mayor viendo el reloj carillón, aunque de los judíos aún no me habló mucho.

– Blas. Quedamos en que eso mismo lo veríamos otro día, pues hoy queríamos ver a los dragones. ¿Te ha gustado comprobar que tu abuelo tenía razón? Pero en esta iglesia, además del Belén, del artesonado y de los dragones, hay muchas más cosas que ver y creo que va siendo hora de que lo veamos por nuestra cuenta y dejemos descansar a don Julián. Muchas gracias por todo y espero volverle a ver en otra ocasión.

– Gracias a usted, don Juan José, y a ti Blas por el interés mostrado. –en ese momento con un leve gesto con la mano se despidió de ambos, dirigiéndose hacia la sacristía para proseguir con las tareas que aún no había concluido.

Entonces abuelo y nieto se quedaron en ese momento pensando qué iban a hacer. El jovencito preguntó al abuelo:

– En el altar donde don Julián hace la misa, ¿siempre ha estado todo de la misma manera como ocurrió con los dragones?

– No, hijo mío. Esta iglesia ha sufrido muchos cambios antes de que conociera y desde la primera vez que entré en ella.

» Por ponerte un ejemplo, ya que tenemos aquí el altar tan cerca, podría decirte que cuando tu abuela y yo nos casamos estaban a punto de cambiar una imagen de Santiago Matamoros, pues así era conocido en la Edad Media, pues las tropas cristianas luchaban contra los moros o seguidores del islam para reconquistar los territorios de España. Poco tiempo después, según pudimos contemplar ya recién casados, esa imagen fue sustituida por un tríptico de un pintor llamado Vicente Martín, aunque fue trasladada a Almagro cuando se empezaron las obras de restauración.

» También te podría hablar de las capillas del Cristo de la Caridad y de la Virgen de los Dolores, aunque quizá debería mostrarte algunas de las pinturas que hay repartidas por la iglesia, ¿no crees?

– Hoy tienes toda mi atención, abuelo, pues lo de los dragones no creí que fuese cierto. Vamos donde tú me digas.

– Bien, como iba diciendo, en esta iglesia hay varias pinturas que se pueden contemplar en sus paredes, aunque desgraciadamente no estén completas por el deterioro que han sufrido por el transcurrir de los siglos.

» Así, en la nave del Evangelio, cerca de donde está lo que pretende mostrar un crucero, se encuentra una de las pinturas que a mí más me gusta, a pesar de lo peculiar que es. En él, aquel que ves allí, tenemos por un lado diversos personajes vinculados al mundo de la Iglesia, y por otro se ven escenas de la Pasión de Cristo. ¿Acaso no ves a un gallo ahí?

– Sí, sí. Lo veo, abuelo. –respondió emocionado.

– Sígueme entonces, pues nos vamos a la torre, para enseñarte otra cosa.

Apenas unos pasos bastaron para alcanzar la nueva ubicación que Juan José quería mostrar a su nieto. Estaban justo en la entrada que daba acceso al interior de la torre. <Otra huella más del pasado se había desvelado tras aquella afortunada restauración>, pensaba para sí el anciano. En ese momento y aún de alcanzar la misma entrada, el abuelo se puso frente a su nieto y le indicó:

– Te voy a proponer un juego. ¿Aceptas?

– ¡Sí!

– Tápate entonces los ojos con una mano y dame la otra para guiarte.

– ¿Estás seguro, abuelo?

– ¡Confía en mí! Creo que hoy me lo he ganado, ¿no?

Acto seguido, Blas siguió las instrucciones de su abuelo y, dada la corta estatura que aún tenía, no pudo percibir que se encontraba justo debajo del techo de la bóveda de aquel acceso. En este momento, el anciano le indicó:

– ¡Abre ahora los ojos y mira hacia arriba!

En ese momento aquel astro Sol y las representaciones mitológicas de los cuatro vientos dejaron estupefacto al muchacho. Se había quedado sin palabras. Boreas, Noto, Euro y Céfiro trataban de insuflar algo de aire a aquel que se había quedado paralizado. Pero aún había más.

– Mira ahora a tu derecha y después a tu izquierda.

Ante la primera de las escenas, quedó nuevamente sorprendido, al contemplar como Jesús entraba en Jerusalén, mientras cuando giró la cabeza para contemplar la escena opuesta apenas pudo contemplar algunos elementos inconexos al haber sido dañado ese muro.

– ¡Guau, abuelo! ¡Qué bonito! Aunque la de aquí difícil de ver, ¿no?

– Así es. A pesar de la fortuna que hemos tenido al encontrar las otras pinturas, esta iglesia ha perdido muchas de ellas por lo poco cuidadosos que han sido al taparlas con cemento e incluso picarlas. Pero esta ciudad esta llena de atentados terribles contra el patrimonio y esta iglesia es un ejemplo más de ello, aunque no el más dañino.

– Hablas de los judíos, ¿no es así, abuelo?

– Ya veo que estás atento a mis explicaciones, Blas. ¡Cielos santo! ¿Has visto la hora que es?

– No, abuelo. ¿Por qué? ¿Qué pasa?

– Pues que hoy la regañina no te la van a dar tus padres a ti sino a mí. Se nos hizo muy tarde.

En ese momento, el cura estaba terminando de apagar las luces que aún le quedaban, cuando se encontró a aquellos visitantes tan curiosos.

– ¿Aún están aquí? Ya voy a cerrar. Espero verlos otro día.

– Gracias, padre, por las molestias. Hasta pronto.

El paso de ambos, tal y como salieron de la iglesia, fue lo más raudo posible. Sabían que ya habían regresado del trabajo Adela y José.

El muchacho no sabía qué podía esperar de aquella tardanza, pero el anciano conocía muy bien a su hija.

MANUEL CABEZAS VELASCO

¡FELIZ NAVIDAD Y PRÓSPERO AÑO 2023!

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