Los micros abiertos –ya tenemos algunos casos por ahí, desde las clases de Economía de Zapatero, o el manda huevos de Trillo o el vaya rollo que he metido de Aznar- han descubierto hasta ahora la cara amable de nuestros representantes, siempre graves, siempre encorsetados, siempre actuando, pero un micro travieso es la fotografía exacta de todos ellos.
La política, dignísima, que los indignos cuando lo son lo son los políticos, exige sin embargo una carga de sobreactuación que incluso lleva a nuestros mandamases a poses casi ridículas en su afán de mimetizarse con el pueblo al que tanto le deben. Pero a micro cerrado estoy seguro de que ellos, los políticos, son otros: ellos mismos. Como cada quisque. Lo que ocurre es que a veces de tanto verlos actuar sobre la tarima mediática, seguidos por la cohorte de medios y medias tintas, nos encantaría verlos en el camerino, cuando los aplausos, los halagos y los palmazos en la espalda se apagan con sordina para dar paso a la persona desprovista de su papel. Buena o mala, ya digo. Pero persona. Y humana, al fin y al cabo. Porque ¿no es cierto que de alguna manera cada cual juega un papel en este gran teatro del mundo, a veces comedia, a veces, drama, a veces absurdo pero siempre emocionante?