Históricamente, el ‘arte de la guerra’ conectaba con las geometrías de los muros de las ciudades, su ruptura significaba la destrucción de su soberanía.
Por su parte, el combate urbano contemporáneo se centra cada vez más en métodos de transgresión de las limitaciones representadas por los muros domésticos, derrumbar elementos constructivos y atravesar las paredes. Ingeniería de deconstrucción. Luis González Jiménez. Materiaconstruida.blogspot.com
La pretensión de erigir y definir La ciudad subterránea –ahora que, en febrero y marzo de 2022, volvemos al frente de combate de Ucrania y capturamos pequeños refugios y modestos espacios de protección para la población civil– como ha realizado recientemente Francisco Alía Miranda en su trabajo La ciudad subterránea. Cuevas sótanos y refugios antiaéreos en Ciudad Real, 1936-1939 (2021)[1], se nos revela como un relato incompleto. En la medida en que pretender denominar a un modesto dispositivo natural –o casi natural–, del subsuelo formado en ocasiones por accidentes naturales –que eso son las cuevas existentes en los cuerpos edificados– que se aprovechan como ciudad alternativa, parece exagerado.
Bien cierto es que en la teoría de la fortificación militar y como consecuencia del desarrollo de la aviación como fuerza móvil destructora –que se visualiza sobre todo durante la segunda guerra mundial– surge la necesidad de contar con dispositivos de protección de carácter militar y, secundariamente, de protección civil. Protección civil que formulará todo un cuerpo instrumental y normativo específico llamado Defensa Pasiva, que se opondría a los principios de la específica y castrense Defensa Activa. Un Defensa Pasiva que se abre en agosto de 1935 con la creación de la Comisión Nacional de Defensa Pasiva, bajo la tutela de Franco como Jefe del Estado Mayor Central, y que daría luz ya con la guerra en marcha a la DECA –Defensa Española contra las Aeronaves–, mostrando con ello la primacía de las defensa aérea frente a otros ataques en ese desarrollo. La Defensa Pasiva será, pese a ello, el hermano pobre de toda la defensa general o el pariente civil menor en el campo de las protecciones y defensas. Como podría visualizarse si se atendiera a los progresos y a las inversiones de una y otra modalidad defensiva.
Toda la teoría y la práctica alemana del Tercer Reich hitleriano, del Festung Europa y del Atlantic Wall, apuntan en esa dirección: dotarse de protecciones sólidas y blindadas ante eventuales ataques aéreos en objetivos militares, y rara vez en la búsqueda de protecciones en el campo civil. Ese recorrido se hace visible, por demás, en el salto experimentado en la técnica constructiva que pasa del Blocao elemental –desplegado en la guerra de Marruecos y que da nombre a la novela de José Fernández Díaz de 1928– realizado con madera y sacos terreros y planteado de forma aislada, hasta el Búnker construido ya en hormigón armado y perteneciente a una red defensiva compacta. Aunque en sentido estricto, puede decirse que ni Blocao ni Bunker serían elementos de protección del ataque aéreo. En el primer caso porque aún en los años veinte el concepto de Guerra del aire no ha adquirido el desarrollo venidero, y en segundo lugar porque el hormigón constitutivo de su masa no ha adquirido carta de naturaleza como material frecuente. Y ello pese a que, en 1921, Giulio Douhet, publicaba su anticipador trabajo ‘El dominio del aire’, que proporcionaría una nueva visión de la primacía de la fuerza aérea en los enfrentamientos bélicos. Por otra parte, la escasa actualización de la tratadística militar, al menos en España, queda claro con la larga duración de algunos textos centrales y seminales. El tratado el de José María Soroa ‘Fortificación de Campaña y Permanente. Puentes, minas y castrametación’, es un trabajo enormemente descriptivo y eminentemente gráfico, cuya primera edición había sido premiada con la medalla de oro de la Exposición Universal de Barcelona de 1888 y, de forma simultánea, había sido declarado como texto oficial en las diferentes Academias Militares de España; aunque estas, finalmente, prefirieran el texto de 1898, del coronel La Calle ‘Lecciones de fortificación explicadas en la Escuela Superior de Guerra’. Un tratado el de Soroa que, pese a su postergación en las Academias, era un manual sintético que aún se citaba como bibliografía básica en algunos Manuales militares generalistas, en la referencia de su tercera edición de 1910. Quiere ello decir que, pese a lo restringido de su público, el trabajo de Soroa tuvo eco y tuvo lectores diversos, que agotaron las tiradas de las primeras ediciones. Dicho tratado, base manual y texto oficial a veces, contemplaba todo el universo ligado a las fortificaciones y defensas, desde la materialidad de obras terreras y desde la elementalidad de artificios de fábrica, adaptando el Reglamento Táctico de 1881 como norma superior del combate. La pericia del hormigón aún no aparecía recogida en los diferentes croquis y anotaciones capaces para construir líneas defensivas y de armas. Concebidas hasta ahora para verificar protecciones mediante el uso casi exclusivo de tierras, de fábricas y de rollizos de madera, en las fortificaciones de campaña, ya permanentes, ya eventuales. De ahí la vinculación de la zapa, que básicamente son trabajos de excavaciones en tierra, con el cuerpo armado encargado de la erección de tales defensas. De ahí también, los iconos y emblemas del Cuerpo de Zapadores: un pico y una pala o zapapico; y rara vez una plomada y un cartabón, como acontece con otras familias profesionales de constructores. Un pico y una pala o zapapico, que revelan la elementalidad primera y primaria de su trabajo: mover tierras y apartarlas y extenderlas, formando cordones de protección o cavando fosos ocultos a la mira del fuego del adversario, llamados pozos de tirador. Baste recordar como fuera el del temprano Grupo de Zapadores de FET y de las JONS, creado en agosto de 1936 para fijar la preeminencia del zapador frente al constructor. Dos meses antes de que el Gobierno Vasco creara el Negociado de Fortificaciones, responsable del muy aireado ‘Cinturón de hierro’ y algo antes de que se dispusieran sobre las sierras de Javalambre y del Toro y sobre los altos de Almenara la ‘Línea fortificada XYZ’. Línea que no estaba formada por una franja de fortines o de refugios hechos con hormigón armado, sino que era una ‘defensa en profundidad’, constituida por una red de trincheras profundas y de refugios excavados para aprovechar el terreno áspero de las colinas que rodean Valencia por el norte y el noreste. Pura tierra y pura fábrica primaria, como los silos de fábrica de ladrillo elemental y rellenos de arena como granalla amortiguadora, debidos a una técnica primaria y poco elaborada y levantados por los afanes de la Junta Superior del Tesoro Artístico, con hombres como los arquitectos Ricardo Fernández Balbuena y Teodoro Anasagasti y como Timoteo Pérez Rubio subdirector del Museo de Arte Moderno de Madrid, que a la sazón trabajaban junto al Director General de Bellas Artes Josep Renau, en la guardia y custodia del Tesoro Artístico Nacional. ‘Fortines de cemento’ y silos artesanos de fábrica, que desvelan y revelan la elementalidad de los conocimientos que sobre fortificación y protección pasiva se despliegan aún en la España en conflicto, por ambas partes. Incluso, la sostenida con frecuencia como “la mayor fortificación de la Guerra Civil”, la que se organiza en el madrileño Parque del Capricho de la Alameda de Osuna, para acomodo del Estado Mayor republicano, no deja de ser una actuación liviana, más próxima a los conceptos defensivos pasados, en los que el uso del ladrillo triplica al del hormigón masivo moderno. Aunque se esfuercen algunos autores, en descubrir el carácter innovador del búnker de ‘El Capricho’, por ser uno de los primeros recintos destinados a mantener la operatividad del Estado Mayor, antes que a ofrecer argumentos propios para la defensa activa de una posición o de unas líneas. Y mucho menos, para proceder a la Defensa pasiva de población civil.
Un tratado el de Soroa, cuya eficacia militar parece irrelevante y marginal en 1936. La ignorancia de la moderna balística, la ausencia de los nuevos materiales que se habrían abierto paso desde 1914, las tesis de Douhet en el combate aéreo y los nuevos conceptos estratégicos sostenidos en paralelo, hacían que su lectura y uso, se asemejara más a la lectura de una novela trazada sobre el recorrido experimentado por toda la Teoría de la Fortificación en los últimos cuarenta años que a otra cuestión informativa. Aunque toda esa desconexión, no llegaría a impedir la aparición en 1912 del primer manual de Instrucciones reglamentarias para el empleo del cemento armado, elaborado por el Laboratorio de Materiales de Ingenieros de Armamento y Construcción. También señalar el primer esfuerzo por obtener una normativa sistematizada del empleo del nuevo material en España, que tuvo unos arranques militares antes que civiles ya en 1912. La década anterior se veía recorrida por diferentes movimientos de difusión del hormigón, sostenidos desde Bilbao por la Compañía Anónima del Hormigón Armado, que llegaría a distribuir una revista trimestral que fue dando cuenta de las realizaciones que se venían produciendo en España. Obras portuarias, ferroviarias, de compañías eléctricas, obras públicas y un breve apartado de obras militares de las Comandancias de Ingenieros de Ceuta, Jaca, Logroño y Ferrol. Y todas esas actuaciones bajo el lema empresarial “Mieux faire surpasse bien faire”. Los pasos posteriores dados ya en 1917, con la creación de una Comisión para el estudio de la nueva normativa técnica, verían cómo fueron los ingenieros civiles, Ribera, Zafra o Mendizábal, los que copaban los sillones que asesorarían al subdirector de Obras Públicas. Comisión colmatada de civiles, que dilataría sus reflexiones y análisis de otras normas extranjeras y que postergarían sus resultados prácticos hasta 1939, fecha en que vería la luz la Instrucción para el proyecto y ejecución de hormigón.
Conviene por ello, y en la órbita defensiva del hormigón y de su empleo en el Atlantic wall, recordar el artículo ya lejano con ilustraciones de Paul Virilio en la revista Arquitectura en 1976, sobre estas cuestiones. También fijar el comentario puntual de Antonio Bonet en las páginas del semanario Triunfo, sobre la exposición del centro Pompidou, ‘Bunker Archelogie’, organizada por el citado Paul Virilio. Sin olvidar las referencias de los trabajos de Gabriel Ureña, donde la mirada sobre los aspectos de la arquitectura militar habían sido destacadas; o también en un trabajo misceláneo como el de Pedro Corral sobre la Guerra Civil española y su consecuente arqueología oculta. Otro trabajo genérico sobre el mundo militar, como el de Cristina Borreguero, sólo había producido destellos puntuales sobre las implicaciones de la Arquitectura castrense en los ámbitos de la Muerte y la Defensa
Protecciones, las citadas, desde la puesta en valor del hormigón que tuvieron un limitado efecto sobre los ámbitos civiles, como se acabaría demostrando en la realidad de ciudades destruidas tras las tareas de los bombardeos aéreos como arma repetida de combate. Para conocer tales efectos, y tales defectos, puede consultarse La historia natural de la destrucción, de Winfried Georg Maximiliam Sebald y, particularmente, el trabajo específico sobre Dresde de Sinclair Mckay, Dresde: fuego y oscuridad. Resulta, por ello, llamativo el título de la obra referida antes para designar como Ciudad subterránea a un conjunto de accidentes menores del suelo, carentes de articulación y conexión entre sí, para constituir una red articulada y estructurada que amparase la denominación de ciudad. Bastaría ver, para ello, las estructuras comparativas dispuestas en ciudades como Alicante, Almería, Barcelona o Cartagena. Esta última llega a constituir en septiembre de 1937 la Junta Local de Defensa Pasiva, y la primera de ellas llega a contar con una red específica de 4 kilómetros de longitud de galerías y dispositivos auxiliares como quirófanos y aseos. En ambos casos, en la actualidad, se cuenta con itinerarios musealizados en la visita de las infraestructuras obrantes. Algo parecido ha ocurrido últimamente en el litoral de Cádiz – con la musealización de la Costa de los búnkeres, El viajero, 28 marzo 2022– y en Navarra con la red defensiva del Plan P–‘Navarra rescata los búnkeres secretos del franquismo’, El País, 30 de marzo 2022–. La diferencia en el tratamiento de la Defensa Pasiva de las ciudades citadas y el verificado en Ciudad Real, tienen que ver con la dimensión real final de los objetivos en el ataque aéreo: de primera magnitud en las ciudades portuarias y enclaves importantes en la guerra en curso, de menor –casi nula relevancia– en Ciudad Real como objetivo codiciado por la aviación franquista. Baste anotar que los bombardeos aéreos sobre Ciudad Real, recogidos por Alía, se reducen a cuatro operaciones. Producidas entre diciembre de 1936 y enero de 1937, con escasos daños materiales producidos y menor significación bélica. La reacción defensiva local consistiría, como contrapunto, en la construcción de dos únicos refugios. El primero de ellos –más que refugio propiamente, zanja defensiva terrera propia de la zapa– cerca de la estación de ferrocarril; y el segundo sobre el sótano existente del Instituto de Enseñanza Media y antiguo convento de los Mercedarios. La restante red defensiva estaba formada por las piezas de la relación informativa publicada en agosto de 1936 por el Ayuntamiento y por la prensa local. Red defensiva formada –como ya dijimos antes– por cuevas, sótanos y bodegas de escaso valor estratégico y de nula innovación militar. Esto es, cavidades obrantes en el subsuelo y utilizables de forma coyuntural, y que llegan a contabilizarse pormenorizadamente en 171 cuevas y 136 sótanos, como soporte de la total estructura defensiva de la Ciudad Real en guerra.
La
otra dimensión de la Defensa Pasiva tiene que ver con la continuidad verificada
en las estructuras operativas y funcionales. De tal forma que en 1941 se crea
la Junta Nacional de Defensa Pasiva y del Territorio, cuya continuidad
funcional con la Comisión Nacional de Defensa Pasiva republicana, es más que
evidente. Estructura que tendrá vida hasta 1960, en que el Decreto 862/1960
crea la Dirección General de Protección Civil, según cuenta el Teniente General
Roldán pascual en su trabajo Protección Civil y Fuerzas Armadas. La
Junta Nacional de Defensa Pasiva y del Territorio llega a producir un paquete
normativo importante en unos años en que la actividad bélica está paralizada,
más allá de la sombra de la Guerra Fría y de la tensión entre bloques, y que
extrae ciertas conclusiones en Defensa Pasiva procedentes del conflicto de la
Segunda Guerra Mundial, dada su primacía de lucha aérea, más que de la
experiencia nacional falta de acciones en el aire. Y ello no es óbice para que
entre 1943 y 1953 se produzcan diferentes documentos relativos a Transmisiones
y Enlaces (Fase tercera b, con la publicación de las Instrucciones 1)
y la Defensa del patrimonio Artístico Nacional (Instrucciones número 2).
El interés para lo que venimos comentando sobre los refugios civiles en Defensa
Pasiva, se produciría como consecuencia del Decreto de 20 de julio de 1943,
denominado Sobre construcción de refugios antiaéreos en poblaciones de más
de 20.000 habitantes. Fruto de ese Decreto de 1943, que amparaba la llamada
Fase 6ª Refugios, serían las publicaciones de las Instrucciones
número 3 –especificada como Instrucciones sobre protección antiaérea y
habilitación de refugios en los edificios existentes– y del Folleto
número 4 – con las Normas para la construcción de los refugios privados
de protección del personal en las edificaciones particulares contra los ataques
realizados por aeronaves–. Piezas ambas que componen un reflejo singular
del momento, no sólo en la pretensión de la adaptación de edificios existentes,
sino en los de nueva planta. Como fija el artículo tercero de Decreto citado. “Estas
normas deben ser inexcusablemente conocidas y aplicadas por los arquitectos y
técnicos autores de los proyectos de nueva construcción”. Otra cosa será
evaluar el grado de cumplimiento en los edificios construidos en España, y en
Ciudad Real, a partir de 1943 en la adaptación defensiva de los nuevos
inmuebles, así como el impacto de la mentalidad defensiva –y de su subproducto,
el miedo civil– en toda la ideología franquista del aislamiento internacional.
[1] La obra hace la número 1 de la serie Memoria democrática de Castilla-La Mancha.
La verdad es que Ciudad Real, a diferencia de otras ciudades, apenas requirió la construcción de refugios para los bombardeos aéreos de la Guerra Civil ya que se utilizaron principalmente cuevas y sótanos existentes en las propias viviendas. Hasta un total de 307 cuevas y sótanos aparecen descritas en un documento de agosto de 1936, publicado en ‘El Pueblo Manchego’……
Tautológico es tu comentario Ch. Dices lo que el texto anuncia y desvela. Por ello, lo desproporcionado de la intención de titular como Ciudad a un conjunto disperso de elementos preexistentes. Cosa no enunciada por las recensiones del trabajo de Alia, ya publicadas incluso en este medio.
Buwno, en términos ‘wittgensteinianos’, ¿no?……