El presidente de Castilla-La Mancha, José María Barreda, recibió recientemente la Medalla de Honor de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando por su labor en la protección de los restos visigodos de la Vega Baja de Toledo. Vengan aplausos, loas, parabienes, ovaciones y palmaditas; y vengan vítores, laureles, panegíricos de compañeros de partido, y grandes palabras que aspiran a convertirse en adornos de placa y cortinilla: “debemos construir sin destruir”, “nuestro mayor tesoro es nuestro pasado”, “el tiempo y los hombres van dejando su huella” y etcétera.
{mosgoogle}El paulatino deterioro y la definitiva desaparición de edificios y monumentos de interés cultural se han convertido en males endémicos de Castilla-La Mancha. La fuerte presión urbanística, los intereses creados en torno a la promoción inmobiliaria, la codicia generalizada y la falta de sensibilidad han echado a perder buena parte de un patrimonio que hasta hace apenas cincuenta años era rico y variado.
Aún así, y no hace mucho, hubo un tiempo para la esperanza: poco después de ser elegido presidente, José María Barreda, historiador de profesión, quiso reaccionar ante lo que seguramente fuera visto por él mismo como una tropelía que muchos políticos se habían tomado a chacota hasta aquel entonces. De este modo, Barreda protagonizó en 2004 un episodio histórico: la aprobación del Texto Refundido de la Ley de Ordenación del Territorio y la Actividad Urbanística de Castilla-La Mancha (LOTAU), una norma que dedica parte de su articulado a la protección del patrimonio, que establece el deber de conservación y que tipifica claramente las infracciones y su correspondiente sanción.
Se trata de una Ley de otro planeta, porque lo que existía anteriormente era equiparable al vacío absoluto. Sin embargo, las buenas intenciones iniciales se han estampado contra una realidad que hace cuchufletas de la normativa. Sigue habiendo ayuntamientos que juegan al santo mocarro (expresión hecha, con perdón), con los controles de las comisiones provinciales de patrimonio, y falta más concienciación entre una ciudadanía que se debate entre la tentación irresistible del dinero rápido y la pereza por denunciar expolios delictivos.
Pero, aun reconociendo que el Gobierno regional lo tiene difícil ante los abrumadores obstáculos que se le presentan, lo que es obvio es que su sistema de ayudas económicas a la rehabilitación del patrimonio histórico hace aguas por los cuatro costados.
A pesar de los esfuerzos por incrementar los fondos presupuestarios destinados a este capítulo, la realidad es que las subvenciones siguen siendo escasas y de cuantía insuficiente para los propietarios particulares, mientras que los ayuntamientos parecen discriminados por su signo político. Además, la distribución deja en un segundo plano a los ciudadanos de enclaves no catalogados como conjuntos histórico artísticos, precisamente los más castigados y amenazados por las piquetas, y donde más se vulnera la supuesta protección que supone la catalogación de Bienes de Interés Cultural en las cartas arqueológicas. Y ya ni hablemos de los farragosos trámites administrativos, el ridículo periodo de un mes para la presentación de solicitudes o la exigencia de unos documentos muy difíciles de conseguir en tan poco tiempo.
Pero tampoco se vaya usted de rositas, venerable lector: pocas razones tenemos para sentirnos orgullosos de lo que hemos conservado porque, al margen de los defectos del sistema y de la criticable gestión de los estamentos municipales y regionales, el problema no pertenece únicamente a las administraciones. Todos somos responsables de la destrucción de nuestro entorno, y todos estamos obligados a hacer de nuestro mundo un lugar mejor para vivir. Sí, incluso conservando nuestra secular “arquitectura pobre”, cuya encantadora humildad también es fuente de riqueza.
¿Conoce usted algún caso de expolio patrimonial en su localidad? ¿Sospecha de actividades delictivas que atenten contra nuestra cultura y nuestro pasado? Chívese aquí, si lo desea. Pero después corra a denunciarlo ante la Guardia Civil. Al menos, que por nosotros no quede.