Manuel Valero.- Hay una frontera que separa el domingo en dos mitades con una cicatriz que las hace irreconciliables. La mañana es alegre, ociosa, perezosa, que se nutre con la liturgia doméstica del desayuno que no precisa madrugada, la lectura de los diarios, (antes en papel, hoy en panel), la extensión de la holganza hasta la caña (antes de la pandemia) y su conclusión en la comida dominguera que aún mantiene vivo, como las buenas tradiciones, el atavismo de la paella.
Pero luego viene el declive vespertino, donde todo lo anterior se trastoca y se convierte en un tiempo pesado, abúlico, melancólico. Incluso para quien ya ha cumplido con los años precisos para una jubilación merecida y meritosa, las tardes de los domingos tienen un poso de amargura existencial. El marasmo de las largas tardes del domingo tiene el antídoto de la competición liguera pero aún así, y en estas circunstancias de inquietud colectiva, de incertidumbre sin aparente cercanía de claridad, ni siquiera eso. Las tardes de los domingos tienen en esencia algo extraño que parece estirar las horas, que hace la velada del último día de la semana un territorio de apelmazamiento, de inactividad, y para muchos un pico de aburrimiento que remite en el territorio crepuscular. El humor entonces parece cambiar a bien con precisión circadiana y se prepara para el lunes laboral y laborioso a pesar de la borrasca estacionada sobre nuestras cabezas y las lluvias interminables -como en Cien años de soledad– de diminutas criaturas insalubres y asesinas.
El gran confinamiento no diferenciaba la calle que aparecían tomadas por una desconocida falta de acción. Pero ya pasaba antes los domingos por la tarde. Los domingos por la tarde parecen escapar de cualquier ubicación racional. Tomando el inicio de la novela Ana Karenina de Leon Tolstoi, todos los domingos por la tarde se parecen, cada cual lo vive a su manera. Vive a su manera el tránsito por ese periodo atemporal, en el que no pasa nada salvo el tiempo y nos deja transidos de melancolía, a la espera de que las horas postreras del día nos manden a la cama para amanecer de nuevo al lunes, con la piel de serpiente reseca sobre el lecho de la semana que ya es pasado. El tiempo pasado no tiene nada que ver con el pasado de las personas. El primero es una mera contabilidad racionalizada, una convención científica para ubicarnos en las coordenadas del flujo perpetuo. El segundo es puramente existencial, emotivo, almacén de recuerdos, de lecciones aprendidas, o no, y energía recurrente de la que se nutre la añoranza y la inspiración de los escritores.
Los domingos por la tarde es el campo abonado para la displicencia, y la abulia que de vez en cuando nos apuñala con pequeños alfilerazos. Es ese momento del día en que todo está hecho, o sin empezar, y no sabes si repasarlo para perfeccionarlo o comenzarlo. En esa duda pasamos el terrible desfiladero de las horas del atardecer dominical.
Creo que hay por ahí estudiosos de ese periodo de la semana en que el alicaimiento es más común de lo que parece, y aunque la felicidad, los buenos ratos, la presencia de un amigo, el compartir ese fangoso tramo del día con la persona amada, no están ausentes de esa odiosa franja del reloj… la brutal pertinacia del ciclo semanal se cobra con tardes inagotables de pantanosas horas los buenos ratos vividos otros domingos: aquellos de películas de cine de barrio, de los primeros ataques amorosos a la chica que nos acompañaba y al intruso acomodador que nos descubría con su linterna delatora.
La pandemia ha debilitado el vigor de los días anteriores y todos los días son similares a domingos por la tarde; de algún modo llegamos al domingo un poco entrenados, y así cuando ponemos un pie en el suelo desde la cama dulce, nos acercamos a la ducha, nos preparamos el primer reconstituyente entre canturreos ininteligibles, ponemos la radio, tomamos la cerveza y rematamos el arroz, nos preparamos para bloquear con el escudo de la resignación el ataque de las horas sórdidas que nos aguardan.
Quizá pronto regresen los días luminosos que trastoquen incluso la extraña tristeza de los domingos por la tarde. Aquí lo dejo, tengo que batallar con la tarde que se avecina. Pero voy a hacerlo con moral, más que el Alcoyano, nunca mejor dicho. No queda otra.
Que ustedes lo transiten bien.
El domingo por la tarde es el domingo por la tarde sin duda. Pero dándole la vuelta no lo llevo mal. Es la única tarde de la semana que puedo dormir después de comer. Después ver una peli entera sin interrupciones. Cuando hace buen tiempo a aprovecharla a tope. Cierto es que el regusto a domingo siempre está ahi
Bueno, cada cual lo vive a su manera. Yo también… pero es esa atmósfera…
Realmente, lo que sucede es que los domingos por la tarde solemos enfrentarnos a nuestra realidad más crudamente que en otros momentos. La solución está en ajustar algunas ‘tuercas’…..
Buena descripción, Manolo, según leía me venía a la mente ese famoso poema machadiano: «Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian monotonía de lluvia tras los cristales…»(no he puesto el «punto» después de «estudian» porque siempre me sonó a que los estudiantes estudiaban «monotonía»… como si fuera una asignatura).
También me recordaba las tardes soleadas de invierno por el Gasset y gente escuchando el «fúrbol» por el transistor…
En fin un artículo destila nostalgia, que no añoranza, en estos tiempos tan atípicos y pandémicos… con mascarilla.