Las murallitas de piedra seca del camino

Natividad Cepeda.– Tenía apenas once años cuando descubrí por primera vez un camino que a los dos lados  tenía murallitas de piedra. Por entonces mi padre tenía una moto Derbi de 250cc que decían las fabricaban en Martorell un pueblo de la provincia de Barcelona.

En la Derbi me subía atrás y cogida muy fuerte a la cintura de mi padre, pegada a su cuerpo como una calcomanía, imaginaba que volaba en aquella moto que me parecía imponente. Mi mundo tenía esferas diferentes según las estaciones del año. La más importante era el verano porque durante veinte días nos íbamos en el taxi de nuestro vecino Jesús Magro, a los baños del balneario de La Hijosa. Un balneario de aguas medicinales para curar el reuma de mi madre. Tenía dos piscinas un para los niños y otra para los adultos. Allí aprendí a nadar. Pero de esos veranos escribiré otro día.

Pertenezco a familias  agricultoras que han amado la tierra que labraron más que  a su propia vida. No recuerdo muy bien la fecha de cuando mis padres adquirieron unas tierras en el paraje llamado de Las tres casas, situadas junto a la finca de Las Perdigueras, junto al pueblo de Cinco Casas; debió de ser a finales de primavera. Para ver aquella nueva tierra fuimos toda la familia en un carrito entoldado de Nicanor Romero, que era como de la familia, ya que trabajaba con mi abuelo paterno. Fue una una experiencia maravillosa porque hasta entonces yo jamás había viajado en un carro parecido a una tartana.

El camino se me hizo muy largo y como eso de la genética no se pierde pues yo me solía marear, igual que mi abuela materna, en todos los coches, menos en las motos. Cuando accedimos al camino que nos llevaría a la nueva tierra mi cabeza empezó a dar vueltas y solicite permiso para ir andando junto al carro, mi padre se bajó y los dos cogidos de la mano fuimos haciendo el camino. De pronto empezaron a aparecer a los lados del camino murallitas de piedra y  empecé a subir y bajar por ellas igual que un gato montés, dijo mi madre. No son murallas me dijeron, son pedrizas y aquel nombre empezó a formar parte de mi vida.

La tierra adquirida  tenía dos bombos y una casa, majanos y pedrizas dando guardia al camino que llevaba a la casa. En la parte delantera de la casa en lo que suele llamarse, paraor, todo él estaba guardado por una pedriza en forma de media esfera El paraor es una parcela grande destinada a dejar en ella aperos de labranza, y por entonces, años sesenta del siglo pasado, lugar de esparcimiento después de la jornada de trabajo. En las pedrizas y majanos los conejos hacían sus madrigueras y las perdices  en las oquedades recubiertas de tierra y hierba seca semi escondidas, hacían sus nidos. También había culebras que mudaban su piel en el verano quedando sus “camisas” resecas junto a las pedrizas.

Los arados al remover la tierra sacaban nuevas piedras por lo que durante años mi padre empezó la ingente labor de sacar las piedras y en uno de los bombos, de piedra seca, que los cazadores desde años atrás habían utilizado para sus puestos de caza, con oquedades grandes y una parte trasera hundida, reunir allí todas las pedrizas del camino de su propiedad. Las piedras por su color  nos delataban su edad de permanencia al exterior. Los hombres y mujeres que trabajaban con nosotros me enseñaron lo que no está escrito en los libros.

Fueron todos ellos los que aseguraron que el bombo de los cazadores era peligroso por su posible derrumbe y porque podía ocurrir un peligroso accidente a los cazadores domingueros. Hasta entonces los niños nos íbamos a jugar entre sus piedras desobedeciendo la prohibición de no acercarnos al bombo.

Piedras secas negras y blanquecinas por la exposición al sol. Piedras con las que hacían las mujeres, en las noches de verano, un hoyo en el suelo, rodeándolo de piedras pequeñas escogidas para encender fuego y asar viandas en las noches de verano y así evitar incendios de mieses. Con piedras, mi padre empedró la era en el paraor  del otro bombo, que él mismo construyo, ayudado de José María, su ayudante en el campo y estrenamos la trilla y por primera vez nos subimos en ella.

Conocí las caleras  hechas en otros parajes. Me contaron como se hacían los neveros con piedra y paja. También las paredes  de las casas se levantaban primero de piedra y después con la tierra comprimida del tapial. Piedra caliza y lascas de esmeril  para la trilla. Pedrizas con historias de amor en las vendimias. Pedrizas que taparon cuevas  de las que nadie hablaba. Piedras para mojones y para sentarse. Murallitas de piedra seca de los caminos de muchas latitudes.  Piedras sellando las tumbas de los muertos. Piedras fijas en el recuerdo de los bombos y chozos de nuestros orígenes: molinos y batanes… Motillas al aire de los siglos y de los milenios olvidados.

                                                                            Natividad Cepeda

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