En estos días ha vuelto recordarse la condena y absolución de María Dolores Vázquez por el asesinato en Málaga, de Rocío Wanninkhof en 1999. Fue uno de los casos más conocidos de aquellos años que acabó en uno de los errores judiciales más clamorosos de nuestro país, por el que, primero, se la condenó a 15 años de prisión y, después de haber estado casi dos años presa, se anuló su juicio por la falta de motivación del jurado que la condenó. Y, para completar el caso, fue detenido, juzgado y condenado el verdadero culpable de tan siniestro crimen, mientras que a ella se la eximía de toda responsabilidad.
Más allá de la antipatía que nos pueda producir una persona, por su carácter o por algún error que ella haya podido cometer, no es posible que la sociedad y algunos medios de comunicación actuaran de manera tan implacable, hasta lograr que se la acabara condenando, por la opinión pública, antes de ser juzgada. Pero en este caso la cuestión fue más allá. Las fuerzas de seguridad del Estado y la propia Fiscalía que llevo el caso, presentaron ante el tribunal que debía juzgarla unos informes que no aportaban pruebas mínimamente consistentes para que un jurado popular la condenara. Pero aquel jurado la declaró culpable. Por entonces, esta nueva institución jurídica, empezaba a funcionar en nuestro país y no tenía experiencia para conocer de estos casos con imparcialidad.
El conocido como Crimen de Cuenca, cuya historia se llevó al cine por Pilar Miró a finales de los años setenta del siglo pasado, está basado en un hecho real ocurrido en un pueblo de la provincia de Cuenca a principios del siglo XX. En esta ocasión no es que se condenara a dos inocentes por un crimen que no habían cometido, es que ni siquiera hubo tal crimen. Aquel pastor desaparecido en 1910 en Osa de la Vega —por cuyo asesinato fueron condenadas estas personas después de haber obtenido su confesión mediante tortura—, apareció vivo en 1926 en un pueblo, no muy lejos del suyo, cuando los condenados habían cumplido once años de prisión y se encontraban en libertad.
Lo que ocurrió en este caso sirvió de referente para que los legisladores de la época modificaran las leyes procesales, en cuanto a las condiciones de la revisión de los procesos penales, viciados por este tipo de errores.
Como cualquier acción humana, los errores judiciales no solo son posibles, sino inevitables. Pero, en estos casos, la sociedad tiene que hacer autocrítica, ya que, a veces, se hacen juicios paralelos en algunos medios de comunicación, creando opinión en contra de inocentes, por meras apariencias o sospechas. Lo peor es que los propios cuerpos policiales, la fiscalía y los tribunales que deben juzgar estos casos, acaben contaminados y se condene a inocentes con pruebas inconsistentes, como ocurrió en ambos procesos penales.
En otros casos no se aplica el derecho a un proceso justo, por otros motivos. Recuerdo un caso de condena a un inocente a principios de los años ochenta. Se trataba de un hombre de unos setenta y cinco años de edad que fue condenado por el asesinato de su yerno. La hija —según se pudo acreditar en el juicio— era severamente maltratada por su esposo y, tras una de estas palizas, ella fue a la casa paterna con múltiples heridas. Acababa de asesinar al marido y su padre no se lo pensó. Se auto inculpó de aquel parricidio para evitarle a su hija una elevada condena que le arruinara la vida. Alguien, erróneamente, le había dicho al padre que, por ser mayor de setenta años, no tendría que ingresar en prisión. Este anciano estaba más que limitado físicamente, por lo que resultaba poco creíble que hubiera podido cometer aquel asesinato, pero el tribunal lo condenó a la pena mínima establecida para estos hechos, pena que cumplió, entre otros, en un centro penitenciario de régimen abierto.
Si los hechos se produjeron así o de otra forma no se pudo o no se quiso comprobar en aquel tiempo. Pero la hija acabó reconociendo que él la había suplantado, siendo ella la única responsable. Si así fue, a este hombre se lo condenó y cumplió condena injustamente ya que la comisión de delitos genera una responsabilidad personalísima e intransferible. Aquella causa, seguramente con más pericia e imaginación —pero siempre dentro de la ley— se hubiera podido resolver de otra forma y, lo más favorablemente posible para la hija responsable.
En ninguno de los tres casos, se ha tenido en cuenta la presunción de inocencia de los inculpados en estos procesos penales. Es más, a la vista de la presión mediática y de la opinión pública o de determinadas posiciones falsamente bondadosas, parece haberse invertido este principio, convirtiéndolo, de facto, en el de presunción de culpabilidad de los investigados.
Manuel Fuentes Muñoz
En otoño
Como los falsos denunciados por violencia de género, la indefensión de las parejas homosexuales en esa misma ley…
Y en ese presunto caso del abuelo:
¿Ni forenses, ni otros profesionales vieron la capacidad del abuelo de provocar el asesinato?
Bueno, la Justicia no es perfecta y, en ocasiones, debe pedir perdón…..