Desde antes del comienzo del partido de octavos de finales del Mundial de Qatar’22, se sabía que el encuentro entre Marruecos y España era algo más que un partido de fútbol.
Cosa que ya ha ocurrido otras veces y ocasiones.
Con la transitividad creciente de fútbol y política.
Como ha pasado este año con las reacciones críticas y las limitaciones y prohibiciones de la FIFA sobre las protestas variadas contra los emiratos y sus represiones.
Pues eso, fútbol y política.
Y así los Mundiales de Videla en Argentina 78, el gol de Marcelino frente a Rusia en la Eurocopa de 1964 o la mano de Dios frente a los ingleses en México 86.
Algo más, por tanto, que una eliminatoria entre Marruecos y España camino de la final tan predicada.
Y eso desde la perspectiva de los contenciosos fronterizos y transfronterizos que venimos disputando con el reino alauita.
Ceuta, Melilla, el Sahara, la migración irregular, el asentimiento de Sánchez a las tesis de Marruecos o el cierre de fronteras.
O la quiebra del suministro del gas argelino.
Eran muchos los contenciosos pendientes entre ambos reinos difíciles y orientados al Estrecho de Gibraltar.
Y orientados a la confrontación simbólica: el vecino del Norte frente al vecino del Sur.
Como un argumento meta deportivo.
Por eso la identificación de Luís Enrique con Pedro Sánchez.
En tantos y tantas cosas.
Desde el liderazgo personal –reiterado y vendido– a la arbitrariedad de las decisiones y alineaciones propuestas.
La supuesta superioridad del combinado español, desde el partido inaugural contra Costa Rica –goleada mediante– había desatado una suerte de optimismo infundado.
E inconveniente.
Que había atrapado a tantos ingenuos del balón, como a los interesados en que, el debate político continuado de la actualidad, quedara amortiguado con una carrera de éxitos imparables deportivos.
E improbables.
Para así hablar de lo que ocurre en el rectángulo de juego y olvidar lo de más allá del césped o pasto –a la argentina–.
Un rectángulo que se ha visto súbitamente empequeñecido, con la sorpresa marroquí.
Sorpresa que no era tanta.
A la vista del egocentrismo del seleccionador y de un combinado irregular.
Donde brillaban ausencias inexplicables e inexplicadas.
Salvo por el afán de brillar y de liderar el proceso por parte de Luís Enrique Martínez.
Un jugador recordado por el codazo de Tassoti, en un partido España-Italia más que por otras cosas.
Y que tuvo un aparición/desaparición en su puesto de seleccionador, por mano del mago de la RFEF, Luis Rubianes.
Capaz de tantas cosas.
Por afinidades.
Por más que, tras ese arranque fulgurante del seleccionado con un enemigo menor, en los posteriores partidos nos ofrecieran más que cohetería cosmética.
De tal suerte que, hasta comentaristas equilibrados, como Manolo Lama, dieran por resuelto en choque con Marruecos, con una cómoda victoria.
Ganar sin bajarse del autobús, como decía y gustaba Helenio Herrera, otro mago con predicamento.
Desde la superioridad técnica y estratégica del combinado nacional, afirmaba Lama que estábamos en cuartos y apuntando a la final probable.
Sin bajarse del autobús.
Para conseguir la segunda estrella en la camisola diseñada por Adidas.
Y que, por ahora tendrá que esperar.
Salvo que la segunda estrella se resiste, desde un trayecto titubeante y estemos estrellados.
Toda vez que, en los últimos tres mundiales, España sólo ha ganado tres partidos.
Y que en este de Qatar’22 no ha sabido romper el maleficio.
Que venía de empatar con Alemania y de perder con Japón como recorrido previo.
Y que en este de Qatar’22 no ha sabido romper el molde del gafe.
O la hegemonía del yo del seleccionador.
Que anda dando trompicones.
Por que tiene, Luís Enrique, “más salidas que el metro”.
El problema ¿es el o es el metro?