Con tanto trajín mediático nos hemos olvidado de todo, nos hemos olvidado de la lluvia. La lluvia es agua gratuita, un verdadero beneficio del cielo, que cuando cae sin violencia parece hacerlo para todos como la verdadera justicia. Pero hasta esa húmeda bendición que reverdece los campos, hace germinar la semilla y limpia las ciudades de aire pútrido y de polvo sedimentado, aparece con su peor cara. Ya nos son familiares las riadas callejeras salpicadas de islotes que son los techos de los coches amontonados en una esquina como rocas de litoral. Tan angustiados estamos por el precio del gas y los carburantes que nos hemos olvidado de la lluvia y sobre todo de que en este país contradictorio que se mueve entre la luminosidad y jolgorio y el tormento de su sufrida vertebración, el asunto del agua no está resuelto. Hubo una vez según cuentan las crónicas que en tiempos de José María Aznar se diseñó un Plan Hidrológico Nacional que convertía la desembocadura del Ebro en el gran venero y ponía de alguna manera a salvo el primer trasvase de España, el del Tajo-Segura, que lejos de conectar la España húmeda con la seca intercomunicaba la España seca con la sequísima convertida en la huerta murciana. Siempre fue motivo de discordia. El PHN que derogó José Luis Rodríguez Zapatero fue apoyado incluso por el Gobierno regional que presidía José Bono con el argumento de que el malhadado trasvase se quedaba entre nosotros para poner fin a la sangría de pozos ilegales, los caudalímetros tuneados y el laxo control de la administración presionada por la siempre levantisca ASAJA, organización de jóvenes agricultores al modo sindicato para unos o una asociación de patronos del campo para otros. Nadie se acuerda del problema cuando llueve a su amor, y rellena acuíferos, ríos, pantanos y hasta las Tablas de Daimiel que quien esto escribe tuvo la oportunidad de verlas resucitadas después de una larga agonía que parecía sentenciarlas para siempre con la atroz sequía de mediados de los años 90 del pasado siglo. Recuerdo dos anécdotas. En cierta ocasión acompañé como periodista al entonces alcalde por sucesión Nicolás Clavero y su concejal de Urbanismo. José Cano, escudriñar el término municipal para ver donde pinchar un pozo de sequía antes de recurrir a las restricciones, que las hubo. La otra fue el augurio que hizo el candidato popular, Francisco Gil Ortega cuando en campaña me dijo que si ganaban las elecciones empezaría a llover. Casualidad de casualidades, pero así fue: en el otoño de 1995 comenzaron las borrascas tan generosamente que todo resucitó como por ensalmo.
Ahora que celebramos la lluvia pacífica y nos sobrecogemos por la lluvia iracunda prima hermana del cambio climático volvemos a las andadas. Es una pena contemplar el pantano de Montoro, hace unos años lleno hasta la rebosadura y hoy con la presencia de la antigua arqueología del anterior emergida sobre la lámina como un pecio milenario. Quizá por eso se celebre la lluvia y también nos haga recapacitar en el estado actual de las cosas. No nos faltaría nada más que eso: una sequía como la de aquellos años unida a los problemas que nos acucian desde todos los puntos cardinales del mundo. Solo que sobre este particular se hace patente que no se aprendió nada de la sequedad implacable de la primera mitad de los años 90. España es un país sureño de pluviosidad media más bien escuálida a excepción de la franja norteña, que padece con más rigor las consecuencias de la falta de agua sin que se haya acometido un plan general y generoso que la conecte en vasos comunicantes para salvar el pellejo. Eso y un control racional de su uso doméstico, agrario o industrial, por supuesto. Pero somos como somos y apenas se da un paso aparece el nacionalismo decimonónico o los intereses taifas que reclaman los ríos como propios. ¡Hasta el presidente que fue de la Generalitat, Pascual Maragall, propuso traer el agua del Ródano!
Las dos veces que se intentó fracasaron: la de Josep Borrell (PSOE) y la Arias Cañete (PP), pasaron a mejor vida, sin ni siquiera materializarse. El del PP estuvo a punto hasta que la victoria socialista de 2014 acabó con el PHN en favor de las desaladoras y haciendo las delicias de ecologistas, de aragoneses y catalanes. Y seguimos en las mismas por más clarito que lo dejó puesto el Libro Blanco del Agua de aquellos tiempos que no pintaba un paisaje de cuento precisamente y advertía de lo que todos sabemos: el déficit hídrico de España es estructural que depende de que llueva o no, con más incertidumbre si cabe ahora con la inquietante presencia de un clima cambiante como antes nunca lo había hecho.
El Valle de Alcudia es un medidor de humedad y belleza. Apenas alcanzas el puerto de Mestanza y aparece en todo su esplendor si la lluvia ha sido generosa o con su aspecto seco y ocre si a las nubes les da por no llorar lo suficiente.
La lluvia a la que cantó magistralmente Joan Manuel Serrat en su canción Tiempo de lluvia…
De la noche a la mañana
llega junto a mi ventana
con su frio aliento otoñal
y se acuna en el cristal
…es urgente. Antes que en el mercado negro se cotice más un litro de agua que un litro de gasolina.
Que llueva. Y mucho y a su amor. Con mucho amor