—Buscando algo interesante para rellenar el periódico —contestó, mientras retiraba la silla para sentarse.
—Pues aquí poco podrás encontrar. Quizás algún robo de gallinas… Aunque no creo que eso interese mucho a los lectores.
—No creas, las gallinas y los huevos son un tema recurrente. —Cogió un trozo de pan de la cesta que Climent había dejado—. ¿Qué tal estás?
—Bien. Preparándome para el frío. —Tomó otro sorbo de vino—. ¿Hasta cuándo te quedas?
—Un par de días, nada más. Me he escapado —contestó Philippe—. Te he traído una botella de jerez.
Audrey sonrió. Recordaba la primera vez que estuvieron juntos a finales de verano. El jerez y los besos. La torpeza de no reconocerse desnudos y la osadía a recorrer los cuerpos con la lengua y las manos. La timidez de él cuando la contemplaba desvestirse. La delicadeza de ella cuando se sentó a horcajadas encima de él. El recelo oculto de Philippe por evitar que le rozase siquiera la pierna herida. El delirio de los dos sobre la cama desecha. Se habían seguido viendo después. Philippe siempre buscaba una excusa para acercarse a la comarca, aunque era un sitio tan tranquilo que pocas noticias conseguía enviar. Y, aunque su jefe, el dueño del periódico, le recriminaba que dedicase tanto tiempo a esa zona, Philippe hacía caso omiso, tal vez porque el mismo era su padre.
Sentados a la mesa, Audrey rompió el silencio:
—Puede que tenga una noticia para ti. —La mirada de Philippe le animó a seguir—. Esta mañana en misa ha ocurrido algo extraño.
Le contó lo del padre Adrien y que pensaba visitarlo esa tarde para ver si le podía aclarar algo.
—Recapitulemos. —La frase favorita de Philippe que aparecía siempre al final de todos sus artículos—. Tienes a un cura confesando, crees que ha dicho «muerta» a un hombre que lleva zapatos caros y quieres ir a interrogarlo.
Audrey asintió.
—Primero, es de mala educación escuchar confesiones ajenas. Segundo, ¿estás segura de que ha dicho «muerta» y no «puerta» o «huerta»? —Se quedó pensando a ver si se le ocurría alguna más—. Lo de los zapatos caros no es una gran pista, que en este pueblo ya se sabe que los graneros y los altillos están llenos de dinero. Y, por último, el padre Adrien no te contará nada, ya que, mi querida señorita, existe el secreto de confesión.
Audrey sonrió. Philippe llevaba razón y ahora, al contárselo, la historia le parecía bastante absurda. Climent les sirvió los dos menús y hablaron de otros asuntos.
Por la tarde, antes de ir a la pensión donde se alojaba Philippe, se acercaron a la casa de Gretta por si necesitaba algo. Llamaron varias veces, pero nadie contestó.
—Estará durmiendo. Si está con gripe… —dijo Philippe.
—Me acercaré mañana otra vez.
Al salir del jardín descuidado de la casa de Gretta, se encontraron con la señora Moulian. Traía varias cartas en la mano.
—¿No está «su amiga» en casa? —preguntó remarcando descaradamente el posesivo. A la señora Moulian no le gustaba Gretta y ya se encargaba ella de contárselo a quien quisiera escucharla. «No tengo nada en contra de que sea polaca, Dios me libre, pero esas risas, esos bailes, esos chascarrillos subidos de tono con los jóvenes… eso no es de recibo en una buena mujer», cacareaba entre las mujeres del pueblo.
—Parece que no está —respondió Audrey—. ¿Quiere decirle algo?
La señora Moulian miró a los dos jóvenes detenidamente.
—Tengo una carta para ella. —Le dio la vuelta a un sobre de papel amarillo—. Es de París. ¿Quién le escribirá?
—Se la puedo entregar yo cuando la vea… si le parece bien —le cortó Audrey antes de que empezase a soltar barbaridades sobre las amistades de Gretta.
La señora Moulian sopesó el ofrecimiento de la joven maestra. Se encogió de hombros y le alargó el sobre. Se dirigió entonces a Philippe:
—Usted es testigo.
Este asintió levemente y sonrió para tranquilizarla. La señora Moulian era la encargada de la estafeta de correos y cumplía escrupulosamente las normas. «Entrego todo a mano, que yo no sé lo que cada uno tiene pendiente con los demás», solía decir cuando alguien le pedía el correo de algún vecino. La señora Moulian se marchó cuando vio que Audrey guardaba el sobre en el bolsillo del abrigo, no sin antes repetirle varias veces que se la entregase en cuanto la viese.
Se agarraron disimuladamente del brazo para no resbalar en el suelo que comenzaba a helarse cuando se puso el sol y entraron en la pensión donde las sábanas desechas fueron las protagonistas de la noche.
Al amanecer, Audrey se vistió en silencio. Le dio un beso suave en la frente y se fue. A la señora Rideau, aunque no ignoraba que su inquilina tenía su peculiar historia amorosa, no le gustaba nada que pasara la noche entera fuera de la decente casa que le alquilaba. «La gente murmura, querida. No hay que darles más motivos», le había dicho una mañana que la pilló entrando.
La calle ascendía hasta llegar al camino que conducía a la gran montaña: Col du Diable, antiguo paso de huida de desertores y escapados de las guerras. Eso decía la leyenda, porque nadie jamás había visto aparecer por allí a ningún fugado. Según los pastores que con el buen tiempo subían un poco la montaña con el ganado, el frío de la esta, incluso en noches de verano, era aniquilador. Los más bravucones contaban que cerca de la cumbre se veían los esqueletos esparcidos que habían muerto ateridos del frío al intentar descender las escarpadas paredes rocosas. Aunque todo el mundo sabía que la exageración adornaba esos relatos de los pastores solitarios de la montaña, a los niños se les asustaba para que no fueran más allá de la casa de la señora Ondreaux. Esta, huraña y solitaria, los asustaba más que la inmensidad de la montaña. Más allá de su casa, la frondosidad de los árboles oscurecía el paisaje y el camino se volvía más agreste conforme subía hasta desaparecer en un pequeño prado, más o menos a mitad, donde solo se atrevían a llegar los pastores, por necesidad. Lo que había más allá nadie lo sabía, ni siquiera si las mentiras pastoriles llevaban un poco de verdad. Nadie de la zona había subido nunca.
Audrey caminaba rápido por la solitaria calle. Rememoraba la noche con Philippe, cada detalle. Las manos en la cara mientras la besaba, el mimo al desnudarla, la disimulada cojera rítmica de él al ir hacia la cama. No oyó venir la carreta por detrás, que se paró a la altura de ella.
—Es muy temprano para ir a la escuela, maestra. —La voz del padre Auguste la sacó de sus pensamientos.
—He salido a dar un paseo matutino.
—¿Con la misma ropa que llevaba ayer?
Audrey se sintió avergonzada y a la vez sorprendida por que el padre Auguste se fijase en esos detalles. No sabía si era por la mirada del sacerdote o por la inmensidad del cuerpo de este respecto a la pequeña cabeza, el caso era que se sentía intimidada cada vez que hablaba con él, sobre todo, si estaban a solas. Miró hacia el final de la calle, preguntándose a dónde iba a esas horas el sacerdote. Como si estuviera leyéndole el pensamiento, este comenzó a hablar:
—Voy a llevar leña a la señora Ondreaux. Ya pronto llegarán las nevadas y esa mujer no tiene quien le cuide. —Señaló la carreta hasta arriba de leña—. Le llevo para todo el invierno.
Audrey miró la carreta de la que sobresalían muchos troncos. Le sorprendió ese acto de buena voluntad por parte del sacerdote, ya que en los pocos meses que llevaba allí nunca había dado muestras de ser caritativo con la gente.
—Es un gesto que le honra, padre —respondió Audrey.
El sacerdote meneó la cabeza.
—No crea, maestra. Es tarea del padre Adrien, pero no sé dónde se ha metido ese pazguato. Hoy me tocará ir a dar las tres misas a mí —apostilló el sacerdote.
—¿No sabe nada de él? —preguntó curiosa Audrey.
—Desde ayer después de la misa, nada. Salió un poco antes de que vinieras preguntando por él. Y ya no sé más.
—¿Ha hablado con el gendarme Chiffet? —añadió Audrey.
El sacerdote se encogió de hombros e hizo un gesto despectivo con la boca.
—Maestra, espabile. Ya se lo dije ayer: hay faldas de por medio. —Se rio tan fuerte, que Audrey pensó que despertaría a los vecinos—. Es joven y guapo. Y sin vocación, maestra. No como usted o como yo. Se habrá cansado de estar en este pueblo. Y eso que solo llevaba un mes… —Preparó las correas para emprender la marcha—. No se preocupe, maestra. Yo me quedo para mantener el rebaño unido.
Y el traqueteo de las ruedas comenzó y dejó a Audrey pensativa en la calle.
Llegó a casa de la señora Rideau sin hacer ruido. Abrió la cancela del jardín, con sumo cuidado, levantándola un poco para que no chirriase, aunque no consiguió que no hiciera ruido. Sacó las llaves del bolso y con mucho sigilo abrió la puerta. Colgó el abrigo en el perchero y se fue de puntillas a su habitación. La señora Rideau dormía en la planta de arriba.
Audrey, tumbada en la cama, pensó en el padre Adrien en el confesionario el día anterior. Se le veía muy nervioso. Tal vez Philippe llevaba razón y había dicho «puerta» o «huerta». Vocalizó en silencio las tres. Estaba segura de que era «muerta». Después de las clases, iría a hablar con el gendarme Chiffet sobre la desaparición del padre Adrien.
Oyó ruidos en la cocina. El aroma del café recién hecho traspasaba la puerta del dormitorio. Se puso una bata y salió.
—Buenos días, señora Rideau. ¿Ha pasado buena noche?
—Querida, hay que engrasar la cancela del jardín —fue la única respuesta que recibió.
En la escuela, pocos niños acudieron esa mañana a clase. Audrey sabía que en invierno bajaba mucho la asistencia. Los caminos llenos de nieve y las inclemencias del tiempo hacían que fuese más seguro estar en casa. Los días que eran más apacibles procuraba ir a algunas casas para repasar lo que habían aprendido. A veces, alguna madre se quedaba en la cocina con ellos y aprendía a leer poco a poco. Audrey planeaba desde hacía unos meses organizar una escuela para adultos, con los conocimientos básicos. Cuando se lo comentó al alcalde, este, acompañado por el padre Auguste y el médico Junot, se rieron de su idea. Pero eso no la echó para atrás. Sabía que podía convencerles a través de sus mujeres. Solo era cuestión de acertar con la tecla: la vanidad de la caridad. Y tenía pensado camelarlas en la fiesta de la Inmaculada, apelando a sus «piadosas almas».
Philippe estaba esperándola al terminar las clases. Le contó el extraño encuentro con el padre Auguste y lo que le había dicho sobre la desaparición del padre Adrien.
—Deberíamos ir a preguntar a Chiffet.
—Excelente idea. Pero tomemos un jerez antes, que tengo mucho frío. —Hizo amago de acariciarle la mejilla, pero retiró la mano antes. Ocultaban su relación, «si es que esto es una relación», pensaba Philippe, aunque nunca lo habían hablado. Él iba de vez en cuando a Porte Sommet, últimamente más a menudo, pero nunca hablaban de un futuro juntos. A veces, estaba tentado de preguntarle, pero miraba la pierna lisiada que le hacía cojear y se callaba. A lo mejor era solo un entretenimiento para la maestra, pero a él le bastaba con eso.
En el bar de Climent había menos ambiente que el día anterior. Solo había un par de mesas ocupadas y un par de vecinos en la barra de madera. Climent los saludó con la cabeza y les señaló la mesa de siempre.
—Hoy solo tomamos algo, Climent —dijo Philippe mientras se quitaba el abrigo.
Audrey se quitó el grueso abrigo de lana negro que su madre le había regalado hacía ya unos años y que no se quitaba ya hasta que pasaran las nevadas.
Climent se dirigió a ella mientras servía los dos vasos de jerez.
—Maestra, su amiga hoy tampoco ha venido a trabajar. Lleva desde el sábado sin dar señales. ¿Sabe usted dónde está?
—A mí no me ha dicho nada —respondió Audrey, cohibida. Gretta había entrado a trabajar allí gracias a ella y ahora se sentía culpable ante Climent por la poca responsabilidad de su amiga—. Pero es muy extraño.
—No crea, maestra. Últimamente andaba enredada en algo con el cura joven. Se les veía muchas veces juntos. Iban hasta el bosque paseando y, bueno, ya se imagina… —soltó Climent.
Audrey y Philippe se miraron perplejos.
—No, no me imagino, Climent. Dos personas se juntan para hablar. Y si es sacerdote pues a lo mejor lo necesitaba como guía espiritual o para confesar—contestó Audrey enfadada.
El tabernero la miró con cinismo.
—Lo que usted diga, maestra. —Se quitó el trapo del hombro y comenzó a limpiar la barra—. Pero el cura tampoco está. Solo hay que sumar.
Audrey sacó unas monedas del bolso y las dejó con fuerza en la barra.
—Vámonos, Philippe. Si dos personas han desaparecido, habrá que comunicarlo a la gendarmería.
El gendarme Chiffet estaba delante de la estafeta de correos, que hacía tambiénde gendarmería. Dos puertas de cristal, una a cada lado del pequeño recibidor común, indicaban cuál era cada una. Se abría más veces al día la de la señora Moulian que la de Chiffet. Este fumaba cuando llegaron ellos. Les hizo pasar y sentarse en el cubículo que tenía como despacho. Después de escucharlos, juntó las manos sobre la boca.
—Son dos personas adultas.
—Uno es sacerdote, gendarme—apuntó Audrey.
—Ya, pero en todo caso debería haber venido el padre Auguste y no se le ve excesivamente preocupado por la desaparición de su colega, ¿no cree? —preguntó a Philippe.
—Ese hombre solo se preocupa por mantener su barriga llena a costa de los demás, Chiffet. Y ahora estará enfadado porque le toca trabajar más.
Los tres asintieron. Aunque llevaba poco tiempo en Porte Sommet, el padre Auguste solía abusar de su posición y se dedicaba a obligar a que los demás le invitaran a comer y beber. «La caridad es con todos, no solo con los débiles», repetía en el bar de Climent cada vez que quería que alguien le pagase un vino.
—¿Y Gretta? —terció Audrey.
—Maestra, todos sabemos el cariño especial que se profesan, pero ella es joven y un poco tarambana. Flirtea con todos los hombres. Lo que dice el padre Auguste es lo que habrá pasado. Se habrán fugado juntos. Ya volverá cuando no tenga donde caerse muerta y el otro se aburra de ella. Eso siempre pasa. —No pudo evitar mirar la foto que tenía sobre la mesa. Una joven rubia al lado de un gendarme novato veinteañero, cogidos del brazo, sonriendo a la cámara, la primera y única novia de Chiffet, ahora cincuentón. Pero Olivia no aguantó ni un mes en ese destino y se marchó a Burdeos. El gendarme siempre pensó que volvería arrepentida. Y todavía tenía esa esperanza.
—¿No va a buscarlos? —replicó Audrey, visiblemente enfadada.
—No se preocupe, maestra. Preguntaré por el pueblo a ver si alguien sabe algo. Pero no le dé más importancia. —Se levantó y se dirigió a la puerta—. Y, ahora, si no les importa, tengo asuntos importantes que resolver. Han robado en el gallinero de Torquet y tengo que ir a echar un vistazo.
Audrey y Philippe salieron a la plaza.
—Es inconcebible. Desaparecen dos personas y se va a buscar gallinas —estalló Audrey—. ¡Gallinas! ¿Le digo dónde están las gallinas? —Se dio la vuelta gritando a la puerta de la gendarmería—. Están dando sabor al caldo de la señora Ondreaux. Que la pobre tiene que ir robando porque en este pueblo nadie se apiada de ella. Ahí están las gallinas.
La señora Moulian salió de la estafeta y miró a Philippe molesta con la actitud de la maestra.
—Hágala callar, hombre, que está formando un escándalo innecesario. —Se abrazó al chal de lana que siempre llevaba en la oficina.
Philippe cogió a Audrey del brazo y se marcharon de allí.
—Puede que lleven razón, Audrey. Tal vez se han enamorado y han decidido empezar una vida juntos.
«Como deberíamos hacer tú y yo», pensó.
—No, no me lo creo. ¿Marcharse sin decirme nada? —señaló Audrey—. No puede ser. ¡Vamos!
—¿A dónde? —preguntó Philippe mientras caminaba detrás de ella, intentando seguirle el ritmo. La pierna empezaba a resentirse. No había descansado lo suficiente.
—A casa de Gretta.
Llegaron en unos minutos. La valla estaba cerrada, pero Audrey metió la mano entre dos barrotes y movió el cerrojo.
—¿Esto es buena idea? —preguntó temeroso.
—Sí. —En el porche, Audrey rebuscó en la tierra de una maceta y sacó una llave—. Me dijo dónde guardaba una llave, ¿cómo no me iba a contar que se iba a marchar?
Comprobaron que no pasaba nadie por la calle y se colaron en la casa. Todo estaba ordenado y limpio. Había comida en la alacena. En el salón, unos libros marcados indicaban que estaban leyéndolos. En el baño, inmaculado, un frasquito de jabón y un bote de colonia. Subieron al dormitorio. Philippe se quedó en la puerta. No le parecía bien cotillear en la habitación de otra persona.
—Audrey, ¿qué estamos buscando?
—Algo que nos indique si se ha ido o no. Busca en los cajones de la cómoda. Yo miro en el armario.
Philippe abrió con cuidado el primer cajón. La lencería estaba cuidadosamente doblada. En el segundo, las toallas y sábanas perfectamente alineadas. Cuando fue a abrir el tercero, Audrey gritó:
—No se ha fugado. No se ha ido. Esto lo demuestra.
Audrey tenía colgados unos zapatos de color verde agua en la mano.
—Son unos zapatos, Audrey. Puede que se haya ido con lo puesto para empezar una nueva vida.
—Imposible. Sin estos zapatos, jamás.
Beatriz Abeleira
Postales desde Ítaca
Te sigo… interesante.
¡Gracias, Manuel!
Bueno, una buena historia siempre comienza con un suceso significativo y diferente. Y esta narración resulta atrapante y desconcertante para el lector. Misteriosas desapariciones en el techo del mundo…..
¡Gracias, Charles! Es la primera vez que escribo algo más largo. La intención es entretener.