Manuel Valero.– Hay algo desalentador en cada día. El desaliento es algo menor que cuando mirábamos la muerte a través de la televisión con sus números implacables y terroríficos. Luego siguió el debate de calle de las absurdas concentraciones en la antesala del desastre.
¿Desde cuando hacía que el bicho rondaba silente por los aledaños de nuestras vidas? Hay que andar con cuidado. Las especulaciones, las preguntas, tienen de frontera con la conspiración delirante un hilo de seda. ¿Pero cuando llegó la primera unidad de bichos letales? Para marzo ya estaba regado y hubo concentraciones absurdas e irresponsables, de todo tipo e ideología, políticas, sociales y deportivas. Cabía suspenderlas todas como era de sentido común pero no. Tal vez la prohibición, tan poco democrática, tan fascista, no hubiera sido el antídoto pero supongo hubiera aliviado la bomba vírica a la que se refirió Page.
Los políticos tienen un curriculum digital que los suspende y el portavoz político-médico del Gobierno, cum laude. Pero es agua pasada. La política se abre paso tímidamente entre el bicho, para dotar a España de unos presupuestos con que administrar la casa. Pero hay algo desalentador en cada día. No conviene desesperarse, perder todo atisbo de esperanza, como el preso que ingresa en un campo de trabajo, pero los números lloran más que cantan y nos hacen pensar en la posibilidad de un nuevo arresto voluntario, que uno no sabe, cuánto de voluntario tendrá si se produce una segunda edición.
Día a día vemos como avanza el número de contagiados y no falta quien respira aliviado porque no son números que atestan las UCI ni el depósito de cadáveres, como si el bicho estuviera perdiendo fuerza. A su par, quienes avisan de que dentro de poco dará de nuevo la cara. Y a su lado, el que opina que de ocurrir se supone que estaremos mejor preparados: en material, estrategia de respuesta e infraestructuras provisionales y la reacción de la gente a un segundo asalto. Pero los días se suceden con guarismos incómodos: ciudades que retroceden como la capital, Ciudad Real, localidades que regresan al aislamiento. Y sin embargo hay como una normalidad en las calles. La gente trata de hacer su vida en el filo mismo de la navaja. Casi todo el mundo lleva mascarilla, las terrazas procuran alejar la cercanía de mesa en mesa y los fumadores, casi todos, calman su adicción con suficiente aire de por medio. Es un compás de espera, como la engañosa tranquilidad de un nuevo ataque mientras la ciudadela general aguarda a que comiencen las clases en todo el territorio nacional-autonómico para medir la incidencia y en qué medida nuestros niños se convierten en pequeñas bombas inocentes como en la novela El detective de Joseph Conrad.
Nada hay peor que la incertidumbre. La carrera de las vacunas es alentadora aunque suscita, como toda esta singularidad social que nos abate, más de una pregunta. Al principio la OMS, organización altruista para unos, organización controlada por un nuevo Moriarty, para otros, decía hace unos meses que por lo menos hasta el 2022 o un año antes, siendo optimistas. Y sin embargo ya se está experimentando en humanos con el antídoto ruso en cabeza de carrera.
Tal vez no sea bueno hacerse demasiadas preguntas sino aplicarse a rajatabla el carpe diem y que sea lo tenga que ser. Mientras tanto no queda otra que cumplir las normas criticamente, reflexivamente, seguir con las tareas cual si no pasara nada -que canta Milanés en La vida no vale nada-, mantenerse informado hasta un nivel digerible y recrearse en la distopía lo menos posible. Por mi parte tengo la suerte de visitar el Museo del Prado todos los días que han instalado en el Paseo de San Gregorio de Puertollano. En las copias a tamaño natural de las obras que se exhiben, se constata que la Humanidad siempre ha seguido un camino en el que se alternan las calamidades y las guerras y la epidemias con periodos saludables de progreso y de felicidad social, si es que existe tal cosa, la felicidad social. La felicidad es más fácil homologable; la desdicha lo es en cada persona a su manera, que dice Tolstoi en su magistral Ana Karenina. Hay algo desalentador en estos días pero supongamos que es una tormenta duradera en su pertinacia. Pasará y quedará, como escribió Machado, y regresarán de nuevo los buenos días venideros. Qué remedio.
Buen fin de semana, en la media de lo posible.
Conocía una familia en la que los padres no se rompían la cabeza. Ángel y Ángela, Manuel y Manuela.
Queramos o no, tenemos que aprender a convivir con el virus, al menos, mientras no tengamos una vacuna…..