Ah, en la cumbre, con toda la Terra Cha (Tierra Llana) alrededor nuestro. Un caballo de raza gallega, una besta, galopa hacia el intruso, el peregrino alza el bastón y en ese momento el caballo se detiene, gira y el animal vuelve junto a la manada. Es una visión mágica después de un duro ascenso de tres horas.
UN CABALLO GALOPA EN TERRA CHA
Un relato de viajes de Manuel Valero
Vencer la montaña a través de una senda estrecha, accidentada, apretada entre la vegetación y llegar a un espacio verde en la tierra y azul en el cielo – hace sol-y que te salga al encuentro un potro salvaje… es indescriptible. Pareciera que el animal soberbio y orgulloso estuviera esperando a los caminantes. Dos peregrinos reciben la nueva de un sobrinito y entre hurras y abrazos respiramos a pulmón abierto apresando cada átomo de aquella hermosa realidad.
La belleza también es parte del Camino, como la fatiga, los pies malheridos y los músculos dañados. Algunos peregrinos causan baja transitoria pero continúan con nosotros, siguen caminando sin mochila o refuerzan el equipo de intendencia dirigido con mano maestra por la peregrina-cocinera. El peregrino que abandona momentáneamente se sume en un estado de decepción que enseguida se suaviza con los ánimos de los demás. No es orgullo, es una tristeza que lo maniata, pero a la intentona siguiente el peregrino vuelve a mirar el Camino desde la vertical, erguido y renovado. Hay que seguir, se puede seguir, y se sigue.
El Camino quiere peregrinos, no mártires. Las ampollas de los pies no duelen. ¿Cómo soportar la tremenda simpleza de quienes identifican el Camino con ampollas. ¿Ampollas? Y qué, se revientan, se cosen y a calzarse de nuevo. El Camino provoca heridas en el cuerpo que se cauterizan, pero va aliviando las viejas ampollas del alma. El Camino es un sedante pese a los dolores bruscos, pero un calmante tan cierto como que Dios existe. Mirando alrededor es imposible creer en otra cosa: el azar está loco, es ciego, no ama. ¿Cómo puede el azar crear de la insoportable nada un lugar tan maravilloso como el altiplano lucense donde corretean a su libre instinto caballos semi salvajes?
La capa era la consigna del día, pero ese día de la cuesta imposible no hizo falta el hule. Con la capa, al peregrino le toca aislarse y contemplar los miles de senderos que le conducen al conocimiento de sí mismo. No es un cerrarse a los demás, es un buscarse en lo auténtico para ofrecer luego esa autenticidad a los que caminan junto a él. El padre-peregrino que acompaña a los andarines va a la cola con los más fuertes, los más enteros, los más resueltos; a la cabeza va el guía-peregrino rodeado de mataos, lisiaos y gente de mal vivir. Un destartalado pabellón polideportivo aguarda en Abadín, final de la etapa. Lejos queda ya la Marina Occidental. Prados y bosques se extienden por todo el horizonte. Pero ahora huele a comida, cada peregrino busca y rebusca sus utensilios personales entre la loza común, un estruendo, debido a lo que parece tarea imposible entre tantas redecillas blancas, casi todas iguales. Hubo un peregrino que se apañó con una nada elegante -¿para qué?- cubertería de plástico roja, o con los tápers rutinarios de casa. Idea feliz que le facilita la tarea. De todo se aprende. Qué lejos queda el mundo enredado y loco, vertiginoso e incierto…
En los alrededores de Abadín hay una pequeña ermita, una más entre las muchas que se dispersan por la tierra gallega. Y allí reunidos como los cristianos primitivos, los caminantes participan en la Eucaristía oficiada por los dos curas-peregrinos que acompañan al grupo. Es sorprendente la metamorfosis. Uno en intendencia, el otro con los de carretera y mochila, son dos más, iguales, mimetizados con los “fieles” peregrinos, en atuendo, en charlas, en chistes, en cigarros, en botellines, en Madrid versus Barça, en los juegos comunales entre los que no falta el roce humano y la insinuación pícara. Somos adultos pero parecemos niños alegres y desinhibidos. Pero qué lejos queda todo, qué lejos queda Messi, la Bolsa, los Mercados, el mundo enredado y loco, vertiginoso e incierto, superficial e incoherente, qué tangible la espiritual energía de ese camino centenario que se prolonga hasta el fin de la tierra. La misa es entrañable, doméstica, en aquella pequeña ermita en la que el tiempo parece detenerse. Algo parecido debió ser cuando los primeros cristianos se preparaban para penetrar la Historia y dejar constancia de que la plenitud de los tiempos ya había comenzado. Una emoción contenida, serena, recorre el grupo. En la ermita de Nuestra Señora de Abadín se produce la primera confirmación y se espanta casi definitivamente el miedo: se puede ser felizmente cristiano sin esforzarte en no parecerlo. La espiritualidad, la solidaridad puesta en común, el amor y el reconocimiento del otro, va modelando una evidencia demasiado tiempo oculta. A la salida, una fotografía. Una más de las centenares que los peregrinos hacen para llevarse el Camino a trozos de imágenes a la tierra del verano implacable. Declina el día. Por la mañana un caballo salvaje recibió a los escaladores a su llegada a la Terra Cha como un símbolo de libertad; por la tarde, tras la reunión paleocristiana de Abadín la libertad se concretó de manera indeleble: sólo desde la libertad se puede adquirir el compromiso de ser cristiano y ser coherente con ese compromiso. El Camino ya ha dejado marcas. Y la capa, signo del día, se va deslizando lentamente hasta descubrir los esbozos de una persona nueva. Cuando ya es noche cerrada, vuelta al saco del sueño. La peregrina-enfermera atiende los pies cansados y maltrechos antes de que se apaguen las luces y comience la nocturna sinfonía de los ronquidos y los murmullos somnolientos de los cuerpos calientes.
El maldito asfalto
Varios días después del Camino Norte de Santiago, la peregrina escribió en la pizarra virtual compartida: “¡Que día! Creo recordar que fue el único día que no necesitamos la capa, jeje, qué casualidad ¿cuál fue el símbolo de ayer? Hagamos caso de las señales, que están por todas partes. Este día todos compartimos una misma sensación de desánimo,… parecía que nunca llegábamos, pero como cada día lo conseguimos. El regalo del día fue el sol, unos rayitos que valoramos como seguro nunca lo habíamos hecho. Una comida riquísima, como todos los días, pero sobretodo una «panda de mataos» de valor incalculable. Otra tarde de reflexión; otra misa para vivir; otra cena para reír,…, para unir”. Y así fue. El sol. Ese sol que rehuimos en nuestra tierra manchega por su cansina presencia y su intensidad veraniega apareció en todo su esplendor cuando los peregrinos llevaban ya cinco días de marcha y la intuición de la Catedral se volvía más nítida. ¿Cuánto queda, 120, 130 kilómetros? No, en esta ocasión no se oye la respuesta ambigua del guía que no responde a nada tratando de responder a todo. Un grupo de peregrinos, echados contra la pared junto al Centro Parroquial de Villalba, a la llegada, hacen sus cálculos. Pero ninguno es exacto, de modo que lo dejan. Ya llegaremos, el 21 tenemos que estar en Santiago sin falta. A la misa de 12.
Las peregrinas se retratan en un puente camino de Abadín El día hubiera acabado serenamente feliz si no fuera porque el peregrino-conductor de la fragoneta -¡dale caña Torete que el coche es robao!- tenía preparada una actuación estelar después de la cena en un restaurante de la ciudad. De modo que el día acabó, por el talento innato de este peregrino gigante, estruendosamente feliz: entre pulpo a la gallega, cervezas y ribeiros se fue a un lado y liberó todo su registro picarón y doble intencionado con movimientos frívolos de increíble comicidad. De vuelta al albergue, los peregrinos aún ríen las ocurrencias y los movimientos estelares del peregrino fragonetero. Luego alguien dice: Y mañana, Baamonde y mucho tramo por carretera. Alfalto, maldito asfalto, rumia para sí, el peregrino. Camino, bendito camino, concluye. Y piensa en el mojón o en la flecha amarilla que le susurra al oído que hay que seguir. El gris e interminable asfalto, es al fin y al cabo, otra señal.
El camino muerde los pies; el “Camino” muerde el alma, y no queda otra que “Caminar”. El peregrino escritor respira con dificultad a recaudo del sol que lo ha acompañado durante buena parte de la mañana. Se descalza y libera los pies, los ausculta pero no ve ninguna ampolla honorífica. De pronto cae en la cuenta de que desde Ribadeo hasta aquí los pies han resistido las mordeduras del camino. Pareciera como si las ampollas fueran para los peregrinos como las medallas de los generales. Y llega incluso hasta el sarcasmo: Los albergues deberían estar catalogados por ampollas, los de cinco ampollas para los más malheridos. Sin embargo su gesto de dolor indica que algo no va bien. Y son los pies. Los pies enteros, húmedos del vip vaporú de la madrugada y del sudor, los pies golpeados en seco contra el alquitrán de la etapa durante un buen puñado de kilómetros. Los pies martilleados en los talones de tanto golpear el asfalto, los pies hechos carburo… ¡¡maldito asfalto!!
La llegada a Villalba se hizo tediosa, sobre todo los últimos ocho o diez kilómetros, pero también te pone a evaluar de nuevo el lujo asiático de una ducha, el placer aristocrático de una jarra de cerveza, la felicidad de disfrutar de otro modo, más intensamente, las rutinas diarias de tu vida anterior. El Camino vuelve a dimensionarlo todo con una vara de medir que parece que no es de este mundo: para vivir no hace falta tanto como exigimos, piensa el peregrino. Para vivir bien no hace falta tanto consumo fungible, para vivir muy bien, bueno, esto es otra historia, porque aquí entra en juego el vórtice espiritual del Camino: el único bienestar es interior, y el interior no entiende de medidas especiales sino de cuestiones esenciales. El peregrino se sacude la cabeza. No trata de espantar la reflexión sino de volver al agradable mundo real de estar con los peregrinos-compañeros disfrutando de las menudencias de la etapa recién terminada. ¿Mochila? ¿Qué mochila? La vida está llena de señales pero nuestros ojos están ciegos, anota el cuaderno de campaña. El silencio te espera, hay hombres que te ven y viven de ti, invisible, cercano y elocuente… Los mojones del camino con su corona de piedras pequeñas con mensajes anónimos son estaciones que recargan al peregrino. Lo de menos es la cifra kilométrica que indica al caminante lo que aún queda, lo de menos es que los números mengüen con la lentitud de los bueyes, lo más reconfortante es la presencia en sí misma de esas balizas que te aseguran que vas en buena dirección. Lo esencial no es lo ya andado ni lo por andar, es que no vas perdido. La concha peregrina simplificada en su diseño más conceptual apunta sus estrías hacia Santiago, como el tic tac de un reloj kilométrico. Luego por curiosidad se observa el “kilometraje”: 150, 130, 120, 113, 99… El número menguado supone todo un estímulo, sólo dos guarismos, ya queda menos, una sacudida recorre al peregrino-escritor de los pies a la cabeza. Contempla a los demás y los intuye electrizados por la misma sensación: Santiago bombea en el interior, el corazón lo delata. Por la tarde hay una puesta en común. Los peregrinos asoman la cabeza por la trinchera, y el torso, se han puesto casi al descubierto, pero nadie dispara. Unicamente se escucha lo que el otro dice, el peregrino se encuentra a salvo ante sus compañeros inermes. Todo pesa menos, incluso la mochila. ¿La mochila? ¿Qué mochila?
En realidad, en la vida vamos asumiendo, escogiendo y reteniendo cosas y personas, pero muy pocas veces nos detenemos en analizar cuándo es preciso descargar nuestra mochila y dejar que algunos pesos de más se queden lejos de nosotros. No es una tarea fácil….