Si el la evolución del traje de baño –que sinécdoque fantástica llamar a la parte por el todo– femenino opera a grandes rasgos por reducción, no puede decirse lo mismo del traje de baño masculino –exento obviamente, de chaqueta y corbata tan necesaria en las nuevas batallas climáticas–.
Aquel desde los orígenes de la pieza entallada, pantalones a media pierna, mangas proporcionadas incluso tocado de cabeza, ha ido experimentando una fenomenal reducción dimensional, como hemos comentado ya aquí en otras notas estivales.
Una reducción conceptual y terminológica que pasó por el mono pieza de los cincuenta saltó al dos piezas o bikini en los sesenta y fue perdiendo argumentos dimensionales con todo el reinado del topless, la tanga, la braga brasileña y el hilo dental.
Por contra la indumentaria masculina, inicialmente provecta y celosa de mostrar la epidermis varonil, saltó –sin solución de continuidad– al pantalón tipo bóxer –la calzona de los boxeadores que llegaba desde la cintura ajustada a la rodilla suelta– que mostraba por vez primera el torso desnudo del luchador, cual gladiador romano en el circo Máximo.
El modelo pantalón de respeto, popularizado por la casa de ropa de baño Meyba, dejó paso a otro adminiculo menor, cual slip interior, que causó estragos en uno y otro bando.
Un slip, que ya era una suerte de calzoncillo moderno, que imitaba a la braga femenina incluso en la textura de sus tejidos y fibras.
Y en sus acomodos anatómicos.
Piénsese en la evolución de la tan afamada prenda del calzoncillo, que pasó del desempeño del pantalón interior largo –cintura a tobillo–, a piezas menores que compiten con la brevedad dimensional femenina, con elástico firmado por casa afamada, que se muestra por encima de los pantalones.
Es decir, pasó de ocultarse a mostrarse.
Y aquí, se produjo una suerte de marcha atrás en la evolución del traje de baño por alguna inconveniencia del temido y temible slip, al señalar cierta elocuencia genital que podía comprometer la supuesta virilidad del varón.
Baste recordar que algunas casas comerciales, ofrecían el pegadizo slip con abultadas coquillas.
Que no sólo eran piezas de protección testicular sino prótesis de manifestación formal.
Como muestra del retroceso dimensional, baste señalar la presencia dominante durante años de esa pieza –casi calzón pirata, casi calzas de juglar o de lacayo palaciego– que atiende por nombre de Bermudas.
Como si ese incómodo traje de baño fuera exclusivo de las referidas islas.
Se impuso, lo que ya no era un traje de baño, sino una calzona a media pierna –que los mercadillos populares acreditaban como carsona de playa–.
Y que era un alegato contra la pretendida brevedad precedente.
Por ello, toda las modificaciones sobre el modelo unificado de pantalón de baño –que asume sobre sus espaldas todo el confuso legado anterior de meybas, slip, calzonas y bermudas– ha quedado congelado en un modelo universal de pantalón que viaja entre el deporte, el pijama y la prenda caminera.
Donde todas las salvedades se formulan en el relato que propone sus telas y sus tejidos.
Más allá de fibras de secado rápido y lonetas de algodón, no hay apenas diferencias en los modelos.
Todo el discurso queda encomendado al diseño del tejido.
Donde pueden hallarse piezas frutales –piñas, sandías, mangos, plátanos y piñas, en una suerte de Arca de Noé botánica–; piezas náuticas por antonomasia –barcos, remos, anclas, áncoras, flotadores–; tipografías del momento alusivas al momento del año y a la estación vacacional y pequeños souvenirs alegando los recuerdos de ciudades, golfos y ensenadas.
También elementos del reino animal marino: estrellas de mar, cangrejos, calamares, pulpos y tiburones.
Por no contradecir el pasado noeniano de las aguas crecidas.
Incluso piezas florales y botánicas de todo tipo y procedencia.
Frente a la elocuencia discursiva, otros prefieren la severidad del pantalón monocromo, como si fuera una túnica o una sotana de una secta no identificada.
Que promete el silencio del pantalón.