Un edificio público cuando nace –al igual que ocurre con los humanos y sus diversos ritos de iniciación y bautismo, como reflejo de un comienzo pactado o de una llegada a la tribu– está sometido al boato de su inauguración: pura pompa y circunstancia.
Donde se practican diferentes suertes de ceremonias premonitorias, desde el corte de cintas inaugurales al descubrimiento de placas conmemorativas del día inaugural, que serán un recordatorio ambivalente y a veces fatídico. Incluso esas actuaciones de cintas y placas, de ramos de flores y bandas de música, vienen acompañadas por algún discurso de ocasión de los responsables políticos del momento, que acrecientan el valor del momento y su protagonismo.
En el pasado más piadoso y no tan lejano como pudiera pensarse, incluso se practicaba la bendición de esas piedras ordenadas–que a fin de cuentas eso es el edificio concluido–, y el oficiante religioso revestido de dalmática para la ocasión, asperjaba agua bendecida en un rito tan raro como sorprendente: bendecir piedras desde su pura materialidad. Igual que de forma misteriosa se había procedido en la antelación del proceso conocido como ‘colocar la primera piedra’. Un toque de arrebato para significar el comienzo formal de los trabajos edilicios, con comitiva y séquito oficial. Puede que con otros emblemas y otros protocolos. Y con otro ritual misterioso de enterrar –en una caja hermética, que quedaría sepultada posteriormente con paletadas de hormigón y terrizo adyacente–, monedas de curso legal y prensa del día. Como un tributo ofrecido al furioso futuro, ofrecido también a las generaciones venideras, cuando desaparecido el edificio, todo en él se limitara –como en un resto arqueológico advenedizo– a esos papeles supervivientes que flotan en el tiempo. Otra paradoja: pervive lo efímero del papel y desaparece lo eterno de la piedra.
En el ámbito privado la ceremonia de finalización del edificio –casi siempre de rango menor al boato de los establecimientos y edificios públicos– venía recorrida por la operación llamada de ‘puesta de la bandera’. Consistente la operación de abanderamiento del edificio, en colocar un mástil y una pieza de tela enseñoreada –la enseña nacional, casi siempre– sobre la coronación o punto más alto de la edificación a modo de pase de revista simbólica. Y ese ‘poner la bandera’, suponía –como la enseña de un barco en navegación que muestra su pertenencia a través del pabellón abanderado– una constatación del vencimiento del tiempo y de la tarea lograda. Rememorar el tiempo y sus victorias desde el enclave de una pieza espacial – que a fin de cuentas eso es el edificio concluido–. Por eso la extrañeza de la posterior celebración a la colación de la bandera: una suerte de almuerzo festivo, costeado por el promotor-propietario y dirigido a todos los que habían participado en el proceso constructivo. No había –en estos casos privados– banderas onomástica o placas de rigor, solo la pieza de tela que quedaba expuesta al vecindario, para mostrar el utilidad de los fines desplegados y de los esfuerzos consumidos.
Un edificio público cuando muere –al revés que ocurre con los humanos y sus diversos ritos de despedida e inhumación, como reflejo de un final pactado y consentido por las prácticas culturales– está sometido a la densidad solida de su olvido: pura farfolla sin circunstancia, pura amnesia sin protocolo, puro olvido sin heridas. Y eso que uno de los atributos –desde el padre fundador, Vitrubio– pregonados de la construcción de todo cuerpo material, es la Soliditas que reclama la permanencia y la duración consiguiente.
No se si la omisión de las desapariciones de los edificios públicos y privados –todo hay que decirlo–, juega con la inversión conceptual de la evidencia de no mostrar tamaña paradoja de extinguir lo que debe durar. Incluso la dimensión implícita de toda demolición como la cara oculta de cierto despilfarro inmobiliario. Franco Indovina y los teóricos de la austeridad urbanística, sostenían la preferencia de la reforma antes que el procedimiento expeditivo de la demolición. Pero eso eran otros tiempos mejores y pasados. Se predica la obsolescencia –programada o sin programar–, para justificar lo que no debería de haber llegado a producirse, incluso se razona (¿…?) vicariamente a la inversa que los teóricos de la austeridad: es más económico demoler que reconstruir. Y de aquí todo lo demás. Y todos los procesos de aceleración en la desaparición de formas edificadas.
Se publicita, se bendice, se discursea y se enfatiza la apertura e inauguración como el nacimiento de un ‘tiempo nuevo’. Y se pasa de puntillas por el cierre y final de aquello que fue vitoreado y aclamado en su momento inicial. Como si fuera el reconocimiento de un fracaso, y por eso se silencia y omite el procedimiento final. Hay y ha habido demoliciones publicitadas, por la gestualidad de una voladura significativa y por su carácter emblemárico. Eso pasó con el complejo residencial de Pruit- Iggoe, en Saint Louis, Missouri, con las viviendas diseñadas por Minoru Yamaski en 1952, y posteriormente dinamitadas en 1972. Las dimensiones del fracaso de Pruitt-Igoe, se convirtieron en un icono emblemático, y provocó un intenso debate sobre las políticas de vivienda pública en Estados Unidos. El proyecto de Pruitt-Igoe fue una de las primeras demoliciones de edificios de la arquitectura moderna y su destrucción fue descrita por el arquitecto e historiador de la arquitectura Charles Jencks como ‘el día en que murió la arquitectura moderna’. Más reciente aún, hay que relatar la demolición de la Robin Hood Gardens en la zona de Poplar, en Londres, de Peter y Alison Smithson, finalizada en 1972, y demolida en 2009. Y, con la paradoja, de que algunos de los fragmentos de la demolición fueron mostrados en la Bienal de Venecia de 2018, dentro del pabellón de las Artes aplicadas. Aquí, sin ir más lejos, también se avisó, retrato, contempló y presenció la voladura del Hostal Casablanca en la Ronda de Granada, en proximidad a la desparecida estación de la Puerta de Ciruela. También fue capturada la demolición de los depósitos y silos de la fábrica de remolacha, junto al Parque de la Atalaya. En la medida en que eran demoliciones complejas y muy fotogénicas. Igual que ocurrió con la torre de enfriamiento y de la central de Elcogas en Puertollano. Pura fotogenia y escasa reflexión sobre el patrimonio industrial
Todo ello –todo lo relativo a la vida y muerte de los edificios y al silencio cómplice que los acompaña– pensaba el otro día, mientras esperaba en el Punto de Atención Continuada. Instalación que subsiste –junto al Centro de Salud número 1– como un barco amenazado entre las moles abandonadas del Complejo hospitalario Sata María de Alarcos, lo que fue en principio Ambulatorio del Seguro de Enfermedad. Tuve la curiosidad de volver la vista atrás, para capturar las miradas perdidas. Como las verificadas, entre otras, en el diario Lanza del 9 de abril de 1963, donde se daba cuenta del orgullo sentido por el levantamiento del Ambulatorio del Seguro de Enfermedad, con sus 20.000 metros cuadrados de superficie. “Ha sido preciso mover unos 23.000 metros cúbicos de tierras hormigón. Se va a colocar 13.000 metro cúbicos de hormigón y 230.000 kilogramos de tetracero…. En su interior, albergará con sus 250 camas, cuatro quirófanos de cirugía general y uno de maternología, y todos los adelantos de la ciencia y la técnica más avanzadas, que harán de este Ambulatorio una obra modelo en su género y uno de las mejores de España”. Dos años más tarde, el 11 de noviembre de 1965 se procedía a la inauguración de la obra proyectada por el arquitecto Garay Garay. Con toda la pompa referida antes y todo el ceremonial de los nacimientos pomposos. Y ello en la medida en que se producía un salto cualitativo y cuantitativo en la asistencia médica provincial y nacía la moderna Seguridad Social. Obra ésta de 1962 que, en la secuencia temporal de los años, se le fueron agregando adiciones de nuevos cuerpos y del Centro de Salud número1, con proyecto de Reynaldo Casares y Alfonso Ruiz Yébenes. Un proceso que se colapsa –razones funcionales, nuevas tecnologías médicas en el transcurso de los cincuenta años transcurridos, y saturación de consultas, se dijo y se apuntó por los tecnócratas de la medicina– hacia 2006, tras el periodo de denominación de Complejo Hospitalario de Ciudad Real –junto al hospital Provincial del Carmen, otra pieza en abandono, por más que se hable de su recuperación– con el nuevo hospital General Universitario de la avenida de los Reyes Católicos.
Más allá de las razones funcionales superadas y del relato neotecnólogico de la medicina actual, el abandono practicado –a todas luces injustificado, por más que los programadores de la ciudad lo revistan de Plan Modernizador– en estos quince años ha acelerado el proceso de deterioro del edificio y ha infligido más daños que todos los desajustes funcionales predicados como causantes del abandono. En una suerte de aforismo vicioso: “Si no lo toco, se viene abajo”. Convertida la mole hospitalaria en refugio de gatos, ratas y palomas, donde las humedades e infiltraciones manchan sus paramentos y fachadas, se desprenden revocos y se quiebran carpinterías. Todo el testimonio del pasado se diluye en un ejemplo más del nuevo despilfarro inmobiliario, en el que somos muy duchos. Toda vez que la solución asumida en el mal llamado, Plan Modernizador 2025, pasa por su demolición lisa y simple. Algo que evidentemente no contará con celebración de rigor(-mortis) y la despedida simbólica. Algo que, en esta ciudad de abandonos, huidas y deserciones, –abundante en demoliciones edilicias injustificadas–, darían para un lista continuada de despedidas de edificios públicos. En una suerte de ceremonia de los adioses. Pero no se verá.
Periferia sentimental
José Rivero
Buen año, arquitecto.
Lo mismo digo. Escritor, periodista, poeta y miciudadrealita. Casi me sale el John Le Carre, de Calderero, Sastre, Soldado y Espía.
Un artículo muy interesante. Por demoler se podía empezar por el Excmo Ayto, lo que pasa es que si no estuviera lo echariamos de menos. FELIZ AÑO NUEVO
Bueno, cuando la aluminosis está generalizada y muy avanzada, probablemente, la solución sea el derribo del edificio…..
Diagnóstico de lelos. Igual la aluminosis llega a tantos edificios que se entiende el abandono patrimonial generalizado, sean del siglo XVII o del XX. La incapacidad para mantener el patrimonio es otro endemismo de los deficientes gestores públicos. Esta sintomatología si que es otra aluminosis.
¡Aplausos por sus articulos y comentarios!!
Feliz 2022!
Saludos.
Bueno, ya sabe usted que la «aluminosis» es la enfermedad de los edificios en España, muy conocida y producida por una mala composición de los materiales utilizados en la construcción en los años 50 del siglo XX. Otra especulación del ladrillo, no de ‘lelos’…..
De enfermedad nada de nada. Utilización indebida de HORMIGÓN con cemento aluminoso. Cuya propiedad era el fraguado y endurecimiento rápido. El inconveniente es la corrosión del acero de armaduras y su posterior degradación. Obviamente ese uso de materiales indebidos coinciden con un episodio de la acumulación capitalista del sector inmobiliario. Eso es así. Otra cosa es concluir que la demolición del Hospital de Alarcos es fruto de la aluminosis, cuando esa patología habría dado la cara años antes. Más bien son las estrategias de la ciudad y sobre la ciudad del grupo dirigente actual.
Una pieza modélica más del maestro Rivero. Lástima que su sutil y afilado discurso caiga en terreno baldío, donde «abandonos, huidas y deserciones» operan como una maldición inexorable.