Richard Matheson: Soy leyenda

El señor Matheson concibió algunas de las fábulas sobre la soledad extrema más conseguidas en el orbe terrícola durante el siglo XX. Suya es la autoría de El hombre menguante, angustiosa novela sobre un desdichado que se ve reducido al tamaño de un comino mientas lucha por su supervivencia en el sótano de su propia casa, ¡huyendo de una araña!

En Soy leyenda se nos cuenta, en cambio, la vida de un sujeto que mantiene su tamaño normal, pero que vive en un planeta donde, hasta en lo que a él le está permitido saber, él es la única persona viva. Háganse ustedes una idea.

Una plaga, una enfermedad muy contagiosa, se ha instalado en el planeta. Se nos cuenta que la Humanidad luchó sin esperanza contra una infección que mataba en pocos días. Se narra aquí, con detalles espeluznantes, cómo los muertos son enterrados en fosas inmensas, pues la mortandad es tan alta que el número de fallecidos llega a superar al de vivos. Como dijo el ínclito Camilo José Cela, el muerto al hoyo y el vivo al boyo, o mejor dicho: el muerto al hoyo y el vivo a cavar más hoyos para meter más muertos.  

Surge, entonces, un problema: lo que ahora llaman eufemísticamente un imprevisto. Y tan imprevisto: los muertos resulta que no se quedan en los hoyos que les habían excavado los seguidores de la doctrina de Cela, sino que reviven a las pocas horas de haber dejado este valle de lágrimas, se levantan de las tumbas como si lo de ser cadáveres no fuera con ellos y se van por ahí, ojo, por las noches, cuando se pone el sol, a hacer de las suyas. Los muy granujas.

Lo que pasa es que estos muertos vivientes tienen una debilidad: no soportan la luz solar, mueren cuando se hace de día si no se han procurado antes un lugar donde esconderse. Así que el último hombre vivo se levanta al amanecer y deambula de un sitio para otro buscando alimentos que llevarse a su casa, una fortaleza que él mismo ha ido construyéndose, transformando su antigua vivienda y poniendo en ella todas las barreras que se le han ocurrido contra los ataques nocturnos de los muertos, que, encima, hablan entre ellos y con él, pues tienen más de vampiros que de zombis al uso.

La cosa se complica cuando nuestro héroe encuentra a otro superviviente, en este caso una mujer, con la que entabla una relación de desconfianza, puesto que él no acaba de creerse que ella esté limpia de todo mal, que no sea un vampiro como los demás. Pero como la soledad le está matando, como vivir sin tener con quien hablar puede que sea la peor de las pesadillas, el peor de los castigos de su propio infierno particular, el protagonista de tan espeluznante peripecia acaba por transigir y confiar en la mujer, a pesar de las advertencias del libro del Génesis, que no le han servido de mucho, según se ve.

El Lobo Solitario.

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