Cuando se viaja en la parte de atrás de un imponente coche de cristales oscuros, se leen diarios económicos, se dan órdenes de compra venta por el teléfono de a bordo y luego se detiene en una mansión oculta tras un laberinto de setos, y el conductor se baja, abre la portezuela con displicente ceremonia, y recibe la orden de regresar al mismo sitio, a la misma hora, es que uno es rico. Mejor dicho riquísimo, porque hay mucha diferencia entre lo uno y lo otro.
{mosgoogle}Roque Félix era uno de esos multimillonarios: bancos, empresas, arte, fincas rústicas, privadas, mansiones, ganaderías, cuadras, avión privado, miles de empleados bajo su mando, asesores, abogados, periodistas a sueldo y personal de intendencia y de servicio que se aplicaba en el estado de revista del imperio: desde el último balance hasta la mota de polvo de una estatuilla de jade.
Roque Félix tenía un hombre de confianza, Antón Asís, encargado de vigilar que todo el engranaje funcionara a la perfección para lo cual había urdido una tupida red de soplones. Si un empleado de alguna de sus empresas, cualquier persona a su servicio, estornudaba a las 12,30, Antón Asís lo sabía antes de que sucediera. El gran ojo de Asís era una garantía de estabilidad para Roque Félix.
Un hombre así, que podía telefonear al mismo monarca para una partida de golf o de caza, que se daba las primeras abluciones del día en el agua perfumada de un aguamanil de oro macizo, no podía permitirse, ni siquiera desperdiciar un solo segundo en una lotería de baja estofa. Pero el destino tiene sus caprichos y el azar sus coincidencias prodigiosas
Capítulo [2]